Ohio
La enfermería se encontraba junto a la esquina sudoeste del barracón de equipo: dos bloques conectados por un pasillo cortado con ventanas con barras. Las brillantes luces de seguridad trazaban trapezoides angulares de sombras sobre el suelo de cemento del patio entre edificios, oscureciendo a un muchacho solitario. Alto y fornido, de unos diez años, descansaba o se apoyaba contra la puerta del ala de investigación, con los brazos cruzados.
—¿Quién eres? —gritó Middleton.
—Toby Smith, señora —dijo el muchacho, enderezándose. Se agitó y les miró con ojos cansados e inexpresivos.
—¿Estás enfermo, Toby?
—Estoy bien, señora.
—¿Dónde está el médico? —Middleton guio el carrito hasta situarlo a tres metros del muchacho. Dicken vio las mejillas pálidas del chico, casi por completo vacías de pecas.
El chico se volvió y señaló el ala de investigación.
—El doctor Kelson está en el gimnasio. Mi hermana ha muerto —dijo.
—Lamento oírlo, Toby —dijo Dicken, bajándose del asiento del carrito de golf—. Lo lamento mucho. Mi hermana murió hace un tiempo.
Dicken se le aproximó. Los ojos del chico estaban legañosos y hundidos.
—¿De qué ha muerto su hermana? —preguntó Toby, entrecerrando los ojos al mirar a Dicken.
—Una enfermedad que pilló por una picadura de mosquito. Se llama Virus del Nilo Oeste. ¿Puedo examinarte los dedos, Toby?
—No. —El chico ocultó las manos en la espalda—. No quiero que me dispare.
—No digas tonterías, Toby —dijo Middleton—. Yo no les permitiría disparar a nadie.
—¿Puedo verlos, Toby? —insistió Dicken. Se quitó las gafas. Algo en el tono, alguna simpatía, o quizá su olor, si Toby podía olerle, hizo que el chico mirase a Dicken con ojos entrecerrados y le presentase las manos. Con delicadeza Dicken giró la mano del muchacho y examinó la palma y la piel entre los dedos. No había lesiones. Toby retorció el rostro y agitó los dedos.
—Eres un joven muy fuerte, Toby —dijo Dicken.
—He estado ayudando en la enfermería, y ahora estaba descansando —dijo Toby—. Debería volver.
—Los chicos son tan nobles —dijo DeWitt—. Se relacionan de forma tan estrecha, como una familia, entre ellos… Dígaselo al mundo exterior.
—No quieren oírlo —dijo Dicken apenado.
—Tienen miedo —dijo Augustine.
—¿De mí? —preguntó Toby.
El pequeño walkie—talkie del carrito gimió. Middleton se alejó para responder. Apretó los labios mientras escuchaba. Luego se volvió hacia Augustine.
—Seguridad vio salir el coche del director por la entrada sur hace diez minutos. Iba solo. Creen que ha huido.
Augustine cerró los ojos y agitó la cabeza.
—Alguien le alertó. Probablemente el gobernador haya ordenado una cuarentena completa. Por ahora estamos solos.
—Entonces tenemos que actuar rápido —dijo Dicken—. Necesito muestras del personal que quede, y de todos los niños que sea posible. Debo descubrir de dónde salió este virus. Quizá podamos mandar un mensaje y detener esta locura. ¿Los niños de tratamiento especial han tenido contacto con los niños del exterior?
—Ninguno que yo sepa —dijo Middleton—. Pero no soy la responsable de ese edificio. Ése era el dominio de Aram Jurie. Él y Pickman formaban parte del círculo interno de Trask.
—Pickman y Jurie decían que a los especiales había que mantenerlos separados —añadió DeWitt—. Algo sobre que las enfermedades mentales eran aditivas en los niños SHEVA. Creo que estaban interesados en los efectos de la locura y el estrés.
Disparadores víricos, pensó Dicken. Se debatía entre el asco y la euforia. Puede que después de todo encontrase las claves que precisaba.
—¿Ahora quién está ahí?
—Creo que quedan seis enfermeras —Middleton apartó la vista, conteniendo las lágrimas.
—Necesitaré muestras de esas seis enfermeras en particular. Muestras de nariz, recortes de uñas, esputo y sangre. Creo que deberíamos hacerlo ahora.
—Christopher es el jefe —dijo Augustine—. Hagan lo que pida.
—Puedo llevarle —dijo DeWitt. Apretó el brazo de Middleton como muestra de apoyo—. Yolanda quiere volver con los niños. La necesitan. Yo ahora no valgo para mucho.
—Vamos —dijo Dicken. Se dirigió hacia Toby—. Gracias, Toby. Has sido de mucha ayuda.