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Pensilvania

Mitch atendía a Stella bajo la débil luz del dormitorio. La niña no podía mantenerse quieta. Tenía que emplear todas las palabras amables y todos los tonos de voz que podía conjurar; ninguno de ellos parecía llegar hasta ella.

George Mackenzie observaba desde la puerta. Tenía cuarenta y pocos años y era más que regordete. Poseía un rostro joven con ojos inquisitivos, una frente cubierta por una mata de pelo prematuramente gris y los labios exhibían unos ligeros toques de bigote.

—Necesito un termómetro para el oído o el recto —dijo Mitch—. Podría tener una convulsión y morder el oral. Tendremos que agarrarla.

—Lo conseguiré —dijo George, y desapareció durante un momento, dejando a Mitch a solas con la niña temblorosa. Tenía la frente tan seca como un ladrillo caliente.

—Estoy aquí —susurró Mitch. Retiró por completo la colcha. Había desvestido a Stella y las piernas desnudas parecían esqueléticas sobre las sábanas color rosa. Estaba tan enferma… No podía creer que su hija estuviese tan enferma.

George regresó sosteniendo una funda de plástico azul en una mano y un termómetro en la otra, seguido por las mujeres. Kaye cargaba una palangana de agua llena de cubos de hielo e Iris sostenía una manopla y una botella de alcohol de frotar.

—Nunca compramos termómetros para los oídos —dijo George disculpándose—. Nunca nos parecieron necesarios.

—Ahora ya no tengo miedo —dijo Iris—. George, tenía miedo de tocar a la niña. Estoy tan avergonzada…

Retuvieron a Stella y le tomaron la temperatura. Era de 42 grados. Su temperatura normal era de 36. Frenéticamente la lavaron con la esponja, trabajando en turnos, y luego la llevaron al baño, donde Kaye llenó la bañera con agua y hielo. Estaba tan caliente… Mitch observó que tenía llagas sangrantes en la boca.

La pena le observó, tenebrosa y ansiosa.

Kaye ayudó a Mitch a llevar a Stella de vuelta a la cama. No se molestaron en secarla. Mitch agarró a Kaye con cuidado y le acarició la espalda. George fue abajo para calentar la sopa.

—Serviré un poco de caldo de pollo para la niña —dijo George.

—No lo tomará —dijo Kaye.

—Entonces algo de sopa para nosotros.

Kaye asintió.

Mitch contempló a su mujer. Kaye estaba casi ausente, estaba tan cansada y tenía el rostro tan demacrado… Se preguntó cuándo terminaría la pesadilla. Cuando tu hija se haya ido y no antes.

Lo que, por supuesto, no era una respuesta.

Comieron en la habitación a oscuras, sorbiendo caldo caliente de las tazas.

—¿Dónde está el médico? —preguntó Kaye.

—Tiene a dos por delante de nosotros —dijo George—. Tenemos suerte de tenerle. Es el único de la ciudad dispuesto a tratar a nuevos niños.