5

Lago Stannous, California

Mitch sostenía la mano de Kaye mientras un grupo de más de veinte jóvenes formaban una espiral móvil a su alrededor. A Morgan lo habían apartado y ahora se encontraba rodeado por tres jóvenes. Tenía las manos alargadas y sonreía nerviosamente, con el rostro enrojecido, la cazadora retirada de un hombro. Parecía sorprendido.

Otros adolescentes y una mujer de unos setenta años registraban la camioneta de Morgan, buscando, supuso Mitch, sistemas de comunicación o seguimiento. Todos se mantenían en silencio y con expresión muy seria.

—Buscamos a una chica llamada Stella Nova —repetía Kaye. El aire estaba anegado de persuasión. Mitch ya se sentía aturdido y confuso, a pesar de los tapones para la nariz que había improvisado en el baño del motel, a base de papel higiénico y crema de vainilla para los labios.

Un hombre mayor, también de unos setenta años, de mejillas coloradas y un halo indomable de pelo rojizo con mechas grises, atravesó la espiral y alargó las manos para agarrar las de Mitch y Kaye. Vestía una chaqueta vaquera con botones de latón. Exceptuando su rostro redondeado y los rasgos SHEVA, podría haber sido un granjero itinerante.

—No era necesario que viniesen —dijo presionando sus manos contra su pecho.

—Somos sus padres —dijo Kaye, con ojos suplicantes—. Llevamos años buscándola.

—No está aquí. —Las mejillas del hombre exhibieron un patrón rápido, ilegible, y los iris esmeralda chispearon de amarillo y marrón. El acento no era muy marcado, pero Mitch todavía podía detectar la inflexión del este de Europa. Mitch intentó pensar con claridad, intentó resistir la embestida. Ahora, en cualquier momento, estaba seguro de que todos regresarían a la camioneta y se irían, convencidos de haber cometido un error sin que importase lo que Morgan les contase.

Por primera vez, Mitch se sintió asustado, por encontrarse entre el pueblo de su hija.

La mujer mayor se situó junto al hombre y emitió un flujo de hiper—infra en otra lengua.

—Georgiano —le dijo Kaye a Mitch. Mitch y Kaye intentaron juntar sus manos, pero el hombre era fuerte y no las soltaba y Mitch no deseaba iniciar una lucha. Se quedaron formando un triángulo con el viejo, que ya no les miraba, sino que se concentraba en la mujer y los adolescentes.

—¡Son vuestros amigos! —gritó Morgan, luchando contra los brazos que le retenían, la voz rota por la furia y la frustración—. Yo no traería enemigos aquí, lo sabéis. ¡Ella es famosa! ¡Ha salido en Oprah!

El anciano les soltó las manos, pero aun así la espiral de jóvenes, pelirrojos, rubios, morenos claros, de todos los colores —Mitch jamás había visto tanta variedad de niños SHEVA— siguió allí aromando el aire.

Mitch dudaba de que volviese a disfrutar del chocolate.

Kaye balbuceó unas palabras en georgiano, para luego preguntar a la pareja, en inglés:

—¿Cuándo llegaron aquí? ¿De dónde son?

—¡Stella! —gritó Mitch en dirección al edificio junto a la zona de giro.

El anciano tocó con su dedo los labios de Mitch. Mitch inclinó la cabeza como un perro obediente y quedó en silencio.

Por favor —rogó Kaye. Le fallaron las piernas y Mitch la agarró.

—Vuelvan a casa —dijo el anciano.

—Vuelvan a casa —dijeron los niños en múltiples voces, hiper e infra, un murmullo elevado, cantarín, muy convincente y razonable en el calor de finales de la tarde.

Mitch vio algo por el rabillo del ojo. Levantó la cabeza y se puso de puntillas para mirar por encima de la multitud. Un rostro que conocía, como el de Kaye, como el de su madre, se acercaba decididamente hacia la espiral desde unos edificios grises. Intentó mantener a la joven a la vista a pesar de las cabezas que se agitaban y las bocas que cantaban y los ojos de motas doradas. La figura vestía unos pantalones negros amplios, zuecos y una blusa sin mangas. Tenía los hombros estrechos, como los de Kaye, y sus brazos tenían el tono de un bronce rojizo, como una estatua de un parque. Sus mejillas formaron un patrón de mariposa que Mitch reconoció instantáneamente, la complicada expresión que manifestaba sorpresa e incertidumbre, y luego saludo involuntario.

—¡Ahí está! —dijo Mitch, quedándose sin aliento.

Kaye vio a Stella, se puso recta e intentó abrirse camino a través del círculo. Los jóvenes se aproximaron para detenerla.

Stella se detuvo en el exterior de la espiral, con los brazos cruzados, mirando de un lado al otro, como si no hubiese encontrado lo que había venido a buscar, o no quisiese verlo.

Kaye se batía con los jóvenes para liberarse, sin emplear palabras, sólo gruñidos y chillidos.

Stella de pronto se abalanzó y agarró los miembros de la espiral.

El anciano levantó las manos, la mujer hizo lo mismo, y la espiral se retiró, dejando a Kaye, Mitch y a Stella en el centro de una multitud dispersa que se alejaba.

Una brisa susurró entre los árboles y sobre la curva de gravilla, dispersando el olor. Stella abrazó a su madre, luego alargó la mano y cogió al brazo de Mitch, incluyéndolo a él también.

Llegaron otros jóvenes, curiosos, aguardando para intervenir y hacer lo que fuese necesario.

—¡Veis! —gritaba Morgan triunfante—. ¿Os iba a engañar yo? ¡Tíos, dejadles! ¡Son familia!

A Morgan le dijeron adiós y le dieron las gracias, y Mitch le dio la mano. El viejo shevita le dijo severamente a Morgan que no debía regresar jamás, nunca.

—Eh, valió la pena —dijo Morgan desafiante. Saludó para despedirse mientras Stella llevaba a Mitch y a Kaye a una pequeña sala de reuniones tras la vieja bolera.

—Son infelices porque estáis aquí —dijo, colocando sillas alrededor de una mesa magullada. Les indicó que se sentasen. La ventana al fondo de la sala estaba a oscuras; ya había caído la noche—. No quieren que les encuentren.

—¿Quiénes son? —preguntó Kaye demasiado bruscamente, pero no podía controlarse—. ¿Líderes de un culto? ¿Cómo se llaman, Bo y Peep?

—No sé a qué te refieres —dijo Stella.

—Se negaban a hablar conmigo —dijo Kaye, intentando controlar su inquietud—. ¿Tanto nos odian?

Stella negó con la cabeza, incapaz de responder por el momento. No podía explicar con facilidad cómo de complicada podía ser la respuesta a esa pregunta.

—Simpatizo con vosotros —dijo Kaye—. Los dos lo hacemos, Stella. Estoy segura de que su historia es maravillosa, pero hemos estado buscando durante tanto tiempo…, ¡teníamos tanto miedo! —Golpeó la mesa con fuerza suficiente para hacer vibrar el suelo y agitar la ventana.

Mitch le colocó las manos en los hombros.

—Los dos hemos buscado. —Observó a Stella con expresiones alternas, de alivio y furia.

—Lo lamento —dijo Stella—. Will y yo vinimos aquí tras el accidente de autobús. Fue para mejor.

—¿Will? —preguntó Mitch—. ¿Era el chico? —John Hamilton les había contado que había enviado a Stella y a Will en un coche con Jobeth Hayden. La policía del estado había arrestado a Hayden en Nevada y la habían entregado al FBI, pero jamás la habían acusado de nada.

No tenía ni idea de adónde podían haber ido los niños. En su coche habían encontrado montones de hojas arrugadas de un libro de bolsillo.

—Le visteis en Virginia, en el edificio largo donde me encontrasteis. Donde murió la chica —dijo Stella.

—No le recuerdo muy bien —dijo Mitch.

—Era mi amigo —dijo Stella. Se volvió hacia Mitch, examinando su rostro con miradas rápidas y tímidas, mientras su propio rostro se oscurecía y las pupilas se convertían en meros puntos. Mitch jamás había visto a su hija tan triste, tan desanimada.

—¿Era?

—Ha muerto.

—¿Cómo murió? —preguntó Kaye.

Stella negó y apartó la vista.

—¿Encajaba aquí? —preguntó Kaye cautelosa.

Stella volvió a agitar la cabeza.

—Había vivido con humanos durante demasiado tiempo. Le habían hecho daño. Lo habían convertido en salvaje. No podía encajar con ningún deme, ni siquiera con el mío.

—Tú has vivido con humanos —dijo Kaye en voz baja.

—No es lo mismo.

—Stella, ¿estás embarazada? —preguntó Mitch, y Kaye dio un salto como si le hubiesen dado una patada.

—Sí —dijo Stella.

Kaye apretó la mandíbula. Mitch movió la mano al hombro de Stella.

—¿Will?

—Sí —dijo Stella.

Kaye gimió, para luego ponerse las manos sobre la boca. Stella miró a la ventana, no deseando presenciar la angustia de su madre.

—Es el padre —dijo Mitch.

—Pasé a avispa con tal rapidez… —dijo Stella—. Parecía lo adecuado, y él era dulce y cariñoso, conmigo, cuando estaba lejos de los demás.

—¿Ellos le mataron? —preguntó Mitch.

Stella volvió a negar y sus mejillas adoptaron un delicioso tono de siena, que, por lo que Mitch sabía, indicaba una emoción nada deliciosa: pena. Sus mejillas habían adoptado un tono similar cuando habían encontrado a Shamus acurrucado en el kudzu, años atrás. Varias vidas atrás.

—Dejó de comer. Nadie podía obligarle. Nadie lo lograba. No sé por qué; podemos hacer tanto por los que están enfermos… Yo me quedé con él. Jugábamos. Fue su decisión. Dijo que no encajaba. Will sentía tanto dolor…, se había distanciado tanto…

Kaye apoyó la cabeza en la mesa. Mitch vio los reflejos de las lágrimas que le caían de los ojos, oscureciendo la madera marcada.

—No podía estar con nosotros, y no podía ser lo que quería ser para alejarse de nosotros. Había algo roto en su interior. Sabía que jamás estaría bien con nosotros o cualquier otro grupo. Yevgenia y Yuri, nuestros anfitriones, probaron con todo lo que sabían.

—Queda tanto por aprender… —murmuró Kaye, y volvió la cabeza hacia su hija.

—Al final, no deseaba vivir —dijo Stella—. Le enterramos en el bosque. —Agitó la cabeza con fuerza—. Dejemos de hablar de Will.

Kaye se levantó y se situó junto a su hija.

—¿Podemos quedarnos un tiempo? —le preguntó a Stella—. ¿Para estar contigo? ¿Quizás ayudar por aquí?

—No lo sé —dijo Stella.

—¿Quieres que nos quedemos? —preguntó Mitch.

Stella acarició los dedos de Kaye allí donde descansaban sobre su clavícula.

—Sí —dijo.

—¿Somos los primeros… de la variedad antigua de personas, que vienen de visita? —preguntó Kaye.

—No —dijo Stella—. Hay cuatro más. Un anciano y tres mujeres mayores. Vivían en Oldstock cuando Yevgenia y Yuri compraron la propiedad, y se quedaron. El hombre realiza labores de mantenimiento y todos trabajan en la cafetería.

—Así que hay precedentes. Quizá nos puedan explicar algunas cosas —propuso Kaye.

—Me gustaría que estuvieseis aquí cuando llegue el bebé —dijo Stella—. Eso estaría bien.

Kaye apoyó la mejilla en la coronilla de Stella.

—Estaría tan orgullosa… —dijo—. ¿Aquí hay médico?

—Yevgenia y Yuri eran médicos en Rusia —dijo Stella—. El mío será el primer bebé que nazca aquí.

—De tal palo tal astilla —dijo Mitch con pizca de su vieja renuencia—. Pioneras las dos. —Su mujer y Stella aventuraron sonrisas.

—Podrías cantarle al bebé como me cantabas a mí —dijo Stella—. Tienes una buena voz, para bebés.

—Tiene razón —dijo Kaye—. ¿Y si es un niño?

—Lo es —dijo Stella—. Puedo olerle en mi interior. Huele como Will, dentro de mí.