6

Río Spent, Oregón

Algunos decían que el punto de inflexión había llegado. Kaye no estaba tan segura. Después de todos los años de lucha apenas podía imaginar una época de reconstrucción, de compromiso y cambio. Mientras permanecía sentada con su esposo y las tres chicas en la parte trasera del largo furgón de pasajeros, saltando siguiendo los caminos bajo la mirada blanca del monte Hood, lo que sentía en su interior era una especie de paciencia congelada.

Agarró el brazo de su marido y miró entre el chófer y el agente del servicio secreto sentados delante. Luego miró atrás para ver a Stella, Celia y LaShawna, y John Hamilton tras ellas. Las chicas —ahora mujeres— iban tan rígidas como muñecas, con ojos enormes. Habían observado el cambio del paisaje desde una maleza de altura árida a granjas y perales y luego a un bosque disperso; diciendo poco, acercándose en el asiento. John miraba por la luna trasera a donde había estado la larga fila de furgones y coches.

Quiere estar con Luella, pensó Kaye. Está cansado de la lucha y quiere estar con su mujer. Para la próxima batalla.

No hay paz. No hay descanso.

Mitch se inclinó para mirar por la ventanilla lateral, buscando las primeras señales del río Spent y el campamento. No había querido volver.

—He renunciado a los muertos —le había dicho a Kaye después de la visita de Oliver Merton una semana atrás—. Nada de tierra y huesos para mí. Déjame con los vivos. Ya dan suficientes problemas.

A Mitch no le gustaba el aspecto publicitario, ni la conexión con William Daney, el benefactor de Eileen Ripper en la excavación del río Spent; parecía más bien un golpe de efecto. Nada de este viaje pagado le había llamado la atención, y al principio Kaye había estado de acuerdo. ¿Por qué salir al mundo para ayudar a una administración que se había sentado demasiado tarde a la mesa, después de tanta destrucción; una de tres administraciones seguidas igualmente terribles e ignorantes?

¿De qué valdría hacer que los monstruos comprendiesen? Mejor quedarse en Oldstock, ocultos del mundo y aguardar al bebé de Stella.

Pero Oldstock ya no estaba oculta. Morgan había hablado demasiado. Llegaban periodistas, peregrinos, padres buscando hijos perdidos.

Había hecho falta una visita de la senadora Bloch para persuadir finalmente de que se trataba de una buena idea. Los regalos molestos en ocasiones venían para mejor; no era inteligente no hacerles caso. O imposible.

Kaye comprendía eso mejor que la mayoría.

Las escuelas de ACEM cerraban o se convertían en orfanatos. El Patogénico de Sandia luchaba por su existencia e intentaba redefinirse a sí mismo. La excavación de Eileen en el río Spent estaba a punto de convertirse en una lección. El presidente de Estados Unidos deseaba que fuese un símbolo para un país que intentaba mantenerse unido tras una larga y desagradable batalla entre la conciencia y el miedo.

—Siempre hay gente que teme el futuro —había dicho Bloch a Kaye y a Mitch—. Temen el cambio, temen ser reemplazados; una cosa que hacen por miedo es matar niños. Hay que dejarles completamente impotentes, o los actos desagradables se iniciarán de nuevo.

»U os unís u os quedáis atrás —había dicho Bloch—. Creo que deberíais ir. Los frutos de la victoria. La gente quiere saber qué opina Kaye —había añadido—. También tú, Mitch.

Al final, fue Stella la que inclinó la balanza.

—Vamos —había dicho en la cocina de la cafetería de Oldstock, secándose las manos con un trapo para platos y apoyándolas sobre el vientre prominente—. Siempre he querido ver dónde trabajaba papá.

La línea de coches y furgones subió una elevación y bajó por la carretera escabrosa hasta el meandro seco del antiguo cauce fluvial. Algunos de los coches, con peores suspensiones, se quedaban atrás.

—Ahí está —dijo Mitch—. Han retirado el camuflaje. —Las chicas volvieron la cabeza para seguir el dedo. La excavación se había expandido muchísimo. Ahora ya había más de treinta tiendas y refugios a ambos lados del viejo cauce.

Les esperaban agentes del servicio secreto, que hablaron con los conductores, y luego les indicaron que pasaran, dirigiendo los furgones VIP a una zona y los de periodistas a otra.

Los dos furgones largos penetraron en un aparcamiento improvisado marcado por troncos caídos y apagaron los motores. La senadora Bloch les esperaba bajo un toldo de plástico blanco. El sol penetraba a través de nubes inciertas e iluminaba la H cubierta del nuevo refugio de la excavación. Una vez más, las construcciones unidas ofrecían protección. Se encontraba al final de un camino vallado que llevaba al norte.

—¿Aquí es donde murieron? —preguntó LaShawna.

Los agentes del servicio secreto abrieron las puertas del furgón. Cinco fotógrafos, dirigidos por un contenido Oliver Merton, rodearon los vehículos para hacer fotografías y grabar vídeos. Se concentraron en Stella.

Oliver sonrió a Mitch y a Kaye, y miró a Stella con algo parecido a la reverencia. Era todo un aspecto de Oliver que Kaye jamás había visto.

—Apenas hace unos años —decía un periodista al micrófono de solapa, mirando seriamente a una pequeña cámara montada sobre un soporte curvo que le salía del cinturón—, la imagen de una shevita embarazada hubiese provocado el pánico. Ahora…

Kaye se volvió y se negó a escuchar.

Mitch vio a Eileen Ripper acercándose por el sendero del nuevo refugio. Hubiese reconocido su pasear lento y deliberado incluso si hubiese llevado una máscara. A ella no le gustaba esto más que a él, pero ciertamente era un triunfo. Un juez del tribunal federal había dictaminado tres meses antes, después de casi veinte años de litigios, que las Cinco Tribus no tenían base, que no podían reclamar un parentesco legítimo con los restos de gente tan temporal y físicamente alejada de la suya. El Departamento del Interior ya no paralizaba esas excavaciones o entregaba los restos encontrados a las tribus.

Así había concluido una larga pesadilla para la arqueología en Norteamérica.

Curiosamente Mitch no sentía la victoria.

Los huesos que había encontrado, incitado por el desafío de Eileen, sólo habían sido parte de la historia. Después de todo, no había comprendido por completo los motivos de los fantasmas que recorrían el paisaje.

Quizá los fantasmas también mintiesen para obtener lo que querían.

Eileen atravesó a los fotógrafos y al séquito de Bloch sin apenas saludar. Fue directamente hacia Mitch y Kaye, y sus ojos se demoraron un momento en las chicas mientras sostenía las manos de Kaye.

—Bienvenida —dijo con una amplia sonrisa nerviosa—. Y bienvenido. Me alegra que hayáis podido traer a la familia.

Se dedicó a presentar a los otros, todos adelantándose con distintos grados de timidez, confianza, o carencia de la misma frente a las cámaras.

Mitch estaba seguro de que esto iba a acabar mal.

En el aeropuerto, LaShawna y Celia habían estado encantadas de volver a ver a Stella. Alejándose de la protección de John Hamilton, LaShawna había agarrado a Celia y luego a Stella y las tres juntas habían ido al baño de señoras más cercano —un lugar aterrador para ellas, incluso más que el avión, por el olor de tantos humanos.

LaShawna había metido a Stella en un excusado y le susurraba acaloradamente.

—¡Qué haces, chica, pasando a avispa e inflándote! ¿Fue ese chico, Will?

Celia había llamado a la puerta.

—Nos lo explicará más tarde. ¡Vamos! No me gusta estar aquí.

Pero había habido muy poco tiempo para hablar, y mucho menos para nubar y transmitir la historia completa. El viaje en los furgones las había mantenido silenciosas, incluso acompañadas por Kaye, Mitch y John. LaShawna le había susurrado a Stella:

—Tu madre tiene buen aspecto.

Stella se había vuelto y miró a LaShawna directamente a la cara.

—Mamá lo tiene —dijo LaShawna con tristeza, dejando caer la barbilla contra el pecho y levantando las rodillas, empujándolas contra el respaldo del asiento—. Está en silla de ruedas.

Stella se apartó el pelo corto mientras el viento le daba en la cara. Bajó del furgón y parpadeó en dirección a las cámaras. Celia y LaShawna parecieron situarse detrás de ella como patitos. Estar embarazada le concedía autoridad, y se preguntaba por qué; había sucedido de una forma estúpida, y había sido estúpido perder a Will. Había dejado Oldstock para venir aquí en parte para obtener perspectiva; se preguntó cuánto tiempo más viviría en el complejo.

Sin Will, dudaba que lograse recuperar la libertad infantil que le había parecido tan importante. A medida que olía y sentía el bebé en su interior, pensaba en la responsabilidad y en hacer las cosas.

Reunirse con una senadora y con toda esta gente era un comienzo.

El paisaje que rodeaba el río seco iba de lo desolado a lo hermoso y olía de forma muy similar a Oldstock, aunque más frío; los árboles conocían menos el sol que los árboles que rodeaban el lago Stannous. Pinos tranquilos y serenos sobresalían entre la maleza gris y la tierra dura con fragmentos rotos de roca gris y púrpura colgando por encima.

Había algo entre la arqueóloga, Eileen, y su padre. Eran viejos amigos. Algo había pasado entre ellos mucho tiempo atrás; Stella estaba segura. Miró a su madre, pero Kaye no parecía molesta. De hecho, Kaye y Eileen parecían caminar de la misma forma y miraban a su alrededor con la misma curiosidad digna.

Eso agradó a Stella.

Mitch le pasó un brazo sobre los hombros. Stella se recostó en su abrazo y las cámaras zumbaban y disparaban a su alrededor.

—Son afectuosos —dijo el periodista a ojos invisibles—. ¿No es maravilloso?

Mitch aprestó ligeramente a Stella.

—No importa —dijo en voz baja—. Vamos a visitar los huesos. —Sonaba como si fuesen a entrar en una iglesia.

Y así era. Caminaron hasta el refugio grande, siguiendo largas láminas de contrachapado, y a los periodistas se les dijo que apagasen los focos brillantes. Un hombre grande quemado por el sol, de unos treinta años, vestido con unos tejanos manchados y una camiseta sin mangas, con antebrazos sucios y una bandanna alrededor de la cabeza, y herramientas y cepillos dentales colgando del cinturón, hizo que los periodistas pasasen una inspección y una limpieza de zapatos.

—Aquí la tierra es importante —les explicó, con una voz que era un tenor sonoro—. No queremos añadir nada que no deba estar aquí.

Eileen se separó de un pequeño grupo de periodistas y le presentó:

—Éste es Carlton Fierro —dijo—. Carlton es el Cancerbero. Lo llamamos así porque apenas encaja por ninguna puerta. Ahora es el encargado de la excavación.

Stella sonrió a Carlton.

—Me alegra que hayáis podido venir —dijo a las chicas.

Connie Fitz dio la vuelta a una pila de tierra esculpida y cogió el brazo de Eileen.

—Necesitamos chicos grandes para protegernos cuando hay periodistas presentes —dijo, y le guiñó el ojo a Mitch.

Stella no comprendía nada. Se concentró en Carlton, quien le daba la mano a Mitch.

—Tenemos el mayor grupo allá —dijo Carlton, y los guio a todos por las tablas y a través de un pasillo de conexión hasta la segunda ala del refugio. Giraron a la derecha y se situaron frente a una amplia mesa excavada, cortada a unos tres metros por debajo del nivel de referencia… el nivel de la tierra circundante. Habían levantado andamios alrededor de la mesa y la luz del sol filtrada caía sobre ellos a través de láminas lechosas de fibra de vidrio.

—De ocho en ocho —dijo Carlton—, y eso me incluye a mí. —Los periodistas empujaban a su alrededor, intentando mantener enfocadas a las chicas y a Kaye.

Abrió un camino entre la multitud para la gente que Eileen señalaba, agarrándoles la mano sobre las cabezas y sonriendo.

—Vamos —dijo Carlton, y subieron los escalones de aluminio. Él era el último.

Stella miró a la excavación. Al principio, todo lo que vio fue un montón desordenado de huesos oscuros sobre tierra dura, lodo y lo que parecía ceniza antigua. Podía oler el polvo. Nada más.

Mitch y Kaye delante de ella, Celia y LaShawna a su lado; John Hamilton y la senadora Bloch, los dos muy silenciosos, ocupaban el andamio junto a Carlton. Oliver Merton estaba apartado, de pie en una esquina con los brazos cruzados.

Eileen y Connie Fitz y Laura Bloch también se habían quedado abajo. Ahora era el turno de Carlton.

—En este grupo hay ocho mujeres adultas y dos niños, un niño y una niña —dijo Carlton—. Un lahar de gas volcánico, lodo y agua vino por la cuenca del río hará unos veinte mil años. Murieron juntos, cubiertos por lodo caliente. Una de ellas dejó caer un cesto de hierba. El molde sigue en ese cubo de lodo sin excavar que hay a la derecha. La mujer en lo alto del grupo, marcada con un cuadrado de plástico rojo, y su perfil queda resaltado por la delgada tira de cinta azul, es más alta y más robusta; es Homo erectus, una variedad tardía similar al heidelbergensis pero todavía sin nombre científico. Parece tener unos cuarenta años, demasiado mayor para tener hijos y muy vieja para la época. Una abuela. Creemos que protegía a los niños y quizás a otras dos mujeres. La niña y las otras mujeres son todas Homo sapiens, virtualmente indistinguibles de vosotros o yo. El niño es otro Homo erectus.

»Al principio, creímos… es decir, Connie, Eileen y las pioneras en esta excavación pensaron, porque yo he llegado hace poco, que sólo había mujeres, que los hombres habían huido abandonándolas. Más tarde, el señor Rafelson encontró los primeros signos de hombres, no muy lejos, al otro lado del río. Creemos que estaban de caza y que regresaban a por las mujeres. Bien, podría ser así, pero hay más. Desde entonces hemos excavado en otros trece puntos alrededor del río Spent, todos a unos mil metros de aquí. Hemos encontrado un total de cincuenta y tres esqueletos completos y quizás unos setenta parciales, un trozo de fémur, cráneo o diente por aquí o por allá.

»Éste era un poblado establecido en otoño para aprovecharse de los salmones del río. Los grupos familiares acampaban siguiendo una red irregular de senderos, esperando a que llegasen los peces. Los pilló la erupción volcánica y los congeló en el tiempo, para que nosotros los encontrásemos y nos reuniésemos con… bien, yo los considero viejos amigos. En realidad, viejos profesores.

Stella miró a Mitch y vio una lágrima en su mejilla.

Carlton hizo una pausa para ordenar las ideas. Celia se sentía paralizada y quizás algo asustada por ese hombre tan grande y de aspecto tan rudo. Le colgaba la mandíbula. LaShawna fruncía el ceño concentrándose.

—Y lo que nos enseñan es muy simple. Viajaban como iguales. Personalmente, no sé qué se ofrecían unos a otros. Pero hemos encontrado más o menos el mismo número de ambas especies, erectus y sapiens. Hay niños de ambas especies, y hombres también. Nuestra primera excavación fue anómala. Si puedo hacer una cábala…

—Se parece mucho a ti, Mitch —gritó Eileen desde la multitud bajo el andamio.

Carlton sonrió con timidez.

—Yo diría que quizá los individuos erectus actuaban como cazadores, empleando herramientas fabricadas por los sapiens. Todavía no hemos terminado de analizar una de las excavaciones más lejanas, un grupo de caza, pero parece que algunas de las mujeres erectus servían como líderes de caza. Portaban herramientas cortantes de pedernal y armas pesadas así como algunas piedras que podrían ser o no ser amuletos de caza. Eso es. Chicas altas con buenas narices liderando a los chicos de cerebro grande.

»Estamos buscando una zona central de descuartizamiento de la caza… normalmente cerca de donde se fabricaban las grandes herramientas para cortar. En aquellos días los cazadores tendían a llevar las grandes piezas de caza de vuelta al poblado y las descuartizaban en una zona protegida. No estamos seguros de por qué: o no se les había ocurrido la idea de cargar con herramientas para descuartizar, o intentaban evitar atraer a grandes depredadores.

»Las mujeres sapiens cooperaban en la confección con hierba, cuero y corteza, y en preparar el pescado y en la recolección de bayas y bichos alrededor de los campamentos. Hemos encontrado escarabajos, larvas, hierba y semillas de zarzamora en algunos de los cestos. Todo el mundo tenía su sitio. Trabajaban juntos.

—Así deberíamos hacerlo todo —dijo la senadora Bloch, y Stella podía ver que ella, también, estaba muy emocionada.

Stella no sabía qué pensar. Los huesos seguían siendo una confusión, así como sus ideas.

—Al revelar los huesos, retirar las costras y limpiarlos, no sabemos qué creencias tenían hace veinte mil años —dijo Carlton en voz baja—. Así que básicamente los respetamos con silencio, durante un momento, y gratitud. Digamos que nos conocemos. Evidentemente, no eran nuestros antepasados directos… probablemente jamás encontremos antepasados directos tan antiguos. Sería como encontrar agujas en un enorme pajar disperso y distribuido.

»Pero la gente de ahí abajo, alrededor del río Spent, sigue siendo nosotros. Nadie los posee. Pero son de la familia. —Carlton asintió ante el peso de sus convicciones.

—Amén —dijeron Eileen y Connie Fitz simultáneamente bajo el andamio.

Stella vio las manos de su padre en la barandilla. Tenía los nudillos en blanco y la miraba directamente. Stella inclinó la cabeza a un lado. Mitch movió los labios. Stella comprendía fácilmente lo que decía.

Humano.

Eileen, Laura Bloch y Mitch observaban mientras los fotógrafos disponían a Kaye y a las chicas en la base de la mesa, de pie frente al andamio. No se permitía fotografiar los huesos.

—Los rumores dicen que Kaye se encontró con Dios —le dijo Eileen a Mitch en voz baja—. ¿Es cierto?

—Eso me ha contado.

—Debe de ser incómodo para una científica —dijo Eileen.

—Lo lleva bien —dijo Mitch—. Dice que simplemente es otra forma de inspiración.

La senadora Bloch prestó atención con expresión de doguillo concentrado.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Eileen.

—Yo sigo felizmente ignorante.

—Algo un poco antiguo, ¿no?

Bloch intervino:

—No puede ser malo —reflexionó—. No para la política. ¿Vio a Jesús?

Mitch negó.

—No creo. Al menos, no es eso lo que cuenta.

Bloch apretó los labios.

—Si no hay Jesús, será mejor no sacarlo por el momento.

—¿Qué le cuenta Dios sobre todo esto? —preguntó Eileen, barriendo la excavación con la mano, los huesos revelados.

Mitch frunció el ceño.

—Probablemente no mucho. No parece ser ese tipo de relación.

—¿Entonces para qué vale? —preguntó Eileen petulante.

Mitch tuvo que prestar atención para ver si bromeaba. Parecía que así era, y Eileen perdió el interés en cuanto algunos fotógrafos se acercaron demasiado a una rejilla cuadrada apoyada en una mesa y casi la derriban.

Después de reñirles y volver a situar el cuadrado, regresó y tocó a Mitch en el hombro.

—Bien por Kaye —dijo—. Simplemente demuestra que somos una especie antigua y dura. Podemos sobrevivir a cualquier cosa, incluso a Dios. ¿Qué hay de ti? ¿Vas a regresar y excavar con nosotros? —preguntó Eileen.

—No —dijo Mitch—. Eso ya ha acabado para mí.

—Una pena. Era el mejor —le dijo Eileen a Bloch—. Un talento natural.

Mitch ayudó a Kaye a subirse al furgón. Kaye se sentó y se masajeó las pantorrillas. Tenía los pies inertes y le había costado mucho subir los escalones para salir del refugio.

Stella, Celia y LaShawna caminaron en un grupo compacto hasta el furgón y subieron tras ella, para sentarse en silencio. John Hamilton y Mitch aguardaron charlando mientras esperaban a que Bloch se les uniese.

Kaye podía oír a su esposo y a John, pero sólo algunas palabras dispersas entre movimientos de viento polvoriento.

John decía:

—… y mal. Dicen que es peor con dos. El verano en Maryland va a ser duro. Quería venir aquí. Pero no podía.

Kaye se lamió los labios secos y miró al frente. Stella colocó la mano sobre el hombro de Kaye y le tocó la mejilla.

—¿Cómo estás? —preguntó Kaye de pronto, girándose a pesar de las punzadas en las caderas para mirar a las chicas… a las mujeres.

—Estamos bien —dijo LaShawna soñadora—. Me gustaría saber de qué iba todo esto.

—Creo que yo lo sé —dijo Celia—. Política humana.

—¿Cómo estás tú, cariño? —le preguntó Kaye a Stella.

Estamos bien —dijo Stella, y sus mejillas mostraron una mariposa dorada con algo de miedo, y algo como alegría.

Ella lo comprende, pensó Kaye. Lo que acabamos de ver. En eso es como su padre.

Observó a Stella recostarse en el asiento y adoptar una expresión distante y pensativa, con las mejillas beige. Celia y LaShawna se sentaron con ella.

Juntas, se cruzaron de brazos.

Esa noche, Stella, Celia y LaShawna se encontraban en su propia habitación de un motel en Portland. Kaye, Mitch y John ocupaban otras habitaciones en el mismo motel; las chicas habían pedido estar juntas, solas, «Para descansar y charlar», había explicado Stella.

Habían comido con los otros y habían visto cómo la senadora Bloch y Oliver Merton se iban en limusina para volar en un vuelo nocturno a Washington D.C., y ahora se relajaban y pensaban con calma.

Ver los huesos había alterado a Stella. Ahora Will no era más que huesos. Todo ese tiempo, toda esa vida; desaparecido, sin dejar nada excepto piedras dispersas. Celia y LaShawna también estuvieron calladas al principio, absortas en sus propios pensamientos.

Les entristecía el saber que tendrían que separarse, pero todas tenían cosas que hacer en casa, seres queridos a los que asistir. Celia vivía con los Hamilton y trabajaba con los servicios de ayuda a shevitas en Maryland y tenía vida propia. LaShawna obtenía sus certificados educativos en un instituto local y planeaba ir a la universidad para estudiar enfermería. Con su padre, se ocupaba de su madre, que ahora no podía moverse mucho sola, y de su hermana pequeña.

Tantas cosas habían cambiado en unos pocos meses…

Stella se sentó sobre el montón de almohadas e hizo un gesto circular con la palma, inclinando la cabeza como un pájaro, y LaShawna la secundó. Celia emitió un gruñido de débil protesta pero se unió a ellas en la cama más alejada de la ventana cubierta por una cortina. Tocaron las palmas y se sentaron en círculo, y Stella sintió que se le coloreaban las mejillas y un calor detrás de las orejas.

—Quiénes somos —cantó LaShawna—. Qué somos/ quién. Qué somos/ quién. Introdúcenos, haznos salir/ quién.

Era un canto que las ayudaba a concentrarse; lo habían hecho en Sable Mountain cuando los profesores y consejeros no miraban o escuchaban, y especialmente después de un día difícil.

La habitación se llenó de sus olores. Algo parecido a la electricidad pasó entre ellas y LaShawna empezó a canturrear dos tonadas, dos conjuntos de hiper e infra. Se le daba bien, mejor que a Stella.

El día pareció fundirse y Stella sintió cómo se les relajaba el cuello y la espalda y empezaron a recordar todo lo bueno que habían pasado juntas.

—Encantador. Estamos —dijo LaShawna, y volvió a canturrear.

—Puedo sentir al bebé —dijo Celia—. Es demasiado pequeño y tranquilo. Huele un poco a Will… si recuerdo bien. Ha pasado tanto tiempo…

—Huele a Will —le confirmó Stella.

—Es tan agradable volver a estar con vosotras… —dijo Celia.

—Hace unas semanas soñé con esto —dijo LaShawna—. Estaba despierta, con mis amigos, pero todo estaba a oscuras, y yo miraba tanto en mi interior que me hacía daño. Vi algo allá abajo. Un pequeño resplandor oculto en el fondo.

—¿Como qué? —dijo Celia, retorciéndose por la fascinación.

—Dejad que os lo muestre —dijo LaShawna, y les apretó las palmas.

Celia se mordió el labio y cerró los ojos.

—Miro profundamente.

—¿Puedes verlos? —susurró LaShawna. Cantó en voz baja—. Si te lo llevas/ redúcelo/ todos los días y años/ todos los pensamientos… ¿Quiénes somos? Mm. En lo más profundo de la caverna. Introdúcenos, haznos salir./ ¿Quiénes?

Stella fue hasta donde estaba LaShawna, empleando el toque de palma como guía. Realmente veía algo al fondo de un largo y profundo pozo, de hecho, tres algos, y luego cuatro, al unirse el bebé que llevaba en el interior. Como cuatro luminosos núcleos de maíz, ocultos en el fondo de cuatro túneles separados de memoria y vida.

—¿Qué son? —preguntó Celia en voz baja, con los ojos todavía cerrados. Stella cerró ahora sus ojos para ver con más claridad esas cosas peculiares.

—Son como nosotros, parte de nosotros, pero muy por debajo de nosotros —dijo LaShawna.

—Están tan tranquilos, como si estuviesen dormidos. En paz.

—La del bebé no es muy diferente de las nuestras —observó Stella—. ¿A qué se debe?

—Quizás ellos sean los importantes y nosotros no somos más que sombras atrapadas aquí arriba. Quizá somos fantasmas de ellos. Mm… Los pierdo… Ya no puedo verles —dijo LaShawna, y abrió los ojos dando un suspiro—. Dio un poco de miedo.

El sueño lúcido terminó y dejó a Stella sintiéndose algo mareada. El aire de la habitación se había vuelto frío y se estremecieron y rieron, luego apretaron las manos con más fuerza, escuchando sus propios latidos.

—Escalofriante —volvió a decir LaShawna—. También me alegra verles.

Así se quedaron durante horas, simplemente tocándose las manos y aromando, y permaneciendo tranquilas hasta que llegó la mañana.