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Lago Stannous, norte de California

El aire huía del calor de la tarde. Por entre los pinos, Stella Nova podía ver los frentes tormentosos elevándose en silencio, nubes hinchadas sobre las montañas White. El bosque estaba seco y lleno de las fragancias de pino torcido, picea y abeto.

Había terminado con su parte de la colada en el enorme lavadero de cemento cerca del centro de Oldstock. Ahora estaba sentada en un barril de aceite vacío junto a las largas cuerdas de las que colgaban al sol lencería, ropa interior, y algunos pañales y ropas de trabajo, oliendo a jabón, lejía y vapor, bebiendo un refresco de cerezas —aquí todo un lujo, sólo se permitía uno a la semana— y pensando, agitando los pies de un lado a otro, arañando con los zuecos el suelo de cemento alrededor del lavadero.

Desde donde se encontraba, podía ver la curva de gravilla junto a la vieja bolera abandonada, pintada de gris décadas atrás, pintura que ahora se desprendía; tres dormitorios de secuoya manchada que solían acoger a los estudiantes de seminarios, a los peregrinos y a algunos turistas; y al norte, la célula de energía y la estación solar que permitía el funcionamiento del centro médico y la guardería. Más allá de la estación y un viejo complejo vallado para almacenar equipo minero, se extendía un campo de desechos dominado por una pequeña montaña de residuos mineros. La montaña señalaba la antigua mina y convertía ese extremo del campamento en una tierra de nadie de metales pesados y cianuro. Nadie iba allí a menos que fuese necesario; en ocasiones después de una lluvia intensa podía oler el veneno en el aire, pero no era suficiente para enfermarles, a menos que hiciesen una estupidez.

A mediados del siglo pasado, los humanos habían extraído cobre, estaño y algo de oro aquí en Oldstock, y habían edificado un pueblecito —de ahí habían salido la bolera y los edificios del seminario—. Al sur, justo más allá de la carretera principal que llevaba al lago Stannous, podías encontrar calles cubiertas de hierba y cimientos de hormigón donde antes había habido casas, construidas por la Compañía Condite Copper para alojar a las familias de los mineros. En el bosque, Stella se había encontrado con viejos refrigeradores y lavadoras y montones de botellas y residuos mayores: motores diesel y a vapor abandonados como enormes naves espaciales de hierro, tolvas achaparradas y negras, pilas de raíles de hierros naranjas por el óxido, y diagonales empapadas en creosota reluciendo con cuentas negras debido a los años bajo el sol.

Oldstock era un lugar oficialmente reconocido como contaminado con residuos tóxicos, situado al extremo norte del lago Stannous, donde la pesca era mala, y esa combinación mantenía lejos a la mayoría de los humanos. Pero Oldstock era hermosa, y siempre que no lloviese demasiado, los residuos no llegaban al lago y el agua de la villa estaba perfecta. Hasta ahora, habían tenido suerte. El tiempo había sido seco durante los últimos veinte años, desde que el señor y la señora Sakartvelos habían comprado la propiedad a un grupo eclesiástico luterano.

Sakartvelos no era su verdadero nombre. Habían emigrado desde la AUS, la Antigua Unión Soviética, la parte que ahora se conocía como República de Georgia. El nombre que habían adoptado era el nombre de su país tal y como lo pronunciaban los nativos. Llevaban veinte años aquí ocultos, sabiendo que con el tiempo llegarían otros.

Cinco años atrás, los otros habían empezado a llegar, y lentamente el pueblo había empezado a recuperar la vitalidad.

El señor y la señora Sakartvelos tenían ya más de sesenta años. Físicamente, eran evidentemente shevitas. Decían que otros como ellos —no muchos— se remontaban a doscientos años en Georgia, Armenia y Turquía. Stella Nova no veía razón para no creerles. Mitch había hablado de esas cosas.

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, girando la cara como una flor para absorber más sol antes de que se hundiese tras los árboles. Prestó atención a los mirlos de alas rojas y a los arrendajos, sinsontes y petirrojos. Sus mejillas mostraron mariposas de satisfacción.

Un juego para chicos más jóvenes era Aleatorio —mostrar patrones simétricos y luego averiguar qué eran. Les enseñaba a hablar con las pecas. Algunos llegaban a Oldstock tontos de pecas, sin saber cómo comunicarse con su propia gente. Aprendían lentamente. Stella y otros enseñaban a los más pequeños.

Este verano el bosque había estado lleno de garrapatas —y también ciervos— pero ni las garrapatas ni los mosquitos les molestaban demasiado. Los Sakartvelos les habían enseñado a febriaromar para mantener lejos a los insectos, y también para tranquilizar a los animales —especialmente a los osos— que pudiesen encontrar. Los doscientos shevitas en Oldstock eran los únicos habitantes en quince kilómetros a la redonda, y el bosque era salvaje.

Y por supuesto, los Sakartvelos les habían enseñado a los niños a mantener Oldstock en secreto, y les habían enseñado lo que debían hacer si los humanos venían a buscarles.

Les habían enseñado bien. Jamás se habían llevado a nadie, y nadie había sufrido daño —ya fuese por animal o por humano—. La vida había sido bastante agradable, y Stella había empezado a olvidar los malos momentos e incluso los momentos con Mitch y Kaye, los buenos, aunque tristes. Había empezado a creer que tenía una vida que vivir, enraizada y real, entre su propia gente.

Entonces, Will se había puesto malo.

Algunos todavía sufrían pesadillas con las escuelas y con la vida entre humanos. Stella no soñaba esas cosas. Will no había tenido tanta suerte. Les había ocultado muchas cosas, cosas que había experimentado, que le habían pasado.

En Oldstock no había ni radios ni televisión, ni teléfonos, excepto un único teléfono por satélite en el salón de reuniones, bajo llave en un armario. No se había usado desde la llegada de Will y Stella, y probablemente antes tampoco demasiado.

Una brisa agitó la sábana y los pañales. Stella se limpió el sudor de la frente, se puso en pie y empezó a descolgar y doblar las piezas secas. Las apiló en una bañera de plástico y aromó la bañera tocándose con el pulgar tras la oreja y frotándolo sobre el asa.

Randolph —el único Randolph en Oldstock, así que no conocía su apellido humano— se le acercó y mostró un saludo. Randolph tenía cuatro años menos que Stella, lo que algunos llamaban nacido fuera, que no era parte de las Oleadas. Los que habían nacido durante las tres grandes Oleadas eran conocidos como boomers, no sabía por qué. Hablaron con las caras durante un rato mientras descolgaban y doblaban fundas de almohada, monos y pañales. Intercambiaron cumplidos e imitaron mutuamente sus olores, una especie de broma o juego que servía para pasar el tiempo.

Randolph pertenecía al deme Mirlo, no el de Stella pero sí una rama de su grupo. Podían hablar libremente sobre asuntos de los demes, pero no sobre detalles personales internos. Eso exigía triples, para evitar malinterpretaciones entre demes: tres figuras por cada deme, implicaba una febriaromación total y también chispeando y destellando. Para los de fuera, los triples parecían un baile extraño, pero resolvían muchos problemas y mantenían la fricción al mínimo.

Oldstock tenía a dos niños de la Oleada más reciente, renacuajos de dos años y veintiséis meses respectivamente. En ocasiones Stella cuidaba de ellos en preparación y entrenamiento, y disfrutaba de sus descontrolados olores infantiles. Los niños shevitas criados entre los suyos en ocasiones se pasaban de entusiasmo y llegaban a emitir un olor fétido como mofetas muertas, y no debido a los pañales sucios.

Los bebés shevita sabían maldecir con olores mucho antes de aprender a hablar.

Todo el mundo aprendía. Por suerte, el señor y la señora Sakartvelos estaban lejos de ser tiranos. Los comunistas los habían esterilizado en Tbilisi en la década de los 60 y no podían tener hijos propios. En cierta forma extraña, eso los convertía en los perfectos padrinos para todos los shevitas, sus guías en la pequeña y oculta Oldstock.

Randolph terminó de plegar buena parte de la colada y tocó la mejilla de Stella con gesto fraternal, con sólo una insinuación de la pregunta que los jóvenes hacían a menudo, incluso a alguien en su estado. Incluso a alguien que todavía tenía compañero.

Stella respondió con un ligero gruñido de advertencia en la garganta y un gorjeo amable. Sonrieron y se separaron, sin haber dicho ni una palabra. Stella podía pasarse días sin hablar, y aunque en ocasiones gritaba con fuerza en sueños, al despertar nunca podía recordar por qué.

Se servía la cena en el refectorio para aquellos que habían estado cortando madera y para los grupos de planificación que empezaban muy temprano. Hombres y mujeres salieron de los refrescadores, cabinas donde se frotaban con toallas húmedas para quitarse el sudor —por lo demás, la mayoría se duchaba menos de una vez por semana—. Reducir u ocultar el olor se consideraba de mala educación. Sin embargo, oler a trabajo duro también podía ocultar el olor.

El señor Sakartvelos les había dicho:

—En nuestro corazón, todos somos franceses.

Stella no sabía a qué se refería exactamente. En Francia, los shevitas trabajaban en fábricas de perfumes, o eso había oído. Quizá se refiriese a eso.

Se sentía ignorante. Ahora sentía hambre casi continuamente, así que hizo cola con los trabajadores, con las manos en el vientre, intentando palpar la forma que había debajo, pero por ahora apenas había un bulto. Palparse el vientre le hacía sentirse un poco triste. Una taza de café le ayudaría. La cafeína hacía que el día fuese más fácil. Los shevitas reaccionaban con tal intensidad a la cafeína que el café, el té e incluso el chocolate sólo estaban permitidos de diez a cinco.

La mente de Stella corría continuamente incluso sin café. La mitad de las veces quería llorar, la otra mitad tragárselo y seguir las horas del día y lo que pudiesen traerle. Tanto trabajo por hacer. Podían pasar meses y años y todavía no conseguía encajar completamente. Todos esos años lejos de su gente… ¿La habían tullido, la habían vuelto más humana que shevita?

Pero había momentos dulces, clases con los jóvenes boomers y especialmente con los bebés.

Cogió la bandeja de la línea de comida y caminó al refectorio, grande y tranquilo, con doce trabajadores descansando, ninguno hablando, haciendo gestos, chispeando y destellando, agradables olores a cacao, yogurt e incluso jazmín —alguien estaba muy alegre— se mezclaban entre sí perdiendo el contexto a esta distancia, como palabras arrancadas de una conversación y juntadas aleatoriamente, el discurso desarrollándose en los viejos bancos y mesas de madera.

Stella se sentó sola, lo que hacía tan a menudo que producía comentarios, amables pero algo críticos. Se comió su cuenco de frijoles de lata rociados o aderezados con las especias extras y sabores que gustaban a los shevitas, sal negra, extractos de nabo y salsa amarga de anchoas.

Luce Ramone se sentó a su lado con un cuenco de patatas fritas. Luce era más habladora que los otros, y Stella la saludó con una sonrisa que manifestaba algo de necesidad.

—¿Qué, quieres una persona parlanchina? —preguntó Luce. Era un año más joven que Stella, de la cola final de los primeros boomers, pequeña para una shevita y de piel pálida, con cabello negro y grueso que tendía a quebradizo. Sin embargo, olía de maravilla, y atraía mucha atención de hombres que esperaban ser periféricos a su deme. El deme de Stella y el de Luce estaban en proceso de fusión, uniéndose pero manteniendo todavía los límites. Nadie sabía adónde podría llevar, o qué podría implicar para los pretendientes domésticos, hombres y mujeres esperanzados de ambos demes.

—Me encantan las personas parlanchinas —dijo Stella.

—Pelo de humano./ Soy tu chica. Estás triste/ pareces cansada.

—Estoy pensativa.

Las dos estaban destellando, pero por ahora la hiper e infrahabla era lo dominante.

—Joe Siprio, ¿le conoces?

—El amigo de Will —dijo Stella.

—Está pretendiéndome. ¿Debería aceptar?

—Por nada/ demasiado joven —dijo Stella.

—Tú estabas pretendida a mi edad/ hipócrita.

—Mira cómo acabé —sin énfasis, una única frase, sin infra.

—Es un encanto total —dijo Luce con una mirada de diversión—. Nuestros cuerpos se gustan.

—¿Qué tiene eso que ver con un pedo de gato? —preguntó Stella, irritada—. Eres una polilla. Necesitas convertirte en abeja.

Polilla y abeja eran los nombres de dos niveles de menarquía entre los shevitas. Las mujeres pasaban por tres fases: la primera, polilla, receptiva a avances sexuales pero sin acto sexual; la segunda, abeja, activa sexualmente pero infértil —y esto era todavía una suposición incluso para los Sakartvelos— para permitir un muestreo hormonal y feromonal y comunicaciones más sutiles; y la tercera, avispa, fertilidad total, lo que llevaba a actividades sexuales con perspectivas de embarazo. Las mujeres shevitas podían retornar al estado abeja si el deme se rompía o un pretendiente fracasaba.

Los hombres empezaban la pubertad como abejas y de ahí iban directamente a avispas, en ocasiones en unas pocas horas.

—Limón y Lima tienen una idea anticuada sobre ese punto —añadió Stella. Limón y Lima eran los fundamentales de los Sakartvelos—. Creen que deberías esperar.

—Tú no lo hiciste —dijo Luce.

—Era diferente —dijo Stella, y con las pecas emitió un aviso de que no le gustaba pensar en ello y menos aún hablar.

—Limón y Lima te apoyaron —dijo Luce irritable.

—No tenían muchas opciones, ¿no?

Un joven de diez años llamado Burke llegó hasta el extremo de la mesa y se quedó allí tímido, con los brazos cruzados, moviéndose sobre los talones.

—¿Qué? —le soltó Stella, mirándole con mejillas totalmente doradas.

Burke retrocedió.

—Limón y Lima están en la entrada con otros. Hay humanos allí.

—¿Y?

—Dicen que son tus padres. Los guio otro, el tipo de repartos sin nariz.

Stella golpeó la mesa con las manos, para luego tamborilear, moviendo la cabeza, haciendo que los platos se agitasen. Las cabezas de la cafetería se volvieron y dos se pusieron en pie por si el consenso era la intervención.

Luce retrocedió, porque nunca había visto a su amiga tan alterada.

—No son ellos —dijo Stella, y pasó las piernas sobre el banco y se puso en pie—. Ahora no. —Se acercó a Burke, con el rostro y las pupilas encendidas en una interrogación totalmente acusativa, como si quisiese castigarle.

—La mujer huele como tú —gimió Burke, y luego otros los rodearon y apartaron a Stella con ligeros codazos. Tocar con manos furiosas se consideraba de muy malos modos. Burke salió corriendo, llorando.

—Vete a ver —sugirió Luce, mostrando sus propios colores. Nadie era mejor persuasor que Luce—. Si no son tus padres, los humearán para que se vayan y lo olvidarán todo. Si son tus padres, tienes que ir. —Levantó las palmas ensalivadas, como hicieron los otros que habían formado un círculo alrededor de la mesa, pero Stella los rechazó a todos.

—¡No quiero saberlo! —gimió—. ¡No quiero que ellos lo sepan!