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Ohio

Yolanda Middleton siguió a Dicken por entre los tráileres escolares hasta los edificios de la vieja granja. Se puso a su altura con facilidad y agitó un anillo lleno de llaves.

—Registramos el despacho de Trask —dijo—. Encontramos cuatro llaves maestras de todos los edificios. Hay una etiqueta de cuando esto era una prisión. Algunas de las enfermeras dicen que podrían quedar suministros ahí, pero nadie lo sabe.

—Genial. ¿Kelson vino aquí alguna vez?

—No lo creo. Éste era el laboratorio del doctor Jurie —dijo Middleton—. El doctor Pickman era su asistente. Los dos tenían autorización para investigar. Se mantenían apartados del resto de nosotros.

—¿Qué tipo de investigación? —preguntó Dicken.

Middleton negó con la cabeza.

Dicken se detuvo en el sendero de asfalto y golpeó ligeramente con el zapato el reborde del camino, pensando. Miró por encima del hombro hacia el granero reconvertido, el viejo edificio de educación empresarial, y los tres cubos de cemento neutros que había en medio. Luego se puso en marcha. Middleton le siguió.

Una puerta doble de acero marcaba un lateral del cubo más cercano. Decía PROHIBIDO EL PASO en letras blancas sobre el esmalte azul de la puerta.

—¿Qué hay ahí?

—Bien, entre otras cosas, una morgue temporal —dijo ella—. Es lo que me dijeron. No sé si llegó a usarse alguna vez.

—¿Por qué aquí?

—El doctor Jurie nos dijo que debíamos conservar los cuerpos de todos los niños que muriesen. La forense del condado se negaba a aceptarlos, aun estando obligada.

—¿Se informaba a los padres?

—Lo intentamos —dijo Middleton—. En ocasiones se mudaban sin dejar dirección de destino. Se limitaban a abandonar a sus hijos.

—¿Hay un cementerio para la escuela?

—No que yo sepa. Sinceramente, el doctor Jurie se ocupaba de todo —Middleton parecía claramente incomodada—. Asumíamos que iban a un camposanto en algún lugar fuera del pueblo. En realidad no eran tantos. Quizá dos o tres, desde la apertura de la escuela, y sólo uno desde que yo estaba aquí. Trask no permitía que las noticias de muertes llegasen muy lejos. Decía que eran un asunto privado.

Dicken frotó los dedos.

—¿Llave?

Middleton buscó la llave más reciente del anillo y la levantó para que Dicken pudiese examinarla. Tenía una etiqueta que decía I1—F, F para frontal, supuestamente; I para qué, ¿investigación? Acordaron con los ojos que se trataba de la mejor elección. Mientras ella metía la llave en la cerradura, Dicken se volvió y levantó la vista para mirar la pared de cemento, de un gris pálido bajo la luz de la mañana. Entrecerró los ojos, como había aprendido con los años, para ayudar a las lentes empañadas a enfocar las salidas de ventilación cerca de la parte superior, con algunas tuberías que sobresalían, una gruesa línea eléctrica que saltaba a un poste y luego se dirigía a la caja de conexiones cerca del viejo granero.

Middleton abrió la puerta. En el interior hacía frío suficiente para hacerle temblar.

—Al menos aquí funciona el aire acondicionado —dijo.

—Está separado de la planta principal —dijo Middleton—. Este edificio es más reciente que el resto.

Dicken inspiró profundamente. Se sentía como si estuviese embarcado en una expedición a la desesperada. Puede que hubiese medicinas en este edificio, pero lo dudaba. Lo más probable es que encontrasen suministros de laboratorio —a menos que Trask hubiese conspirado con los médicos para venderlos también—. Aun así, el laboratorio podría estar mejor equipado que la pequeña instalación médica adyacente a la enfermería. Pero no eran más que excusas.

Algo más le traía aquí, una sospecha instintiva que le había asaltado mientras caminaba entre los camastros del centro de tratamiento especial. Somos monos curiosos, pensó. Nunca dejamos pasar una oportunidad.

Encontró un interruptor de la luz junto a la puerta y lo pulsó. Luz fluorescente bañó el interior con un resplandor frío y estéril. La pared norte estaba cubierta por refrigeradores de acero inoxidable, enormes unidades de laboratorio equipadas con diminutos indicadores de temperatura de color azul. Caras, y muy diferentes a las unidades pequeñas y apiladas de la enfermería.

—¿Cuándo se fueron Jurie y Pickman? —preguntó.

—No estoy segura.

—¿Se llevaron algo?

Middleton se encogió de hombros.

—No les vi irse. No puedo estar en todas partes.

—Claro que no —dijo Dicken. Le escocía la mascarilla. Levantó la mano para rascarse la nariz, pero se lo pensó mejor.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —preguntó Middleton.

Dicken no respondió. Los refrigeradores estaban cerrados y tenían teclados numéricos. Pasó los dedos sobre uno de los teclados e hizo un gesto negativo con la cabeza.

Middleton encontró la llave que abría la puerta al otro extremo de la habitación. Conducía a un pequeño laboratorio de patología con una única mesa de autopsia, limpia y reluciente. Todas las herramientas estaban cuidadosamente dispuestas en las bandejas o los armarios en la pared del fondo. En el autoclave habían quedado algunas herramientas, pero por lo demás el laboratorio era una delicia de organización y mantenimiento.

—¿Cuándo se realizó la última autopsia? —preguntó Dicken.

—No creo que se haya llegado a hacer ninguna —dijo Middleton—. Al menos, yo no he oído nada. ¿No sería necesario obtener un permiso del condado?

—No, si negaban la responsabilidad. Quizá Mark lo sepa. —Pero empezaba a dudar que Augustine supiese nada. Le empezaba a dar la impresión de que los lobos políticos de Washington habían incapacitado finalmente, aunque quizá castrado sería mejor término, a su viejo jefe del CCE, al director putativo de Acción de Emergencia.

Al final de un corto pasillo a la derecha, se encontraron con una mena madre inesperada: un laboratorio de biología molecular y genética totalmente equipado, cincuenta y cinco metros cuadrados de espacio situados bajo un techo alto, repleto de equipo. Clasificadores centrífugos de tejidos ofrecían un flujo de muestras a analizadores empotrados —secuenciadores matriciales y de sonda variable especializados en polinucleótidos, ARN y ADN; identificadores de proteínas capaces de distinguir grupos completos de proteínas; unidades de glicoma y lipidoma para aislar e identificar azúcares, grasas y compuestos relacionados—. Había más sistemas empotrados al final de grandes mesas metálicas de laboratorio.

Los clasificadores y analizadores estaban conectados por medio de pistas de muestras automáticas de acero y plástico blanco, que corrían como un trenecito por entre analizadores de difracción molecular, inoculadores/incubadores, y una variedad de microscopios de vídeo —incluyendo dos contadores de fuerza de carbono último modelo. Todo magníficamente automatizado. Un laboratorio para una persona o dos como mucho.

Todo lo que había sobre las mesas y a su alrededor estaba conectado a un Ideador Genómico, cuadrado y de un rojo brillante, un ordenador capaz de producir imágenes en 3D e identificar y describir genes y proteínas en tiempo real.

Aquí había algo más que una abundancia de equipos: lo que Dicken veía mientras se paseaba por la sala era un exceso indecente para una instalación médica típica de una escuela. Había visitado laboratorios de importantes compañías de biotecnología que no podrían competir con éste.

—Guau —dijo Dicken asombrado—. Es la puta Delta Queen.

Middleton arqueó una ceja.

—¿Perdone?

—Nada —caminó entre las mesas, para detenerse, alargar la mano enguantada y acariciar el Ideador. Tenía su barco fluvial. Tenía todo lo que precisaba para seguir el virus remontando el río de la enfermedad hasta las lejanas y congeladas regiones del norte. Hasta su forma dormida y glacial.

Si nadie más estaba dispuesto, estaba seguro de poderlo hacer por sí solo, aquí mismo, y que se joda el mundo exterior irracional. Con la ayuda de algunos manuales. Algunos de estos aparatos sólo los había visto en catálogos.

Dicken se inclinó para mirar las chapas de identificación, los números, las etiquetas de envío.

—¿Quién pagó por todo esto?

Middleton volvió a negar. Ella estaba tan anonadada como él, pero probablemente no apreciase por completo la magnitud del descubrimiento.

Encontró lo que buscaba en la parte posterior de los contadores de fuerza de carbono. Una chapa metálica decía: PROPIEDAD DE AMERICOL, INC., EE.UU. EQUIPO EN PRÉSTAMO CORPORATIVO CON REGISTRO FEDERAL.

—Marge Cross —dijo—. La gran Marge.

—¿Qué?

Dicken murmuró una explicación rápida. Marge Cross era la CEO y accionista mayoritaria de Americol y Eurocol, dos de los fabricantes farmacéuticos y de equipo médico más grandes del mundo. No comentó que durante un tiempo Kaye Lang había sido empleada de Marge Cross.

Dicken dijo:

—A ver si encontramos una forma de abrir esos refrigeradores. Y eso. —Señaló una puerta de acero inoxidable sin identificación, en realidad más bien una escotilla, en el fondo del laboratorio.

Middleton se estremeció.

—No estoy segura de querer —dijo.

Dicken frunció el ceño.

—Estamos cansados, ¿no?

Escarmentada, le entregó las llaves.

—Buscaré los códigos —dijo.