Pensilvania
Mitch miró el receptor digital del jeep de los Mackenzie. Kaye se inclinó entre los asientos y le tocó el brazo.
—¿Es lo que creo que es?
—Parece que sí —dijo Mitch—. Webcasts. Pilla todo lo emitido en la última hora.
—Llevamos demasiado tiempo casados —dijo Kaye—. Ya ni me preguntas a qué me refiero.
—¿Eso crees? —dijo Mitch, exactamente con el tono y la misma locución de Kaye.
Stella estaba tranquilamente tendida junto a Kaye en el asiento trasero. Había sufrido una convulsión más, pero no le había vuelto a subir la fiebre. Descansaba bajo una delgada manta infantil, con la cabeza en el regazo de Kaye.
Había dormido menos de una hora antes de abandonar la casa de los Mackenzie. Kaye había sufrido una pesadilla en la que alguien muy importante para ella, alguien como su padre o Mitch, le decía que era una madre terrible, un asco de ser humano, y alguna institución misteriosa le retiraba todo el apoyo, lo que quería decir soporte vital; había creído que se le acababa el oxígeno y no podía respirar. Había luchado por despertarse y después el sueño ya fue imposible.
Tras ellos, el sol sobresalía por el horizonte.
—Conéctalo —dijo Kaye.
Mitch activó el receptor. La pantalla del salpicadero mostró un mapa con un punto rojo, su posición, y la radio sintonizó automáticamente una estación de Filadelfia, que ofrecía información sobre el mercado financiero para la mañana.
—¿Él…?
—George desactivó hace ya bastantes años el TheftWave —dijo Mitch—. Lo comprobé. Está desactivado. Seguimos el GPS, no emitimos.
—Bien. —Kaye se acercó más lanzando un gruñido, moviendo la cabeza de Stella, y cogió un teclado remoto.
—Guay —dijo.
Mitch la miró por el retrovisor. Parecía cansada, y tenía los ojos demasiado brillantes. Sólo podía ver parte de la forma que respiraba tranquilamente, cubierta con una manta a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Genial —examinó el teclado, luego experimentó con algunos botones—. Me parece EMPB.
—Eso no es una estación de radio —dijo Mitch.
—Enfermedad de mano, pie y boca. Normalmente es una infección vírica sin importancia en niños y bebés. Estoy seguro de que Stella ya había tenido contacto con ella antes. Algo ha cambiado. En cualquier caso, necesitamos tener una reserva de medicinas y fluidos.
—¿Farmacia?
Kaye negó.
—Estoy seguro de que ya la han convertido en enfermedad de comunicación obligatoria. Todas las farmacias del país habrán recibido el aviso, y los hospitales se niegan a aceptar los casos… Oigamos lo que el mundo tiene que decir. —Los sitios de banda ancha estaban repletos de música digital, anuncios digitales, Rush Limbaugh tronando y zumbando en Florida, Dick Richelieu sobre cómo hacerse una casa nueva, sermones evangélicos, y BBC World News directamente desde Londres. Pillaron la noticia a medias. Kaye se manejó con el teclado y retrocedió varios minutos hasta el comienzo.
«Las condiciones en Asia y Estados Unidos se han deteriorado rápidamente hasta convertirse en lo que sólo puede describirse como pánico. La posibilidad de que los llamados niños del virus produzcan un patógeno desconocido capaz de provocar una pandemia ha obsesionado a los gobiernos del mundo durante una década, ciertamente desde el extraño e inquietante caso de la señora Rhine hace siete años. Y sin embargo los niños han permanecido sanos, y en sus escuelas, campos y con sus familias perseguidas. Ahora, esta enfermedad nueva y hasta ahora inexplicada, sin diagnóstico oficial, está provocando amplias alteraciones en Norteamérica, Japón y Hong Kong. Los aeropuertos internacionales y también algunos locales bloquean los vuelos de las zonas afectadas. En las últimas cuarenta y ocho horas, los hospitales públicos y privados han cerrado sus puertas a esta nueva enfermedad por temor a convertirse en parte de una propuesta de cuarentena general. Otros hospitales en el Reino Unido, Francia e Italia han anunciado que, en caso de que la enfermedad llegue a sus países, lo que algunos consideran inevitable, sólo aceptarán a los niños SHEVA y a sus familiares en pabellones aislados».
—Si ves una consulta de veterinario, para —le dijo Kaye.
—Vale —dijo Mitch.
«La enfermedad no ha llegado todavía a África, que tiene la población más reducida de niños SHEVA, algunos dicen que por la extensión de la infección por sida. En Washington, Acción de Emergencia niega que haya comenzado a tomar medidas basándose en una directiva presidencial secreta, una orden confidencial que se remonta a los primeros años de la plaga de Herodes. En algunos sitios web muy consultados se invoca el espectro del bioterrorismo con alarmante frecuencia».
Kaye apagó la radio y colocó las manos sobre el regazo. Atravesaban un pequeño pueblo en medio de campos y praderas de hierba.
—Hay una clínica de animales —dijo Kaye, indicando un centro comercial a la derecha.
Mitch abandonó la carretera y entró en el aparcamiento y aparcó junto a un edificio de estuco azul y gris. Kaye cubrió las ventanillas con los protectores para el sol del jeep, aunque el sol todavía seguía muy bajo en el este y el aire era frío.
—Ponte en la parte de atrás con ella —dijo y bajaron los dos. Mitch intentó darle a Kaye un rápido abrazo de ánimos. Ella se libró de sus brazos como si fuese un gato, adoptó una expresión de disgusto y corrió por el asfalto.
Mitch miró por encima del hombro para comprobar si les vigilaban, luego entró en el asiento trasero, levantó la cabeza de su hija y la colocó sobre su regazo. Stella respiraba en ráfagas cortas. Tenía el rostro cubierto por pequeñas manchas rojas. Dobló las rodillas y flexionó los dedos.
—Mitch, me duele la cabeza —susurró—. Me duele el cuello. Díselo a Kaye.
—Mamá volverá en unos minutos —dijo Mitch, sintiendo una inutilidad ansiosa. Bien podría ser un fantasma observando desde el reino de los muertos.
Kaye miró por las persianas de la puerta de vidrio y vio luz en el interior y figuras que se movían al fondo. Golpeó la puerta hasta que una joven vestida con un uniforme médico de color azul se acercó con expresión perpleja y abrió ligeramente la puerta.
—Estamos empezando —dijo la mujer—. ¿Se trata de una emergencia? —Tendría unos veinticinco años, rolliza pero no corpulenta, con brazos fuertes, pelo rubio descolorido y agradables ojos castaños.
—Lamento molestar, pero tenemos problemas con el gato —dijo Kaye, y sonrió con su expresión más congraciadora y preocupada. La mujer abrió la puerta y Kaye entró en el pequeño vestíbulo de la clínica. Se giró nerviosa y miró al mostrador de ingreso, los estantes de alimentos especiales para animales y otros productos. La mujer se situó tras el mostrador, se animó y sonrió.
—Bien, bienvenida. ¿Qué podemos hacer por usted? —La tarjeta que llevaba prendida mostraba un cachorrito sonriente y el nombre Betsy.
Las mujeres bondadosas y buenas de esta Tierra, pensó Kaye. Casi nunca son hermosas, son las más hermosas de todas. No supo de dónde había salido esa idea y la hizo a un lado, pero primero empleó la emoción para añadir una chispa de compasión a su sonrisa.
—Estamos de viaje —dijo Kaye—. Nos llevamos a Shamus con nosotros, pobrecito. Es nuestro gato.
—¿Qué le pasa? —preguntó Betsy con sincera preocupación.
—Ya es muy mayor —dijo Kaye—. La fallan los riñones. Creí haber traído sus medicinas, pero… se quedaron en Brattleboro.
—¿Tienen la prescripción del doctor? ¿Un número de teléfono, alguien con quien podamos hablar?
—Shamus hace meses que no va al médico. Nos mudamos hace poco. Lo hemos estado cuidando por nuestra cuenta. Ya hemos estado en una clínica veterinaria, carretera arriba… Se pusieron como locos. Es muy temprano y hemos estado despiertos toda la noche. Nos rechazaron de plano. —Extendió las manos—. Esperaba que ustedes pudiesen ayudarnos.
En los ojos de Betsy se produjo un ligero destello de desconfianza.
—No podemos suministrar narcóticos o calmantes —le advirtió.
—Nada de eso —dijo Kaye, con el corazón desbocado. Sonrió y tomó aliento—. Oh, perdóneme, el pobrecito me preocupa tanto… Necesitaremos solución de Ringer, cuatro o cinco litros, si lo tienen, con cierre de mariposa, y muchos tubos y agujas… agujas de veinticinco.
—Son un poco delgadas para un gato. Se necesitará una eternidad para llenarlas.
—Es macho —dijo Kaye—. Es todo lo que soporta.
—Vale —dijo Betsy dubitativa.
—Metilprednisolona —dijo Kaye—. Para tranquilizarle mientras viajamos.
—Tenemos Depo—Medrol.
—Eso vale. ¿Tienen vidarabina?
—No para gatos —dijo la joven, frunciendo el ceño—. Tendré que consultarlo con el doctor.
—Está en la cabaña… nuestro gato. Lo pasa fatal, y todo por mi culpa. Debería haberme dado cuenta.
—Usted ya lo ha tratado antes… ¿no?
—Soy una experta —dijo Kaye, y adoptó una sonrisa de valor y lágrimas.
La mujer entró la lista en un monitor plano.
—No estoy segura de saber siquiera qué es vidarabina.
Kaye buscó en su memoria, intentando recordar las largas horas que había pasado buscando por PediaServe, MediSHEVA y otros cientos de sitios y bases de datos, hacía años, preparándose para alguna enfermedad desconocida.
—Hay uno nuevo que usamos a veces. Se llama picornavena, enterovena, ¿algo así?
—Tenemos picornavena equina. Seguro que no es eso lo que busca.
—Suena familiar.
—Viene en dosis muy grandes.
—Vale. ¿Famiciclovir?
—No —dijo Betsy, ahora muy recelosa—. Puede que lo tengan en una farmacia. ¿Qué tipo de vida ha llevado su gato?
—Era salvaje —dijo Kaye.
—Si está tan enfermo…
—Significa mucho para nosotros.
—Debería esperar al veterinario. Volverá en una hora.
—No estoy segura de tener tanto tiempo —dijo Kaye, mirando la hora con una expresión de desesperación que no le hizo falta fingir.
—¿Está segura de haber hecho todo esto antes, de saber cómo va?
—Lo hemos mantenido vivo durante años. Lo he tenido durante dieciocho años. Es un gato valiente. No sabría qué hacer sin él.
La ayudante agitó la cabeza, dubitativa pero comprensiva.
—Podría meterme en líos.
Kaye no sintió ninguna culpa. Si hubiese tenido una pistola, la hubiese empleado ahora mismo para obtener todo lo que necesitaba.
—No me gustaría —dijo, mirando directamente a la mujer.
La ayudante meneó la cabeza.
—Qué coño —dijo—. Los viejos gatos. Son un incordio, ¿no?
—Ya se sabe —dijo Kaye.
—Y no es como si estuviésemos en una gran ciudad. Cinco litros de solución de Ringer, doscientos mililitros de picornavena equina… es lo más pequeño que tenemos… y el Depo—Medrol… —Betsy recogió la lista impresa—. ¿Crédito o débito?
—Efectivo —dijo Kaye.