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Ohio

La enfermería se encontraba en el primer piso del centro médico, una sala abierta de unos 12 metros de lado destinada, como mucho, a sesenta o setenta pacientes. Las cortinas separadoras se encontraban corridas contra las paredes y al menos había doscientos camastros, colchones y cojines.

—Llenamos este espacio en las primeras seis horas —dijo Kelson.

El olor era terrible —orina, vómitos, el miasma agresivo de la enfermedad humana, todos familiares para Dicken, pero había algo más: un regusto intenso y ajeno, simultáneamente inquietante y lastimoso—. Los niños habían perdido el control de sus olores. La sala estaba llena de feromonas intraducibles, vomeroferinas, el arsenal y el vocabulario de un tipo de comunicación humana que, si no era nueva, era al menos más evidente.

Incluso la orina olía diferente.

Trask se sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la nariz y la boca ya cubiertas. El agente del servicio secreto tomó posición en la esquina e hizo lo mismo, visiblemente alterado.

Dicken se acercó a un jergón de la esquina. Había un niño tendido de lado, con el pecho apenas moviéndose. Tenía siete u ocho años, de la segunda y última oleada de niños SHEVA. Una niña de la misma edad o un poco mayor estaba acurrucada junto al jergón. Sostenía los dedos del muchacho alrededor de un diminuto reproductor digital de música, para evitar que lo dejase caer. Los auriculares colgaban de un lado de la cama. Los dos tenían pelo castaño, eran pequeños, de piel marrón y miembros delgados y fláccidos.

Al acercarse Dicken la niña levantó la vista para mirarle. Dicken le sonrió. La niña puso los ojos en blanco y sacó la punta de la lengua por entre los labios, luego dejó caer la cabeza en el jergón junto al brazo del muchacho.

—Vínculo de amistad —dijo DeWitt—. Tiene su propio camastro, pero no se queda en él.

—Entonces junten los camastros —sugirió Augustine con una breve mirada de disgusto o agitación.

—No se aparta a más de unos centímetros de él —dijo DeWitt—. Probablemente la salud de uno dependa de la del otro.

—Explíquese —dijo Dicken en voz baja.

—Cuando llegan aquí, los niños forman equipo de fridin. Dos o tres se reúnen y establecen un espectro de olores por defecto. Los equipos se organizan en grupos mayores. Apoyo y protección, quizá, pero en general creo que se trata de definir un nuevo lenguaje. —DeWitt agitó la cabeza, cubrió la boca enmascarada con la palma de una mano y controló el codo—. Estaba aprendiendo tanto…

Dicken agarró la barbilla del muchacho y la viró con suavidad: la cabeza giró sobre un cuello flacucho. El muchacho abrió los ojos y Dicken observó la mirada vacía y le acarició la frente, para luego pasar el dedo enguantado por la mejilla del niño. La piel siguió pálida.

—Daños capilares —murmuró.

—El virus ataca los tejidos endoteliales —dijo Kelson—. Tienen lesiones rojas entre los dedos de pies y manos, algunas vesiculares. Casi parece tropical.

El muchacho cerró los ojos. La niña levantó la vista.

—No soy su perfu —dijo, con una voz que sonaba como un agudo susurro de viento—. La pasada noche perdió a su perfu. Creo que no quiere vivir.

DeWitt se arrodilló junto a la niña.

—Deberías volver a tu cama. También estás enferma.

—No puedo —respondió, y volvió a reposar la cabeza.

Dicken se puso en pie e intentó desesperadamente aclararse la cabeza.

El director chasqueó la lengua en gesto de piedad.

—Confusión total —dijo Trask, con la voz apagada debido al pañuelo. Le sonó el teléfono que tenía en el bolsillo. Se disculpó, bajó la mascarilla y se volvió para responder. Después de algunas respuestas apagadas, cerró el teléfono—. Muy buenas noticias. En cualquier momento espero un camión lleno de suministros del Dayton, y quiero estar presente. Doctor Kelson, señora Middleton…, dejo a estas personas con ustedes. Doctor Augustine, ¿desea trabajar desde mi despacho o prefiere quedarse aquí? Imagino que tiene muchos deberes administrativos…

—Me quedaré aquí —dijo Augustine.

—Como desee —dijo Trask. Con algo de asombro, vieron cómo el director lanzaba un saludo indiferente, casi desdeñoso, y atravesaba las filas de camastros para llegar a la puerta.

Kelson puso los ojos en blanco.

—Ya era hora de que se fuese —murmuró.

—Los niños están perdiendo toda cohesión social —dijo DeWitt—. Hace meses que le digo a Trask que necesitamos más observadores preparados, antropólogos profesionales. ¿Comprende lo que para ellos significa perder a los amigos de vínculo, que a veces llaman perfus?

—Diana es su ángel —dijo Kelson—. Sabe lo que piensan. En las próximas horas eso puede ser tan importante como las medicinas. —Agitó la cabeza, con los carrillos agitándose bajo la barbilla—. Son todos inocentes. No merecen esto. Ni nosotros nos merecemos a Trask. Ese hijo de puta nombrado por el estado está ganando algo, estoy seguro. De alguna parte obtiene beneficios. —Después de decirlo, Kelson miró al techo—. Perdónenme. Es la puta verdad. Tengo que volver. El centro médico está a su disposición, doctor Dicken, por lo que pueda valer. —Se volvió y recorrió la fila de camastros, para desaparecer a través de la puerta al otro extremo de la enfermería.

—Es un buen hombre —dijo Middleton. Empleó una llave para abrir la puerta trasera que daba al recinto principal, que llevaba a la zona de carga de la enfermería. Arqueó una ceja en dirección a Dicken—. Por aquí las cosas solían ser cómodas, cama y comida, trabajo fácil, la mejor escuela del mundo, con niños tan fáciles de tratar, decíamos. Luego se pusieron en pie y salieron corriendo, los muy cabrones.

Middleton los llevó por una rampa de carga para subirse a un carrito de golf aparcado en la zona de recepción. DeWitt se sentó a su lado.

—Súbase, caballero.

—¿Alguna suposición? —le preguntó Augustine a Dicken en un murmullo mientras se subían al asiento de en medio. El agente del servicio secreto, que para Dicken era ahora casi invisible, estaba sentado en el asiento de atrás y murmuraba al micrófono de la solapa.

Dicken se encogió de hombros.

—Algo común… coxsackie o enterovirus, algún tipo de herpes. Ya tenían problemas con el herpes, prenatal. Tengo que estudiar más.

—Si hubiese estado sobre aviso habría podido traer un NuTest —dijo Augustine.

—No serviría de mucho —dijo Dicken. Algo nuevo y desconocido había atacado a los niños. Si un virus nuevo anegaba la primera línea de defensa de una persona, el sistema inmune innato, y se extendía a otros con la suficiente rapidez, en un lugar cerrado, entre una población confinada, podía derrotar a las respuestas inmunes más refinadas y provocar un gran número de víctimas en unos días. Dudaba que la inmunidad de contacto pudiese tener influencia en este estallido. Otro de los pequeños fracasos de la Madre Naturaleza. O no. Todavía tenía mucho que olvidar con respecto a virus y enfermedades, un montón de suposiciones que reexaminar.

Dicken tenía que cartografiar el mapa de esta enfermedad antes de aventurar una respuesta, remontarse del afluente en que se encontrasen ahora hasta la fuente. Quería conocer el virus cuando dormía, lo que él llamaba el virus glacial —descubrir dónde se ocultaba en forma de nieve congelada en los altos valles de la población humana y animal, antes de fundirse y convertirse en el torrente que veían ahora.

Si encontraba algo cercano a esa fuente ideal, ese comienzo, las piezas podrían ir encajando. Podría comprender.

O no.

Lo que precisaban saber como cuestión práctica era si este torrente podía saltar sus límites y encontrar otra cuenca. Tomar muestras al personal comenzaría a responder a esa pregunta. Pero ya tenía la corazonada de que esta enfermedad, atacando a una población nueva y jugosa, no pasaría con facilidad a humanos del viejo estilo.

Demostrarlo, en cualquier mundo cuerdo, detendría la pesadilla política que se estaba fraguando en el exterior.

Pasaron junto a un cajón lleno de bolsas para cuerpos colocado al final de la zona de carga.

—No hay necesidad de guardarlas —dijo Middleton—. En un par de horas estarán llenas.