Pensilvania
Stella veía y sentía todo en ráfagas inconexas. Que la moviesen fue una agonía y gritó, pero aun así, las sombras insistían en hacerle daño. Vio el asfalto y piedra y bloques grises, luego un árbol enorme invertido, y finalmente una cama con sábanas rosa. Vio y oyó a los adultos hablando bajo la luz de una puerta abierta. Todo lo demás estaba a oscuras, así que se volvió hacia la oscuridad —le hacía menos daño— y prestó atención con orejas enormes a las voces en la otra habitación. Durante un momento, creyó que eran las voces de los muertos, decían cosas tan increíbles, armonizando con extraña alegría. Discutían del fuego y del infierno, y sobre a quién se comerían a continuación, y una mujer enloquecida reía de forma que se le erizó la piel.
La piel no dejó de erizarse. Siguió erizándose, y se quedó tendida sin piel sobre la cama, mirando fijamente a las telas de araña o a los brazos fantasmales o a lo que flotaba en el interior de sus ojos, diminutas cadenas de células ampliadas para adquirir el tamaño de globos. Sabía que no eran globos. No importaba.
Kaye estaba más que agotada. Iris Mackenzie la sentó en una silla con una taza de café y una galleta. La casa era enorme y reluciente por dentro con los colores y tonos que los ricos escogían: cremas y grises pálidos, azules y verdes profundos y telúricos.
—Debes comer algo y descansar —le dijo Iris.
—Mitch… —empezó a decir Kaye.
—Él y George están con la niña.
—Yo debería estar con ella.
—No hay nada que puedas hacer hasta que no llegue el médico.
—Un baño de esponja, reducir la temperatura.
—Sí, en un minuto. Ahora descansa, Kaye, por favor. Casi te desmayas en la puerta delantera.
—Deberíamos ir a un hospital —dijo Kaye, con ojos que se disparataban un poco. Consiguió ponerse en pie, apartando las manos amables de Iris.
—Ningún hospital la admitirá —dijo Iris, convirtiendo el agarrón en un abrazo y sentándola una vez más. Iris presionó la mejilla contra la de Kaye y había lágrimas—. Hemos llamado a todos en el árbol telefónico. Muchos de los nuevos chicos lo tienen. Ya sale en las noticias, y los hospitales se niegan a admitirlos. Estamos frenéticos. No sabemos nada de nuestro hijo. No podemos hablar con Iowa.
—¿Está en un campo? —Kaye se sentía confundida—. Pensábamos que la red estaba formada por padres activos.
—Somos padres muy activos —dijo Iris con acero en la voz—. Han pasado dos meses. Todavía estamos en la lista, y permaneceremos en ella mientras podamos ayudar. No pueden hacernos más daño del que ya nos han causado, ¿no?
Iris poseía unos brillantes ojos verdes, encajados como joyas en un rostro que poseía la belleza de una chica de granja, con ligeras y floridas mejillas irlandesas y pelo castaño, un cuerpo esbelto, dedos delgados y fuertes, que se movían con rapidez, tocándose el pelo, la blusa, la bandeja y la tetera, sirviendo agua caliente en tazas de porcelana y preparando café instantáneo.
—¿La enfermedad tiene nombre? —preguntó Kaye.
—Todavía no. Está en las escuelas… los campos, digo. Nadie sabe si es grave.
Kaye lo sabía.
—Vimos a una niña. Estaba muerta. Stella la pilló de ella.
—¡Maldición! —dijo Iris, apretando los dientes. Era una maldición de verdad, no sólo una exclamación.
—Lamento estar tan dispersa —dijo Kaye—. Necesito estar con Stella.
—No sabemos si podemos pillarla… nosotros. ¿No?
—¿Importa? —preguntó Kaye.
—No, claro que no —dijo Iris. Se limpió la cara—. No importa en absoluto. —Pasaban del café. Kaye no lo había bebido. Iris se alejó. Volviéndose, dijo—: Conseguiré alcohol y una esponja de baño. Vamos a bajar la temperatura.