Ohio
—Ya empieza —dijo Augustine—. Hace años que vengo temiéndolo.
Subidos en la torre número dos, rodeados de cajas apiladas, escritorios viejos y ordenadores obsoletos, Augustine y Dicken —y el siempre vigilante agente de Augustine— observaban cómo las tropas de la Guardia Nacional de Ohio establecían el perímetro y cerraban la entrada a la escuela. La visión incluía la carretera principal, la torre de agua al oeste, un campo estéril de gravilla roto por cuadrados de cemento desnudo, detrás una línea de robles enmalezados, y una autovía del estado cortando colinas bajas cubiertas de hierba.
DeWitt subió los últimos escalones y se apoyó en la pared, intentando recuperar el aliento. DeWitt asintió.
—Ha llamado la oficina del gobernador… la línea del director. El gobernador se ha adelantado… a los federales y ha declarado —luchó por tragar aire— una emergencia de salud pública de fase cinco. Estamos bajo una cuarentena total. Nadie puede salir o entrar… Ni siquiera usted, doctor Augustine. —Lo atravesó con una mirada—. La entrada principal informa de… veinte camiones más de la Guardia Nacional… acercándose. Están rodeando la escuela.
Augustine se volvió hacia el agente del servicio secreto, quien se llevó la mano al auricular y adoptó una expresión sardónica.
—Nos quedamos durante lo que dure la cuarentena —afirmó el agente.
—¿Qué hay de los suministros? —preguntó DeWitt.
—Pueden dejarlos en la entrada y nosotros enviaremos a alguien a recogerlos, sin contacto —dijo Dicken—. Pero primero tendrán que llegar aquí.
Augustine parecía menos esperanzado.
—No es difícil aislarnos —dijo con tono seco—. Para empezar, es una prisión. Y en cuanto a los suministros… tendrán que atravesar demarcaciones estatales, inspecciones estatales. El estado puede interceptarlos y retenerlos. El gobernador intentará proteger sus votos, actuará como si fuese un ignorante y enviará nuestros suministros a la gran ciudad, a los barrios ricos, los hospitales más visibles y con más dinero y los administradores más ruidosos. Acumulándolos por si se produce una plaga.
—¿Dejándonos sin nada? No puedo creer que sean tan estúpidos —dijo DeWitt—. Tendrían una revuelta entre manos.
—¿De quiénes? ¿De los padres? —preguntó Dicken—. Se someterán y desearán que todo salga bien. El doctor Augustine se aseguró de ello hace años.
Augustine miró a través de la ventana de la torre y no mordió el cebo de Dicken.
—Lo único necesario para salir elegido en la América del siglo veintiuno es una masa de ovejas asustadas y un lobo con una buena sonrisa —dijo en voz baja—. Tenemos ovejas de sobra. Señora DeWitt, ¿podría hablar con Dicken en privado, por favor? Pero quédese cerca.
DeWitt miró a los dos, sin saber qué pensar, y se fue, cerrando la puerta.
—Es peor de lo que cualquiera de ellos pueda imaginar —dijo Augustine, en voz muy baja—. Creo que han disparado la pistola de salida.
—Lo mencionaste en el coche. ¿Qué coño significa?
—Si tenemos suerte, el presidente puede detenerlo… Pero no conozco a Ellington. Se ha mantenido a distancia desde que fue elegido. No sé lo que hará.
—¿Detener qué?
—Si la situación empeora, creo que el gobernador llamará a Washington y pedirá permiso para limpiar la escuela. Esterilizar las instalaciones. Podría pedir autorización para matar a los niños.
Dicken se envaró.
—Tienes que estar bromeando.
Augustine negó con un gesto y le miró directamente a los ojos.
—Autoprotección autónoma del estado, como establece la Decisión Directiva Presidencial 298, Libro Gris de Acción de Emergencia. Se llama protocolo de seguridad militar y biológica, parte cuarta. Se promulgó hace siete años durante una sesión secreta del comité de supervisión del Senado. Deja a criterio de las autoridades estatales sobre el terreno el uso de toda la fuerza necesaria, bajo condiciones de emergencia muy bien definidas.
—¿Por qué no se me dijo nunca?
—Porque elegiste seguir siendo un soldado. El contenido de la directiva es confidencial. En cualquier caso, me opuse por extremista, pero había muchos senadores asustados en esa sala. Les mostraron fotografías de la familia de la señora Rhine, incidentes de Shiver en México. Vieron fotografías tuyas, Christopher. El presidente firmó el decreto y todavía no ha sido revocado.
—¿Hay alguna posibilidad de que atiendan a razones?
—Entre muy poca y ninguna. Pero debemos intentarlo. La carrera ha comenzado. Tú tienes trabajo que hacer y yo también. —Levantó la voz—. ¿Señora DeWitt?
DeWitt abrió la puerta. Como le habían pedido, no se había alejado demasiado. Augustine se preguntó si habría oído algo.
—Me gustaría hablar con Toby Smith.
—¿Por qué? —preguntó DeWitt como si la idea de que Augustine volviese a ver al muchacho la repugnase.
—Vamos a necesitar la ayuda de los chicos —dijo.
—No están preparados para algo así —dijo Dicken, siguiendo a Augustine mientras bajaban los escalones de cemento. Su voz resonaba entre las duras paredes de color gris.
—Te sorprendería —dijo Augustine—. Necesitamos respuestas para mañana. ¿Es posible?
—No lo sé. —Dicken se asombró de la transformación. Tenía delante al viejo Mark Augustine, devuelto a la vida como si se tratase de un zombi político. Su piel recuperaba el color, sus ojos eran severos, y había regresado el perpetuo gesto de decisión.
—Si para entonces no tenemos respuestas podrían entrar y matarnos a todos.
Dicken, Augustine, Middleton, DeWitt, Kelson y Toby Smith se reunieron en el despacho de Trask.
Toby estaba de pie frente a Augustine sosteniendo un vaso de papel en una mano. Tras él se encontraba el doctor Kelson y los dos agentes de policía que quedaban en la escuela. Los agentes llevaban mascarillas quirúrgicas. Al médico no parecía importarle demasiado si estaba protegido o no.
—Toby, tenemos poco personal —dijo Augustine.
—Sí —dijo Toby.
—Y tenemos que cuidar de un montón de gente enferma. Todos ellos son amigos tuyos.
Toby dio un vistazo al despacho. Las ventanas cuadradas enmarcadas en metal dejaban penetrar la brillante luz del sol de la tarde y un soplo de aire cálido que olía a kilómetros de hierba verde al exterior de las instalaciones.
—¿Cuántos alumnos se encuentran lo suficientemente bien para ayudarnos a trabajar?
—Algunos —dijo Toby—. Todos estamos cansados. Bastante kubetos.
—¿Kubetos?
—Una palabra —dijo Toby, entrecerrando los ojos en dirección a Dicken, para repasar luego a los demás.
—Tienen muchas palabras —dijo DeWitt—. La mayoría son específicas de esta escuela.
—Eso creemos —añadió Kelson, y se rascó el brazo por encima de la manga, y luego miró a su alrededor para ver si alguien le había pillado haciéndolo—. Estoy bien —le dijo a Dicken—. Se me reseca la piel.
—¿Qué significa «kubeto»? —le preguntó Augustine a Toby.
—No importa —dijo Toby.
—Vale. Pero vamos a pasar mucho tiempo juntos, si no te parece mal. Me gustaría aprender esas palabras, si estás dispuesto a enseñármelas.
Toby se encogió de hombros.
—¿Puedes formar algunos equipos y aprender algunas habilidades básicas de los médicos, la señora Middleton y los profesores?
—Supongo —dijo Toby.
—Algunos ya lo hacen en el gimnasio y la enfermería —dijo Middleton—. Ayudan a mantener a los niños cómodos, a repartir el agua.
Augustine sonrió. Se había recompuesto, alisándose la camisa y los pantalones arrugados, lavándose la cara en el baño ejecutivo de Trask.
—Gracias, Yolanda. Ahora hablo con Toby, y me gustaría que él me dijese qué es qué. ¿Toby?
—No soy el mejor para este tipo de cosas. Ni siquiera el mejor de los que siguen en pie.
—¿Quién lo es?
—Cuatro o cinco de nosotros, quizá. Seis, si cuentas a Natasha.
—¿Estás febriaromando, Toby? —preguntó Middleton—. ¿Tengo que volver a ponerme el sobrecito?
—Sólo compruebo si puedo, señora Middleton —dijo Toby.
Augustine reconoció el olor a chocolate. Toby estaba nervioso.
—Me alegra que te sientas mejor, Toby, pero todos precisamos pensar con claridad.
—Lo lamento.
—Me gustaría que fueses el representante del señor Dicken, de todo el personal de la escuela y de mí, ¿vale? Y que les pidas a los chicos adecuados, los individuos adecuados, que preparen equipos para un adiestramiento posterior. La señora Middleton os ayudará a aprender, y también el doctor Kelson. Toby, ¿esos equipos pueden formar nube?
Toby sonrió, con una pupila dilatándose, y la otra reduciéndose. Las pintas doradas de ambos iris parecieron moverse.
—Probablemente —dijo Toby—. Pero creo que quiere decir que deberíamos nubar. Unirnos.
—Efectivamente. Lo lamento. ¿Puedes ayudarnos a saber quién va a mejorar y quién no?
—Sí —dijo Toby, ahora muy serio, y con los dos iris dilatados.
Augustine se volvió a Dicken.
—Creo que por ahí deberíamos empezar. No vamos a recibir ninguna ayuda del exterior, ni entregas, ni nada. Estamos aislados. En lo que se refiere a los niños, debemos concentrar nuestros esfuerzos y suministros en aquellos a los que más podemos beneficiar con lo que tenemos. Los niños están mejor equipados para decidirlo que nosotros. ¿Está claro, Toby?
Toby asintió lentamente.
—No me gusta dejar esas decisiones en manos de los niños —dijo Middleton, entrecerrando los ojos—. Son muy leales los unos con los otros.
—Si no hacemos nada, morirán más. Esta cosa recorre a los nuevos niños como un incendio. Se extiende por el aire y el contacto… aerosol.
—¿Qué implica eso para nosotros? —preguntó el doctor Kelson, mirando alternativamente a Dicken y a Augustine.
—No creo que lo pillemos de los chicos a menos que nos dediquemos a comportamientos realmente estúpidos: meternos el dedo en la nariz y cosas así —dijo Dicken mirando a Augustine. Maldito sea, nos está convirtiendo en un equipo—. Probablemente, para nosotros la forma en aerosol del virus no sea infecciosa.
—Tiene olor —ofreció Toby—. Cuando está en el aire huele como el hollín esparcido sobre la nieve. Cuando alguien va a ponerse enfermo, y quizá morir, huele a limón y a jamón. Cuando va a enfermar pero no a morir, huele a mostaza y cebollas. Algunos simplemente olemos a agua y polvo. No enfermamos. Es un buen olor seguro.
—¿A qué hueles tú, Toby?
Toby se encogió de hombros.
—No estoy enfermo.
Augustine agarró a Toby por el hombro.
—Eres nuestro hombre —dijo.
Toby devolvió una mirada inexpresiva, pero las mejillas se dispararon.
—Empecemos —dijo Augustine.
—Ha llegado al punto en que ellos deben salvarse a sí mismos —dijo DeWitt, encontrando amargura en esa lógica—. Que Dios nos ayude a todos.