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Ohio

El director recibió al coche oficial en la tangente donde el amplio camino circular se encontraba con los escalones que llevaban hasta la galería del edificio de administración. Vestía un traje marrón y medía como metro ochenta de alto, con un pelo color trigo que empezaba a escasear en la coronilla, una nariz bulbosa, y mejillas casi inexistentes. Dos mujeres, una alta y la otra bajita, vestidas con uniformes médicos de color verde, se encontraban en lo alto de los escalones. Sus rasgos quedaban oscurecidos por la sombra de una pared lateral que bloqueaba el sol de la tarde.

Augustine abrió la puerta y salió sin esperar al chófer. El director se secó la mano en la pernera del pantalón y se la ofreció.

—Doctor Augustine, es un honor.

Augustine respondió con un apretón rápido. Dicken empujó su pierna, agarró la manilla de la puerta y salió del coche.

—Christopher Dicken, éste es Geoffrey Trask —le presentó Augustine.

Tras ellos, los dos coches del servicio secreto formaron una V, bloqueando el camino. Salieron dos hombres que se situaron junto a las portezuelas abiertas del coche.

Trask se secó la frente con un pañuelo.

—Ciertamente nos alegramos de tenerles aquí a los dos —dijo. A las seis y treinta de la tarde, el calor retrocedía lentamente de sus máximas de treinta grados.

Trask inclinó la cabeza a un lado y las dos mujeres descendieron los escalones.

—Ésta es Yolanda Middleton, enfermera jefe y paramédica del centro de cuidado pediátrico.

Middleton tenía casi cincuenta años, de estructura grande, con los clásicos rasgos congoleños, pelo rebelde muy corto, ojos inmensos y tristes, y expresión de bulldog. El uniforme estaba arrugado y manchado. Asintió en dirección a Dicken y luego examinó a Augustine con suspicacia evidente.

—Y ésta es Diana DeWitt —siguió diciendo Trask. DeWitt era pequeña, de rostro regordete y estrechos ojos grises. Los pantalones verdes le colgaban sobre los tobillos y se había enrollado las mangas—. Consejera escolar.

—Antropóloga consultora, en realidad —dijo DeWitt—. Viajo y visito las escuelas. Llegué aquí hace tres días. —Sonrió con tristeza, pero sin signos de que se sintiese agobiada—. Doctor Augustine, nos encontramos en una ocasión. Sería un placer, doctor Dicken, en otras circunstancias.

—Deberíamos volver —dijo Middleton de pronto—. Tenemos muy poco personal.

—Estas personas son esenciales, señora Middleton —le reprendió Trask.

Middleton estalló.

—Jesús en persona podría venir a visitarnos, señor Trask, y le haría arrimar el hombro. Ya conoce la gravedad de la situación.

Trask adoptó su fruncimiento más monárquico —muy mala interpretación— y Dicken avanzó para cortar la tensión.

—Nosotros no —dijo—. ¿Cómo es de grave?

—No deberíamos hablar aquí. —Trask miró nervioso a la pequeña multitud de manifestantes al otro lado de la verja, a más de doscientos metros de distancia—. Tienen esas orejas enormes, ya sabes, ¿platos de escucha? Yolanda, Diana, ¿podrían acompañarnos? Hablaremos dentro. —Fue el primero en atravesar las columnas falsas.

Un agente se les unió, siguiéndoles a una distancia discreta.

Todos los edificios antiguos tenían un discordante tono ocre. La arquitectura clamaba prisión, incluso con las placas de bronce de la pared y el cartel sobre la entrada principal que insistía en que se trataba de una escuela.

—Por órdenes del gobierno, estamos en apagón para la prensa —dijo Trask—. Evidentemente, en la escuela no permitimos teléfonos móviles o dispositivos de banda ancha, y por ahora he desconectado la centralita principal. Creo en un método disciplinado para propagar nuestro mensaje. No queremos que parezca peor de lo que es. Ahora mismo, la prioridad principal es obtener suministros médicos. El doctor Kelson, nuestro médico jefe, se ocupa de ese asunto.

En el interior del edificio, los pasillos eran más frescos, aunque no había aire acondicionado.

—La planta está fuera de servicio, mis disculpas —dijo Trask, mirando a Augustine—. No hemos conseguido que venga personal de reparación. Doctor Dicken, es un honor. Realmente lo es. Si hay algo que pueda explicar…

—¿Cómo es de grave? —dijo Augustine.

—Fatal —dijo Trask—. A punto de pasar al descontrol total.

—Estamos perdiendo nuestros niños —dijo Middleton, con una voz que se rompía—. ¿Cuántos hoy, Diana?

—Cincuenta en el último par de horas. Ciento noventa en total. Y sesenta la noche anterior.

—¿Enfermos? —preguntó Augustine.

—Muertos —dijo Middleton.

—No hemos tenido tiempo para realizar un recuento formal —dijo Trask—. Pero es serio.

—Tengo que visitar un ala de enfermos tan pronto como sea posible —dijo Dicken.

—Toda la escuela es un ala de enfermos —dijo Middleton.

—Es una tragedia —dijo DeWitt—. Están perdiendo su cohesión social. Dependen tanto los unos de los otros…, y nadie les enseñó a actuar en caso de desastre. Simultáneamente han estado protegidos y desatendidos.

—Creo que ahora mismo su salud física es la preocupación principal —dijo Trask.

—Asumo que hay algún centro médico —dijo Dicken—. Me gustaría analizar muestras de los niños enfermos tan pronto como sea posible.

—Ya lo he dispuesto —dijo Trask—. Trabajará con el doctor Kelson.

—¿El personal ha entregado muestras?

—Tomamos muestras de los niños enfermos —dijo Trask, con una sonrisa amable.

—¿Pero no del personal? —Dicken parpadeó impaciente mientras miraba a Trask.

—No. —Las orejas del director enrojecieron—. Nadie creyó que fuese preciso. Hemos estado recibiendo rumores de una cuarentena total, un cierre total, de todos, sin excepciones. La mayoría de nosotros tenemos familias… —Le dejó extraer sus propias conclusiones de por qué no deseaba que examinasen al personal—. Es una decisión difícil.

—¿Enviaron muestras al departamento de salud de Ohio y al CCE?

—Aguardan para partir ahora mismo —dijo Trask.

—Deberían haberlas enviado tan pronto como enfermó el primer niño —dijo Dicken.

—La confusión era total —le explicó Trask, y sonrió. Dicken comprendía que Trask era el tipo de hombre que ocultaba la duda y la ignorancia tras una máscara de amabilidad. «Aquí no pasa nada malo, amigos. Todo está bajo control». Como si expresase confianza, Trask añadió—: Estamos acostumbrados a su buena salud.

Dicken miró a Augustine, esperando alguna indicación sobre qué sucedía realmente aquí, qué relación o control tenía Augustine con una persona como Trask, si lo había. Lo que vio le asustó. El rostro de Augustine estaba tan tranquilo como una piscina de agua clara en un día sin viento.

Éste no era el Mark Augustine de antaño. Y en quién podría convertirse este nuevo hombre no era algo de lo que Dicken quisiese preocuparse, no ahora.

Pasaron un ascensor y un tramo de escaleras.

—Mi despacho está ahí, junto a los centros de comunicación y mando —dijo Trask—. Doctor Augustine, considérese con libertad para usarlos. Se trata del segundo piso, con la mejor vista de la escuela, bien, aparte de la vista desde las torres de guardia, que ahora empleamos generalmente como almacenes. Primero, visitaremos el centro médico. Pueden empezar a trabajar de inmediato… lejos de la confusión.

—Me gustaría ver a los niños de inmediato —insistió Dicken.

—Por supuesto —dijo Trask, agitando los ojos—. Sería difícil no ver a los niños. —El director caminó al frente dando zancadas, luego miró por encima del hombro, vio que Dicken no era ni de lejos tan ágil y retrocedió.

DeWitt parecía deseosa de decir algo, pero no mientras Trask pudiese oírla.

—Deje que le describa las instalaciones —dijo Trask—: Joseph Goldberger es la mayor escuela de Ohio, y una de las mayores del país. —Agitó las manos como si delineara una caja—. La construyeron hace seis años en el lugar donde se encontraba el centro correccional Warren K. Pernicke, una instalación corporativa administrada por Namtex Limited. Pernicke la cerró después de los cambios en las legislaciones sobre drogas y la caída subsiguiente de un veinte por ciento en la población reclusa. —Cada vez sonaba más como un guía turístico que recitaba un texto preparado, lo que incrementaba la sensación de irrealidad—. El contrato para convertir el complejo para mantener a los niños SHEVA se concedió a CGA y Nortent, y terminaron el trabajo en nueve meses, un récord. Se levantaron cuatro dormitorios nuevos a cien metros del edificio de máxima seguridad, que se construyó en 1949. Los viejos edificios de hospital y granja se transformaron en instalaciones clínicas y de investigación. El edificio de empresariales se convirtió en guardería, y ahora en un centro educativo. El recinto de cuatrocientas camas para delincuentes especiales contiene ahora a los enfermos mentales y los discapacitados de desarrollo. Lo llamamos nuestra instalación de tratamiento especial. La única del estado.

—¿Cuántos niños hay ahí? —preguntó Dicken.

—Trescientos siete —dijo Trask.

—Estaban más aislados —dijo Middleton.

—El doctor Jurie y el doctor Pickman pueden darle más detalles —dijo Trask. Por primera vez, se tambaleó el porte de simpatía—. Aunque…

—No los he visto —dijo Middleton.

—Alguien me contó que se habían ido hoy muy temprano —dijo DeWitt—. Quizá para conseguir suministros —añadió con ilusión.

—Bien. —La nuez de Adán de Trask se agitó como si se la hubiese tragado y agitó la cabeza con una especie de preocupación creciente—. Ayer, la escuela contenía un total de cinco mil cuatrocientos niños. —Dio un rápido vistazo al reloj—. Simplemente no tenemos lo que precisamos. —Los escoltó hasta el extremo oeste del edificio, y luego por un amplio pasillo de conexión bordeado de viejos refrigeradores. Las viejas cajas blancas estaban selladas con cintas negras y amarillas. Carros de equipo vacíos y bandejas metálicas amontonadas salpicaban el paso. El aire olía a Pine—Sol.

DeWitt caminaba junto a Dicken como un pasajero naufragado que aspirase a agarrarse a un trozo de madera.

—Usamos Pine—Sol para interrumpir el aromar y el fridin —dijo en voz baja. Fridin era la forma en que los niños SHEVA aspiraban olores a la boca. Levantaban el labio superior y chupaban el aire a través de los dientes provocando un ligero zumbido. El aire paraba sobre los órganos vomeronasales, glándulas para detectar feromonas mucho más sensibles que las de sus padres—. Los miembros de seguridad y gran parte del personal llevan tapones en la nariz.

—Es lo normal en las escuelas —le dijo Middleton a Dicken, con una mirada rápida a Augustine. Abrió un armario metálico bastante gastado y sacó uniformes médicos y máscaras quirúrgicas—. Hasta ahora, gracias a Dios, no ha enfermado nadie del personal.

Dicken y Augustine se pusieron los uniformes sobre las ropas de calle, se ataron las mascarillas y metieron las manos en guantes estériles. Se detuvieron mientras un hombre mayor, de sesenta o setenta años, encorvado y con nariz aguileña, atravesó las puertas giratorias al final del pasillo.

—Aquí está el doctor Kelson —dijo Trask, enderezando la espalda.

Kelson vestía una bata quirúrgica y tenía la cabeza cubierta, pero la bata le colgaba, suelta, y las manos iban desnudas. Se acercó a Augustine, le dedicó un asentimiento brusco y luego se volvió a Middleton.

—Guantes —exigió. Middleton fue al armario y le pasó un par de guantes de reconocimiento. Kelson se los puso y los levantó para examinarlos—. Nada con el departamento de salud. Les pedí un NuTest, antivirales, equipos de hidratación. No están disponibles, dicen. Demonios, ¡sé que tienen lo que nos hace falta! Simplemente lo retienen por si esto se escapa.

—No escapará —dijo Trask, con una sonrisa que se apagaba.

—¿Trask le ha hablado de nuestras carencias? —le preguntó Kelson a Augustine.

—Comprendemos que se trata de una crisis —dijo Augustine.

—¡Es un maldito asesinato! —rugió Kelson. DeWitt dio un salto—. Hace tres meses, los agentes de Acción de Emergencia del estado nos privaron de más de la mitad de nuestros equipos y medicinas. Saquearon todos nuestros suministros de emergencia. Tenemos «niños sanos», nos dijeron. A los suministros se les daría mejor uso en otra parte. Trask no hizo nada por impedirlo.

—No estoy de acuerdo con esa caracterización —dijo Trask—. No había nada que yo pudiese hacer.

—Como último esfuerzo, cogí un camión y lo llevé a la ciudad —siguió diciendo Kelson—. Manché de barro las portezuelas y las matrículas, pero me identificaron. El Dayton General me dijo que ni me acercase. No conseguí nada. Así que regresé y me metí por la entrada de Miller's Road. Ahora incluso ese camino está bloqueado. —Kelson agitó las manos, borracho por el agotamiento, y giró los ojos deprimidos y descremados hacia Dicken—. ¿Quién es usted?

Augustine le presentó.

Kelson señaló a Dicken con un dedo enguantado y retorcido.

—Usted es mi testigo, doctor Dicken. La enfermería fue la primera en llenarse. Está por aquí. Estamos sacando cuerpos por centenares. Debe verlo. Debe verlo.