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Oficina de Reconocimiento Especial LEESBURG, VIRGINIA

Mark Augustine recorría apoyado en un bastón un largo túnel subterráneo, siguiendo a una pelirroja musculada de casi cuarenta años. A ambos lados del túnel había grandes tuberías de vapor y el aire del túnel estaba caliente. Los conductos de fibra óptica y cables estaban todos juntos e iban por largas bandejas de acero que colgaban del techo de cemento, bien lejos de las tuberías.

La mujer vestía un traje de seda verde oscuro y un pañuelo rojo y zapatillas de deporte, grises y usadas en el exterior. Los zapatos Oxford de suela dura de Augustine se arrastraban y resonaban mientras él caminaba varios pasos por detrás. La mujer no manifestaba ninguna consideración por su ritmo más lento.

—¿Qué hago aquí, Rachel? —preguntó—. Estoy cansado. He estado de viaje. Tengo trabajo que hacer.

—Algo está pasando, Mark. Estoy segura de que te encantará —gritó Browning por encima del hombro—. Finalmente hemos localizado a una colega desaparecida tiempo atrás.

—¿Quién?

—Kaye Lang —respondió Browning.

Augustine hizo una mueca. En ocasiones se imaginaba como un viejo tigre desdentado en un gobierno lleno de víboras. Estaba peligrosamente cerca de convertirse en una figura decorativa, o peor aún, un payaso suspendido sobre un depósito de agua. La única estrategia de supervivencia que le quedaba era la apariencia pasiva de quedar superado por los jóvenes y crueles burócratas de carrera atraídos a Washington por el olor de la tiranía incipiente.

El bastón ayudaba. El año pasado se había roto la pierna cayéndose en la ducha. Si pensaban que era débil y estúpido eso le ofrecía ventaja.

La profundidad máxima de la carencia de alma en Washington era el orgulloso informe personal de Rachel Browning. Una especialista en administración de datos policiales, casada con un ejecutivo de telecomunicaciones de Connecticut al que rara vez veía, Browning había empezado como asistenta de Augustine en ACEM —Acción de Emergencia— siete años atrás, se había pasado a interdicción de corporaciones extranjeras en la Agencia Nacional de Seguridad y, finalmente, había vuelto a cambiar de despacho para dirigir la rama de inteligencia y control de ACEM. Había puesto en marcha la Oficina de Reconocimiento Especial —ORE— que estaba especializada en la persecución de disidentes y subversión y en infiltrarse en grupos radicales de padres. La ORE compartía sus satélites y el resto del equipo con la Oficina Nacional de Reconocimiento.

Hacía mucho tiempo, en una vida diferente, Browning le había resultado muy útil.

—Kaye Lang Rafelson no es alguien a la que simplemente puedas atraer y apresar —dijo Augustine—. Su hija no es sólo otra muesca en el mango de nuestra red para mariposas. Tenemos que ser muy cuidadosos con todos ellos.

Browning puso los ojos en blanco.

—No he recibido ninguna directiva que diga que no se la puede capturar. Definitivamente no la considero ninguna vaca sagrada. Han pasado siete años desde que salió en Oprah.

—Si alguna vez sientes la necesidad de aprender ciencias políticas, y especialmente relaciones públicas, hay algunas clases excelentes en la universidad local —dijo Augustine.

Browning volvió a mostrar su correosa sonrisa patentada, a prueba de balas, ciertamente a prueba de un tigre sin dientes.

Llegaron junto al ascensor. La puerta se abrió. Un marine con una nueve milímetros al cinto les saludó con duros ojos grises.

Dos minutos más tarde, se encontraban en una pequeña oficina privada. Cuatro monitores de plasma dispuestos como formando una pantalla japonesa se elevaban sobre soportes de acero más allá de la mesa central. Las paredes estaban desnudas y eran de color beige, alisadas con panales de espuma muy juntos que absorbían el sonido.

Augustine odiaba los espacios cerrados. Había acabado odiando todo lo que había logrado en los últimos once años. Toda su vida era un espacio cerrado.

Browning ocupó el único asiento y colocó las manos sobre un teclado y una trackball. Los dedos bailaron sobre el teclado, y manejaban la trackball. Browning contraía los labios mientras miraba el monitor.

—Viven como a ciento sesenta kilómetros al sur de aquí —murmuró, concentrándose en la tarea.

—Lo sé —dijo Augustine—. Condado de Spotsylvania.

La mujer levantó la vista, sorprendida, para luego inclinar la cabeza a un lado.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Año y medio —dijo Augustine.

—¿Por qué no atraparlos? ¿Corazón blando o cerebro blando?

Augustine rechazó la pregunta con un parpadeo que no manifestaba ni opinión ni pasión. Sintió que se le tensaba el rostro. Pronto las mejillas le dolerían de muerte, un efecto residual de la explosión en el sótano de la Casa Blanca, la bomba que había matado al presidente, casi había matado a Augustine y había arrancado un ojo a Christopher Dicken.

—No veo nada.

—La red todavía está formándose —dijo Browning—. Lleva unos minutos. Pajarito habla con Mirada Profunda.

—Unos juguetes encantadores —comentó Augustine.

—Fueron idea tuya.

—Acabo de volver de Riverside, Rachel.

—Oh. ¿Cómo fue?

—Más atroz de lo que crees.

—Sin duda. —Browning sacó una toallita de papel del bolso negro y se sonó con delicadeza, un lado cada vez—. Suenas como a alguien a quien le gustaría que le retirasen el mando.

—Estoy seguro de que serás la primera en saberlo —dijo Augustine.

Rachel señaló al monitor, chasqueó los dedos y, como por arte de magia, se formó una imagen.

—Mirada Profunda —dijo, y contemplaron una pequeña fracción del campo de Virginia, cubierta de gruesos árboles verdes, y segmentada por carreteras sinuosas de dos carriles. La lente de Mirada Profunda hizo zoom para mostrar el tejado de una casa, una entrada con una única camioneta, un enorme patio trasero rodeado de altos robles.

—Y… aquí tenemos a Pajarito —la voz de Browning se tornó sensual con una aprobación casi erótica.

La vista cambió a una sonda que volaba junto a la casa como una libélula. Flotaba frente a una pequeña ventana, luego ajustó la exposición a luz de la mañana para revelar la cabeza y los hombros de una niña, que se limpiaba la cara con una manopla.

—¿La reconoces? —preguntó Browning.

—La última imagen que tenemos es de hace cuatro años —dijo Augustine.

—Eso debe de ser por una inexcusable falta de voluntad.

—Tienes razón —admitió Augustine.

La niña abandonó el baño y se perdió. Pajarito se elevó para flotar a una altitud de quince metros y esperó instrucciones del piloto invisible, probablemente en la parte de atrás de una furgoneta de control a unos kilómetros de la casa.

—Creo que ésa es Stella Nova Rafelson —reflexionó Browning, tocándose el labio inferior con una larga uña roja.

—Felicidades, eres una voyeur —dijo Augustine.

—Prefiero paparazzi.

La imagen de la pantalla viró y descendió para centrarse en una esbelta figura femenina que bajaba del porche delantero al disperso camino de gravilla. En una mano llevaba algo pequeño y cuadrado.

—Definitivamente es nuestra chica —dijo Browning—. Alta para su edad, ¿no te parece?

Stella caminó con rígida determinación hacia la entrada de la valla de alambre. Pajarito descendió y amplió el plano a tres cuartos. La resolución era asombrosa. La muchacha se detuvo en la entrada, la medio abrió, y luego miró por encima del hombro con un fruncimiento de ceño y un destello de pecas.

Pecas oscuras, pensó Augustine. Está nerviosa.

—¿Qué hace? —preguntó Browning—. Da la impresión de que va de paseo. Pero no a la escuela, supongo.

Augustine vio cómo la muchacha recorría el camino de tierra junto a la vieja carretera de asfalto, internándose en el campo, como si fuese a dar un paseo matutino.

—Las cosas se mueven un poco rápido —dijo Browning—. No tenemos a nadie en la zona. No quiero perder la oportunidad, así que he avisado a un agente local.

—Quieres decir un cazarrecompensas. No es lo mejor.

Browning no reaccionó.

—No es esto lo que quiero, Rachel —dijo Augustine—. No es el mejor momento para este tipo de publicidad, y ciertamente para estas tácticas.

—No es decisión tuya, Mark —dijo Browning—. Me han ordenado que la traiga, junto con sus padres.

—¿Quién? —Augustine sabía que su autoridad se había estado reduciendo últimamente, quizá drásticamente desde Riverside. Pero jamás hubiese imaginado que Riverside llevase a unas medidas todavía más severas.

—Es una especie de prueba —dijo Browning.

El secretario de Salud y Servicios Humanos compartía la autoridad sobre ACEM con el presidente. Fuerzas en el interior de ACEM querían acabar con esa situación y sacar a SSH del mando por completo, consolidando sus poderes. Augustine había intentado lo mismo, hacía varios años, en otro puesto.

Browning tomó el control del furgón y envió a Pajarito por el camino, zumbando muy bajo a una distancia discreta tras Stella Nova Rafelson.

—¿No crees que Kaye Lang debería haber conservado su nombre de soltera después de casarse?

—Nunca se casaron —dijo Augustine.

—Bien, bien. Una pequeña bastarda.

—Que te jodan, Rachel —dijo Augustine.

Browning levantó la vista. Se le endureció el rostro.

—Y que te jodan a ti, Mark, por obligarme a hacer tu trabajo.