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Tribunal Albert V. Bryan de Estados Unidos ALEXANDRIA, VIRGINIA

La senadora Laura Bloch recibió a Christopher Dicken en el pasillo fuera de la sala. Dicken estaba vestido con su excusa habitual de ropa de negocios, chaqueta marrón de tweed y pantalones de pana con una corbata ancha totalmente pasada de moda. La senadora Bloch vestía un traje azul marino y llevaba una pequeña cartera. A su espalda había un joven de calva incipiente y una solitaria mujer de mediana edad y aspecto preocupado, los dos con trajes y sus propias carteras.

—Va a librarse —declaró Bloch cortante—. Está posicionándose como policía de calle que nos protegió a todos.

A Dicken no le interesaban demasiado los castigos, y no le apetecía tener que testificar.

—Me pregunto qué pensaría Gianelli —añadió Bloch en voz baja, mirando a los bancos, a la línea de abogados y testigos esperando a que se les permitiese entrar en la sala para esperar a que les llamasen.

El sonido del bastón de Mark Augustine era inconfundible. Dicken y Bloch se volvieron para verle recorrer el pasillo en dirección a la sala. Saludó a sus abogados, habló con ellos unos segundos, con los ojos vueltos hacia Dicken, y luego los dejó y se acercó a ellos.

—Doctor Augustine —dijo Bloch, y alargó la mano.

—Senadora, es un placer verla. —Augustine sonrió y le cogió la mano, pero siguió mirando a Dicken—. Lamentable labor, ¿no, Christopher?

Dicken asintió.

—¿Cómo estás, Mark?

—La curva de aprendizaje es empinada para todos nosotros —dijo Augustine.

Dicken asintió. No tenía sensación de triunfo, sino la sensación hueca de asuntos sin completar.

Augustine apretó los labios y sacó del bolsillo una hoja de papel doblada.

—Dos noticias —dijo—. Primero, he conseguido que el jefe del Estado Mayor de Sumner, Stan Parton, acepte una sesión conjunta de reconciliación. Algunos chicos seleccionados vendrán al Congreso, invitados por el presidente. El vicepresidente estará presente.

—Es genial —dijo la senadora Bloch, con los ojos iluminados—. A Dick le hubiese encantado saberlo. ¿Cuándo?

—Podrían ser meses. La otra noticia es mala.

Lo último que el grupo quería eran malas noticias. Bloch suspiró y puso los ojos en blanco.

—Venga —dijo Dicken.

—La señora Rhine entró en coma a las seis y treinta de esta mañana. Murió a las once y cuarto.

Dicken sintió que se le cortaba el aliento.

—Sufría desde hacía años —dijo Augustine.

—En realidad, es una bendición —dijo Bloch.

Dicken preguntó dónde estaba el baño, para excusarse a continuación. En la vastedad, cerró la puerta de un excusado. No le salían las lágrimas. Ni siquiera se sentía entumecido.

—Curioso mundo —susurró, y miró al techo, como si la señora Rhine pudiese oírle—. Un mundo viejo y curioso. Estés donde estés, Carla, espero que sea mejor.

Luego salió del excusado, se lavó las manos, y regresó para colocarse junto a Bloch y Augustine en la entrada de la sala.

Rachel Browning y sus abogados habían llegado y formaban un grupo compacto a unos siete metros de Augustine y Bloch. Su cara tenía profundas arrugas, y estaba pálida como si fuese un molde de escayola, una máscara mortuoria. Asentía mientras seguía los dimes y diretes de los abogados. Uno se detuvo para susurrarle al oído.

—Me da pena —dijo Dicken, vulnerable hasta el punto de sentir caridad.

—Que no te dé —le aconsejó Augustine—. Rachel lo odiaría.

El funcionario del tribunal abrió las puertas.

—Pasemos, caballeros —dijo Bloch. Les colocó las manos en los hombros y los escoltó, los tres juntos, a la sala.