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California Central

Mitch se ajustó la corbata frente al viejo espejo desigual de la deprimente habitación de motel. En el reflejo su rostro parecía cómico, teñido de amarillo alrededor del ojo izquierdo, manchado de negro cerca de la mejilla derecha, un espacio que separaba el cuello de la barbilla. El espejo le reveló que era viejo, estaba gastado y se desmoronaba, pero igualmente sonrió. Vería a su esposa por primera vez en dos semanas, y le apetecía pasar algo de tiempo a solas con ella. No le importaba su aspecto porque sabía que a Kaye tampoco le importaba. Así que se había puesto el traje porque el resto de la ropa estaba sucia y no había tenido tiempo de llevarla al anexo y meter moneditas en la lavadora.

La cama tamaño gigante, con la colcha arrugada, estaba cubierta por mapas medio plegados, gráficos, y trocitos de papel con números de teléfonos y direcciones, una imponente pila de pistas que hasta ahora no le habían llevado a ningún sitio. En los últimos tres años de buscar por el estado, para centrarse finalmente en Lone Pine, parecía que nadie había visto a Stella, nadie había visto pasar a los jóvenes, y ciertamente nadie había visto a ningún niño del virus haciendo novillos de la escuela.

Stella se había evaporado.

Mitch podía localizar con asombrosa precisión a un grupo de hombres muertos veinte mil años atrás, pero no podía encontrar a su hija de diecisiete años.

Se apretó la corbata e hizo una mueca, luego apagó la luz del baño y fue a la puerta. Justo cuando la abría, un joven con sudadera y cazadora gris, de largo pelo rubio, retiró el puño que tenía listo para llamar.

—Lo lamento —dijo el hombre—. ¿Es usted Mitch?

—¿Puedo ayudarle?

—El director dice que yo puedo ayudarle a usted. —Se tocó la nariz y guiñó un ojo.

—¿A qué se refiere?

—¿No me recuerda?

—No —dijo Mitch impaciente.

—Entrego hardware y suministros eléctricos. No huelo nada, y tampoco tengo demasiado sentido del gusto. Lo llaman anosmia. Tampoco me gusta demasiado el sabor de la comida, y por eso sigo delgado.

Mitch se encogió de hombros, todavía perdido.

—Está buscando a una chica, ¿no? ¿A una shevita?

Mitch nunca antes había oído esa palabra. El sonido —sonaba adecuada— le puso la piel de gallina. Mitch revaluó al joven. Le resultaba familiar.

—Soy el único que mi jefe, Ralph, envía para entregar suministros, porque los otros vuelven confundidos. —Volvió a tocarse la nariz—. Yo no. No pueden hacerme olvidar recoger el dinero. Así que nos pagan, y como yo los trato con respeto, pagan bien, con extras. ¿Comprende?

Mitch asintió.

—Siga.

—Me caen bien —dijo el joven—. Son buena gente, y no quiero que nadie vaya allí a causar problemas. Es decir, lo que hacen es más o menos legal ahora, y un gran negocio por aquí. —Miró al sol de la mañana que calentaba un pequeño aparcamiento de asfalto, la zona de hierba, y los pinos dispersos más allá.

—Me interesa cualquier información —dijo Mitch, saliendo al porche, con cuidado de no asustar al hombre—. Es mi hija. Mi mujer y yo llevamos tres años buscándola.

—Genial —dijo el hombre, agitando los pies—. Yo también tengo una niña. Es decir, está con su madre, y no estamos casados… —De pronto pareció alarmado—. No quiero decir que sea una niña del virus, ¡en absoluto!

—No hay problema —dijo Mitch—. No tengo prejuicios.

El hombre miró a Mitch de forma extraña.

—¿No me reconoce? Es decir, no hay problema, ha pasado mucho tiempo. Creí reconocerle, y ahora que le veo, lo tengo tan claro como si hubiese sido ayer. Es extraño cómo la gente acaba reencontrándose, ¿no?

Mitch movió ligeramente los hombros y la cabeza para indicar que seguía sin tener ni idea.

—Bien, podría no haber sido usted… pero estoy bastante seguro de que sí, porque vi la foto de su mujer en el periódico algunos meses después. Es una científica famosa, ¿no?

—Lo es —dijo Mitch—. Mire, lo lamento…

—Hace mucho tiempo recogieron a unos autostopistas. Dos chicas y un chico. Ése era yo, el chico. —Señaló, con un dedo flaco a su propio pecho—. Una de las chicas acababa de tener un aborto. Se llamaban Delia y Jayce.

El rostro de Mitch perdió lentamente toda expresión, tanto por el asombro como por el recuerdo. Estaba sorprendido, pero lo recordaba casi todo, quizá porque se había producido en otro pequeño motel.

—¿Morgan? —preguntó, dejando caer los hombros como si un par de pesos le tirasen de los brazos.

El hombre mostró la sonrisa más grande que Mitch hubiese visto en meses.

—Bendito sea —dijo Morgan. Tenía lágrimas en los ojos—. Lo lamento —dijo, moviendo los pies y retrocediendo hacia el sol. Se limpió los ojos con el dorso de la mano—. Es que, después de tantos años… Lo lamento. Estoy portándome como un estúpido. Realmente les estoy muy agradecido.

Mitch alargó la mano para evitar que Morgan se cayese por el bordillo. Con cuidado trajo a Morgan de nuevo a la sombra, y luego, espontáneamente, dos hombres que habían pasado por mucho a lo largo de los años se abrazaron. Mitch rio a pesar de sí mismo.

—Me cago en Dios, Morgan, ¿cómo estás?

Morgan aceptó el abrazo pero no la blasfemia.

—Eh —dijo—. Que ahora pertenezco a Jesús.

—Lo siento —dijo Mitch—. ¿Dónde está mi hija? ¿Qué puedes contarme? Es decir, suena como que has dado con un grupo de personas que no desea ser encontrado. —Sintió cómo las preguntas iban haciendo cola, negándose a ir más despacio, y menos aún a detenerse—. Gente SHEVA. Shevitas, ¿así los has llamado? ¿Cuántos? ¿Una comuna? ¿Cómo supiste que estaba buscando a mi hija?

—Como dije, el director del hotel es el tío de mi novia. Entrego material en el garaje que tiene en North Main. Me lo contó. Me preguntó si sería usted. Me dejaron muy impresionados.

—¿Quieres llevarme allí por si no soy de fiar?

—Estoy más que seguro que es usted de fiar, pero… es difícil de encontrar. Me gustaría llevarle allí, por si se trata de su hija. No sé quién es, ¿comprende? Pero si está allí… me gustaría devolver el favor.

—Lo comprendo —dijo Mitch—. ¿Te gustaría llevar también a mi esposa? Ella es la famosa.

—¿Está aquí? —preguntó Morgan, preparándose para quedar anonadado y volverse tímido de nuevo.

—Llegará en un par de horas. Voy a recogerla al aeropuerto en Las Vegas.

—¿Kaye Lang?

—Esa misma.

—¡Guau! —dijo Morgan—. He estado siguiendo las comparecencias en el Senado, la audiencia. Cuando no trabajo. Sabe, la vi en Oprah. Eso fue hace mucho tiempo. Yo era todavía un crío. Pero en realidad no puedo prometer nada.

—Nos guiaremos por la fe —dijo Mitch, mucho más feliz de lo que había estado no sabía en cuánto tiempo—. ¿Has desayunado?

—Eh, ahora me gano un sueldo —dijo Morgan, enderezándose y metiendo los dedos en los bolsillos de los vaqueros—. Yo le invitaré a desayunar. Lo que va, vuelve.

En la habitación, sonó el teléfono de datos de Mitch. Medio cerró la puerta al ir a cogerlo de la cama. Mitch abrió la tapa del teléfono. La llamada era de Kaye.

—¡Hola, Kaye! Adivina…

—Estoy en el avión. Qué mañana más terrible. Necesito abrazar a alguien —dijo Kaye. La imagen en la diminuta pantalla parecía pálida. Podía ver un respaldo detrás y más gente sentada—. Necesito alguna buena noticia, Mitch.

Mitch se contuvo durante un segundo, con la mano temblándole, sabiendo en cuántas ocasiones habían tenido falsas esperanzas. No quería añadir otro desencanto más.

—¿Mitch?

—Aquí estoy. Iba a salir ahora mismo.

—Simplemente no podía soportar no hablar contigo. El vuelo va medio lleno.

—Creo que tenemos algo —dijo Mitch, con la voz ronca y la nariz contraída alrededor de las palabras. Sabes que es verdad. Esta vez sí.

—¿Es la doctora Lang? ¡Dígale hola! —gritó Morgan con alegría desde el porche del motel al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa? —Kaye intentaba descifrar la expresión de Mitch en la diminuta pantalla—. ¿Es un detective? ¿Nos queda dinero para eso?

—Ven sana y salva. He encontrado a un viejo amigo. O, más bien, él nos ha encontrado a nosotros.