4

Maryland

La señora Rhine estaba de pie en su salón, mirando a través del grueso panel acrílico como si buscase los fantasmas de otra vida. De casi cuarenta años, era de altura media, con piernas y brazos robustos pero torso delgado, barbilla fuerte y puntiaguda. Vestía un traje amarillo brillante y una blusa blanca con un chaleco de punto que se había hecho ella misma. Lo que podían ver de su cara a través de los vendajes estaba rojo e hinchado, y el ojo izquierdo estaba cerrado debido a la hinchazón.

Tenía los brazos y piernas completamente cubiertos de vendajes autoadhesivos. El cuerpo de la señora Rhine intentaba eliminar billones de nuevos cuerpos que podía reclamar como parte de su propio ser, de su genoma; pero los virus no la hacían enfermar. La respuesta de su propio sistema inmunológico era la causa principal de su tormento.

Alguien, Dicken no podía recordar quién, había comparado una enfermedad autoinmune con que tu cuerpo lo controlasen los republicanos. Unos años en Washington habían reforzado lo adecuado de esa comparación.

—¿Christopher? —dijo la señora Rhine con voz ronca.

Las luces de la estación interior se encendieron con un clic.

—Soy yo —respondió Dicken, con una voz sibilante a causa del traje.

La señora Rhine se echó decorosamente a un lado e hizo una reverencia, agitando el vestido. Dicken vio que había colocado sus flores en un enorme jarrón azul, el mismo que habían usado la última vez.

—Son preciosas —dijo—. Rosas blancas. Mis favoritas. Todavía conservan algo de olor. ¿Estás bien?

—Lo estoy. ¿Y tú?

—El escozor es mi vida, Christopher —dijo—. Estoy leyendo Jane Eyre. Creo que, cuando vengan aquí a hacer la película, aquí en las profundidades de la Tierra, porque lo harán, ya sabes, yo interpretaré a la primera esposa del señor Rochester, pobrecita. —A pesar de la hinchazón y los vendajes, la sonrisa de la señora Rhine era deslumbrante—. ¿Crees que estaría bien en el papel?

—Eres más bien del tipo tímido e inherentemente encantador que salva al hombre duro y medio loco de su propio lado oscuro. Eres Jane.

La señora Rhine cogió una silla plegable y se sentó. Su sala de estar era muy normal, con una decoración normal —sofás, sillas, cuadros en las paredes, pero nada de alfombras—. A la señora Rhine se le permitía fabricar sus propias alfombrillas. También hacía punto y tenía un telar en otra habitación, lejos de las ventanas. Se decía que había tejido un tapiz de cuento de hadas sobre su marido y su hija, pero nunca se lo había mostrado a nadie.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —preguntó la señora Rhine.

—El que puedas soportarme —dijo Dicken.

—Como una hora —dijo Marian Freedman.

—Me dieron un té delicioso —dijo la señora Rhine, la voz perdiendo fuerza al ir mirando al suelo—. Parece hacerle bien a mi piel. Es una pena no poder compartirlo contigo.

—¿Recibiste mis DVDs? —preguntó Dicken.

—Sí. Me encantó De pronto el último verano —dijo la señora Rhine, recuperando la voz—. Katherine Hepburn hace tan bien de loca…

Freedman miró mal a Dicken.

—¿Estamos hablando de algo?

—Calla, Marian —dijo la señora Rhine—. Estoy bien.

—Sé que lo estás, Carla. Estás más cuerda que yo.

—Eso es evidentemente cierto —dijo la señora Rhine—. Pero claro, yo no tengo que preocuparme de mí, ¿no es cierto? Sinceramente, Marian ha sido muy buena conmigo. Me hubiese gustado conocerla antes. En realidad, me gustaría que me dejase arreglarle el pelo.

Freedman arqueó una ceja, inclinándose hacia la ventana para que la señora Rhine pudiese verle la cara.

—Ja, ja —dijo.

—No me tratan demasiado mal, y estoy superando todos mis perfiles psicológicos. —El rostro de la señora Rhine abandonó la expresión de sobreexcitación que adoptaba cuando se dedicaba a esos tomas y dacas—. Basta de mí. ¿Cómo le va a los niños, Christopher?

Dicken detectó un ligero tropiezo en la voz.

—Les va bien —dijo Dicken.

El tono de la señora Rhine se volvió quebradizo.

—Los que hubiesen podido ir a la escuela con mi hija si hubiese sobrevivido, ¿siguen en campos?

—En su mayoría. Algunos se ocultan.

—¿Qué hay de Kaye Lang? —preguntó la señora Rhine—. Ella y su hija me interesan especialmente. Leí sobre ellas en las revistas. La vi en el programa de Katie Janeway. ¿Sigue criando a su hija sin ayuda gubernamental?

—Por lo que sé —dijo Dicken—. No hemos mantenido el contacto. Ha pasado a la clandestinidad.

—Erais buenos amigos, lo leí en las revistas.

—Lo éramos.

—No deberías perder el contacto con tus amigos —dijo la señora Rhine.

—Estoy de acuerdo —dijo Dicken. Freedman escuchaba pacientemente. Ella comprendía a la señora Rhine con algo más que profundidad clínica, y también comprendía los dos polos femeninos de la vida ajetreada pero solitaria de Christopher Dicken: la señora Rhine y Kaye Lang, quien había sido la primera en señalar y predecir la aparición de SHEVA. Las dos le habían afectado profundamente.

—¿Alguna noticia sobre lo que todos estos virus hacen en mi interior?

—Nos queda mucho por aprender —dijo Dicken.

—Dijiste que algunos de los virus llevaban mensajes. ¿Susurran en mi interior? Mis virus de cerdo… ¿siguen llevando mensajes de cerdo?

—No lo sé, Carla.

La señora Rhine se agarró el vestido y se sentó en el sillón excesivamente relleno, para luego cepillarse el pelo con una mano.

Por favor, Christopher. Maté a mi familia. Comprender lo que sucedió es lo que necesito en la vida. Cuéntame, incluso lo insignificante, tus suposiciones, tus sueños… lo que sea.

Freedman asintió.

—Bueno o malo, le contamos todo lo que sabemos —dijo—. Es lo mínimo que merece.

Con voz entrecortada, Dicken inició un resumen esquemático de lo que se había descubierto desde su última visita. La ciencia era mejor, se habían hecho progresos. Dejó de lado los aspectos de investigación militar y se concentró en los nuevos niños.

Eran asombrosos y a su modo, asombrosamente hermosos. Y eso los convertía en un problema especial para aquellos a los que debían reemplazar.