Pensilvania
En la estatal el tráfico era ligero, tres o cuatro coches en los últimos quince minutos. Nadie quería que lo pillasen conduciendo. El simple hecho de estar en la carretera ya era sospechoso. George había dicho que el desvío a la cabaña era complicado, difícil de ver. Había clavado una tira de plástico rojo a un pino enorme para señalar el punto.
Mitch fue más despacio, buscando una tira de plástico rojo y una placa de madera de las que los vándalos en viajes de diversión tendían a destruir con bates de béisbol.
De pronto, el interior del jeep se llenó de una sombra. Se sintió inmerso en una noche oscura como la tinta china. La sensación pasó, pero le dio miedo; casi podía oler la oscuridad, como líquido del cárter.
—Demasiado cansado —dijo, y se preguntó si le habrían oído en el asiento de atrás. Podía sentir a las dos ahí atrás, las dos con vida, las dos en silencio. La respiración de Stella había perdido parte de su aspereza, pero Mitch sabía que la fiebre estaba alta.
Quizás él también estuviese enfermando. Sospechaba que sería más de lo que Kaye podría soportar. Por tanto, no me pondré enfermo.
Silbando en la oscuridad. En la oleosa oscuridad.