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Lago Stannous

La tercera nevada del año llegó a finales de octubre, gruesos copos descendiendo y acomodándose entre los árboles y sobre los senderos de tierra y gravilla de Oldstock. Kaye se apresuró desde el aula del excesivamente caliente edificio escolar, con una parka sobre los hombros. Resoplando, con los dedos y labios insensibles, se reunió con Mitch y Lance Ramone en el camino a la enfermería —un nombre que Kaye odiaba porque daba énfasis a la enfermedad—. Mitch la acogió entre sus brazos y marcharon con rapidez, Kaye muy pegada a Mitch, mirándole con grandes ojos y los labios muy apretados.

—Tenemos a los compañeros y a las madres laterales en la sala de partos —dijo Luce.

La mayoría de los niños —de los shevitas, se corrigió Kaye— no hablaban doble, hiper—infra, cerca de ellos, la mayoría por cortesía más que reserva o cautela. Lentamente, en los últimos cuatro meses, los shevitas habían acabado confiando en Kaye y Mitch, y juntos habían desarrollado procedimientos para tranquilizar a las madres que estaban a punto de parir. Kaye no sabía si era charlatanería o una nueva forma de hacer las cosas. Estaba a punto de descubrirlo. Ahora había doce embarazos en Oldstock y Stella desempeñaba una función muy importante. Sigue recordándotelo. Siéntete orgullosa. Ten valor. Oh, Dios.

Estaban aprendiendo tanto… Se estaban respondiendo a tantas preguntas… ¿Pero por qué mi hija? ¿Por qué alguien que, si moría, se me llevaría con ella, en alma si no en cuerpo?

Los últimos dos meses habían sido los más felices de la vida de Kaye, y los más tensos e incómodos.

Cautelosamente subieron los escalones nevados de la vieja enfermería y recorrieron los suelos de linóleo, siguiendo los pasillos iluminados con bombillas, hasta la sala de partos.

Stella estaba sentada en el banco doblado y acolchado, soplando y resoplando. Una camilla oxidada cubierta con un colchón de espuma y sábanas limpias y blancas la esperaba por si quería dormir. Mantenía los dientes apretados por la concentración.

Kaye se puso a ordenar los instrumentos médicos, asegurándose de que habían estado en el viejo autoclave el tiempo suficiente.

—¿De dónde has sacado esas antigüedades? —le preguntó a Yuri Sakartvelos cuando entró, con las manos en el aire, recién salido de la zona de lavado. Yevgenia le sonrió a Kaye y sus mejillas arrugadas mostraron dorados y verdes al colocar los guantes en las manos de Yuri.

—Reza porque no tengan que hacer nada —le susurró Kaye a Mitch con tono grave.

—Calla —le advirtió Mitch—. Son médicos.

—De Rusia, Mitch —respondió Kaye—. ¿Cuánto hace que no han realizado ninguna otra función que no fuese volver a colocar un hueso o limpiar una herida?

Mientras Mitch echaba un sueñecito, durante la decimosegunda hora del parto de Stella —eso no había cambiado demasiado, partos difíciles para los bebés con cabezas grandes— Kaye salió de la enfermería y aspiró el aire frío de la madrugada y miró la nieve.

Mientras Kaye enseñaba en la escuela del pueblo, Mitch había ayudado a los shevitas a restaurar un pequeño aserradero, a limpiar los escombros de los viejos cimientos de cemento y empezar a levantar nuevas casas para las familias.

Todavía no estaba claro qué forma adoptarían esas familias; probablemente no se limitasen a padre, madre y críos, y en ese aspecto los Sakartvelos eran tan ignorantes como Kaye y Mitch. Nunca antes habían visto a tantos shevitas juntos; aunque algunos decían que había comunidades mayores en el este y el sur, quizás en Nueva Jersey, Georgia o Misisipí, ocultas.

Los jóvenes shevitas diseñaban los hogares. Se sentían incómodos cuando estaban privados de compañía durante más de unas horas. Kaye podía comprender lo de las grandes ventanas, después de tantos años de dormitorios atestados e incluso celdas. Pero no había vidrio de doble capa, todavía no, y los inviernos de Oldstock podían ser fríos. Aunque los cimientos ofrecían algunas restricciones a su imaginación, algunos de los dibujos tenían un aspecto muy raro: baños e instalaciones higiénicas sin paredes —«¿Para qué la intimidad? Sabemos lo que está haciendo.»— y estrechos «conductos de olor» para conectar casas adyacentes. Parece que el concepto de intimidad había sido despedido.

Los mejores momentos de Kaye los pasó con Stella, Mitch y el deme de Stella. La mayoría de los estudiantes de la clase de Kaye pertenecían al deme de Stella. Su curiosidad y su relativa comodidad con esos humanos intrusos, sus padres, parecía haberse transmitido a los que tenía más cerca, y esa familia extendida había adoptado a Kaye y a Mitch.

Los Sakartvelos, por otra parte, se dirigían a Kaye y a Mitch civilizadamente, pero rara vez trataban con ellos. Parecían ligeramente distantes, incluso con otros miembros de la comunidad, quizá por los traumas del pasado y los años de vivir en soledad, envejeciendo con poca compañía.

El concepto y la práctica de los demes seguía creciendo, pero los demes formados hasta ahora constituían la más estable de todas las estructuras y los experimentos sociales que se ejecutaban en Oldstock, y la más antigua. El deme de Stella consistía en siete miembros permanentes —tres hombres y cuatro mujeres— y doce miembros de intercambio.

Los miembros de los demes normalmente no copulaban, aunque podían enamorarse —Stella era muy clara sobre ese aspecto, aunque no tanto sobre lo que significaba—. El amor romántico era una plaga en Oldstock, incluyendo intercambio de frutos secos, perfumes cuando se conseguían, estatuas talladas, pero tales encaprichamientos rara vez tenían ninguna relación con el sexo.

Parecía que el sexo era demasiado importante para dejarlo a los caprichos del romance. El amor, sí, pero no a ese torrente burbujeante de afecto voluble.

A finales del verano, los caminos y bosques a veces olían como una explosión en una fábrica de cacao, mezclado con indicios, sorprendentes e irritantes para los ojos, de almizcle y civer. Las parejas, en todas las combinaciones —y en ocasiones triples— se podían ver involucradas entre ellos, un esplendor de caricias, entremezcladas, riendo, febriaromando, persuadiendo —de todo menos sexo.

Al principio, Kaye y Mitch habían elucubrado que algunas de las parejas y triples eran demasiado jóvenes, pero pronto los de dieciséis años les demostraron que se equivocaban, copulando sin romance, y casi siempre entre demes.

Los que todavía eran prepubescentes podían convertirse en júniors formando grupos románticos, pero tales relaciones eran menos demostrativas, más reservadas e instructivas. El amor y, parecía, nuevas variedades de la pasión encontrarían muchos usos novedosos en la sociedad shevita, y las casas debían reflejar esas novedades.

Los pensamientos de Kaye se lanzaron a lo que no quería pensar, ahora no. Alzó los ojos al cielo oscuro. Quería quedarse con su hija, ser útil a Mitch y a Stella durante muchos años. Pero el CCE había confirmado que efectivamente había un síndrome post—SHEVA. Luella Hamilton lo padecía; también muchas otras.

Las puntas de los dedos de Kaye y partes de sus pantorrillas iban perdiendo la sensibilidad con el paso de los meses, su paso se hacía menos rápido, su fuerza y energía se reducían.

No se lo había contado a nadie en Oldstock, aunque Mitch lo sabía. Kaye muy rara vez podía ocultarle a Mitch cosas importantes. Excepto, claro, lo que él no quisiese oír.

Una semana antes el comunicador la había tocado. Una visita corta, agradable pero no concluyente; una llamada social. Kaye había preguntado si se le permitiría vivir para ver el nacimiento de su nieto.

Como antes, no hubo respuesta.

En la sala de partos, Stella estaba rodeada por todas las mujeres del deme. Alternativamente cantaban y leían cuentos de viejos libros infantiles y juntaban las cabezas, frotando las palmas húmedas con las suyas para calmarla y aliviarle el dolor.

Stella se recostó al fin y los ojos parecieron hundírsele en la cabeza. Emitió un chillido fuerte y largo, de intensidad operística, y la sala olió a salitre y violetas. Todas gimieron juntas, sin que fuese una señal, simplemente como era, como sería, gimiendo en una canción hiper—infra de comprensión y saludo.

Stella se retorció vigorosamente y luego empujó, y su hijo llegó al mundo. El gemido se redujo mientras se examinaba al niño, y luego se transformó en arrullos y risitas de alegría.

Yevgenia y Kaye cooperaron en colocar al bebé sobre el estómago de Stella. Yevgenia sonrió.

—Ahora eres realmente abuela —le dijo.

Salió la placenta. Yuri se movió con rapidez y la pilló en una bandeja metálica cubierta con una bolsa de plástico. Para sorpresa de Kaye, Yuri insistió en cortar el cordón, cubrirlo y retirar la placenta de inmediato. Limpió toda la sangre con una esponja empapada en lejía, para luego traer una bañera con agua enjabonada e insistió en que todas las ayudantes se lavasen las manos.

Solícito, bañó a Stella.

—Podría ser peligroso. Nada de tocarlo —insistió Yuri, y salió de la enfermería con el tejido.

Kaye estaba demasiado ocupada para analizar nada o preocuparse. Se unió a su hija y a las mujeres del deme, y Mitch, y un joven, el que representaba a Will, con aspecto confuso y sorprendido por ese papel inesperado.

El bebé, arrugado y pequeño, se retorció lentamente en los brazos de Stella, buscando el pecho, para luego mirarlas a todas, retirando los párpados hasta que parecía que la cara era todo ojos, muy abiertos, móviles, centrados. Sus mejillas se iluminaron en dorado y rosa, los melanóforos dibujando al principio una serie inicial de pétalos. Todos en la sala, excepto Kaye y Mitch respondieron el recién nacido con los mismos colores y patrones, pétalos y mariposas, chispas y destellos, y el bebé lo vio y olió la alegría y el placer de todos. Sonrió con beatífica facilidad y seguridad al tomar el pezón.

Esa sonrisa le quitó el aliento a Kaye. Apretó la mano de Mitch. Siempre el antropólogo, Mitch observaba el deme, las madres laterales, todos los shevitas de la sala, con una expresión de curiosidad.

—¿Ya has decidido el nombre? —le preguntó Kaye a Stella.

Stella movió la cabeza algo atontada.

—Danos tiempo. Algo bonito.

Momentos más tarde, amamantando a su hijo, Stella se relajó y durmió. Sus mejillas seguían produciendo patrones. Incluso dormida, la nueva madre podía indicar su amor.

El bebé soltó el pezón de su madre y miró a Mitch.

—Canta —dijo.

El deme rio, y el joven que ocupaba el lugar de Will, en un arranque de emoción, los abrazó y le dio la mano a Mitch. Kaye le tocó el hombro y le sonrió, y Mitch se arrodilló junto a la cama y cantó la canción del alfabeto, la misma que había cantado para Stella.

A, be, ce, de, e, efe, ge, hache, i, jota, ka, ele, eme

El nieto de Mitch se relajó y cogió el pezón de Stella. Sus grandes ojos moteados de dorado se cerraron tras los párpados. Se unió al sueño de su madre antes de que Mitch llegase a la uve doble.