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Fort Detrick, Maryland

Kaye miró al salón oscuro de la señora Rhine. Habían reordenado el mobiliario de una forma muy rara; había un sofá boca abajo, cubierto por una sabana, con las patas cubiertas resaltando en el aire y a su alrededor los cojines dispuestos en cruz; dos sillas de madera apoyadas contra la pared en una esquina, como si las hubiesen castigado.

La mesa de café estaba cubierta de pequeñas cajas blancas.

Freedman pulsó el botón del intercomunicador.

—Carla, aquí estamos. He traído a Kaye Lang Rafelson.

La señora Rhine atravesó rápidamente la puerta, cogió una silla de la esquina, la llevó al centro de la sala, a dos metros de la gruesa ventana y se sentó. Vestía un sencillo mono vaquero. Las gasas le cubrían los brazos, las manos y la mayor parte de la cara. Llevaba un pañuelo, y no parecía que le quedase pelo. La poca piel que quedaba descubierta estaba roja e hinchada. Los ojos eran intensos entre los pliegues de gasas más propios de una momia.

—Reduciré la intensidad de mi luz —dijo, con voz clara y casi perfecta a través del intercomunicador—. Subid la vuestra. No hay necesidad de mirarme.

—Vale —dijo Freedman, y aumentó la intensidad de las luces en la sala de visita.

Las luces del salón de la señora Rhine se redujeron hasta que sólo pudieron verla en silueta.

—Bienvenida a mi hogar, doctora Rafelson —dijo.

—Me agradó recibir su mensaje —dijo Kaye.

Freedman cruzó los brazos y se echó atrás.

—Christopher Dicken solía traerme flores —dijo la señora Rhine. Los movimientos eran torpes y espasmódicos—. Ahora ya no puedo tener flores. Una vez a la semana tengo que meterme en un armarito y un robot entra a fregarlo todo. Tienen que eliminar todos los pequeños bichos del polvo de la casa. Hongos, bacterias y similares que podrían crecer de los pequeños fragmentos de piel. Pueden matarme si se acumulan.

—Me alegró recibir su carta.

—La web es mi vida, Kaye. Si puedo llamarla Kaye.

—Claro.

—Me parece conocerla, Christopher habla de usted tan a menudo… Ahora ya no recibo muchas visitas. He olvidado cómo reaccionar a la gente real. Tecleo en mi teclado limpio y viajo por todo el mundo, pero nunca voy a ningún sitio, ya no toco o veo nada en realidad. Pensé que me había acostumbrado, pero luego volví a enfurecerme.

—Lo imagino —dijo Kaye.

—Dime lo que imaginas, Kaye —dijo la señora Rhine, agitando la cabeza.

—Imagino que te sientes robada.

La sombra asintió.

—Toda mi familia. Por eso te escribí. Cuando leí lo que le pasó a tu marido, a tu hija, pensé, no es sólo una científica, o un símbolo de un movimiento, o una celebridad. Es como yo. Pero claro, tú podrás recuperarlos, algún día.

—Siempre intento recuperar a mi hija —dijo Kaye—. Todavía la buscamos.

—Me gustaría poder decirte dónde está.

—A mí también —dijo Kaye, tragando tras el traje. El flujo de aire en el traje de aislamiento no era el mejor.

—¿Has leído a Karl Popper? —preguntó la señora Rhine.

—No, nunca —dijo Kaye, y alisó una arruga de plástico sobre el vientre. Se dio cuenta entonces que el traje estaba remendado con algo parecido a la cinta adhesiva. Eso la distrajo durante un momento; había oído que habían recortado los fondos, pero no había comprendido completamente lo que implicaba.

—… dice que todo un grupo de filósofos y pensadores, incluyéndolo a él, considera el yo como un accesorio social —dijo la señora Rhine—. Si creces lejos de la sociedad, no desarrollas un yo completo. Bien, yo estoy perdiendo mi yo. Me siento incómoda empleando el pronombre personal. Me volvería loca, pero yo… esta cosa que soy… —se detuvo—. Marian, necesito hablar con Kaye en privado. Al menos dejadme creer que nadie escucha o nos graba.

—Hablaré con el técnico. —Freedman conversó brevemente con el técnico de seguridad. Luego salió cautelosa de la sala de visitas, con el umbilical enrollándose tras ella. La puerta se cerró.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó la señora Rhine en voz baja, apenas audible. Kaye podía ver en los ojos de la mujer el reflejo de las luces brillantes tras el vidrio.

—Por tu mensaje. Y porque pensé que era hora de conocerte.

—¿No estás aquí para asegurarme que encontrarán una cura? Porque algunas personas han venido a decirme eso y lo odio.

—No —dijo Kaye.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué hablar conmigo? Envío correos a mucha gente. No creo que muchos se reciban. De hecho, me sorprende que el tuyo te llegase.

Marian Freedman se había asegurado de eso.

—Me escribiste que sentías que te estabas volviendo más inteligente y más distante —dijo Kaye—, pero que perdías el yo… —Miró a la sombra en la sala oscura. El eczema estaba muy mal, o eso le habían contado a Kaye antes de encontrarse con Marian Freedman—. Me gustaría oír más —dijo Kaye.

De pronto, la señora Rhine se inclinó hacia delante.

—Sé por qué estás aquí —dijo elevando la voz.

—¿Por qué? —preguntó Kaye.

—Las dos hemos sufrido el virus.

Un momento de silencio.

—No comprendo —dijo Kaye en voz baja.

—Los ascetas se sientan en lo alto de pilares de roca para evitar el contacto humano. Esperan a Dios. Se vuelven locos. Ésa soy yo. Soy san Antonio, pero los demonios son demasiado inteligentes para malgastar su tiempo parloteando conmigo. Yo ya estoy en el infierno. No los necesito para recordarlo. He cambiado. Siento el cerebro más grande, pero también es como un enorme almacén lleno de cajas vacías. Leo e intento llenar las cajas. Era tan estúpida, sólo era una paridera, los virus me castigaron por ser estúpida, quería vivir así que acepté en mi interior los tejidos de cerdo y eso estaba prohibido, ¿no es así? No soy judía, pero los cerdos son criaturas poderosas, muy espirituales, ¿no crees? Me atormentan. He leído algunas historias de fantasmas. Historias de terror. Dan mucho miedo, los cerdos. Hablo muy rápido, lo sé. Marian me escucha, los otros me escuchan, pero para ellos es una carga. Creo que les doy miedo. Se preguntan cuánto duraré.

El estómago de Kaye estaba tan tenso que podía saborear el ácido en la garganta. Sentía tantas emociones hacia la mujer tras el vidrio…, pero no se le ocurría nada que decir o hacer para confortarla.

—Yo sigo escuchando —dijo.

—Bien —dijo la señora Rhine—. Sólo quería decirte que moriré pronto. Lo puedo sentir en la sangre. También tú, aunque quizá no tan pronto.

La señora Rhine se puso en pie y rodeó el sofá virado y cubierto.

—Tengo pesadillas. De alguna forma escapo de aquí, camino por ahí y toco a la gente, intentando ayudar, y acabo matándolos a todos. Luego, visito a Dios… y a Él también lo enfermo. Mato a Dios. El diablo le dice: «te lo advertí». Se burla de Dios mientras agoniza, y yo digo, Bien por ti.

—Oh —dijo Kaye, tragando—. No es así. No va a ser así.

La señora Rhine agitó los brazos hacia la ventana.

—No puedes comprenderme. Estoy cansada.

Kaye quería decir más, pero no podía.

—Vete, Kaye —insistió Carla Rhine.

Kaye bebía una taza de café en el pequeño despacho de Marian Freedman. Lloraba con tal fuerza que le temblaban los hombros. Se había contenido mientras se quitaba el traje y se duchaba, mientras subía en el ascensor, pero ahora no podía parar.

—No lo hice demasiado bien.

—Nada de lo que hagamos importa, no para Carla —dijo Freedman—. Yo tampoco sé qué decirle.

—Espero que no la deprima.

—Lo dudo —dijo Freedman—. Es fuerte en muchos sentidos. Eso es parte de la crueldad. Las otras están tranquilas. Tienen sus rutinas. Son como hámsteres. Perdóname, pero es cierto. Carla es diferente.

—Se ha vuelto sagrada —dijo Kaye, enderezándose en la silla de plástico y sacando otro kleenex de la caja sobre la mesa de Freedman. Se limpió los ojos y movió la cabeza.

—Sagrada no —insistió Freedman, irritada—. Maldita, quizá.

—Dice que está muriendo.

Freedman miró a la otra pared.

—Está produciendo nuevos tipos de retrovirus, muy compactos, cositas elementales, no las monstruosidades que solía producir. No contienen genes de cerdo. Ninguno de esos nuevos virus es infeccioso, o incluso patógeno, por lo que podemos ver, pero realmente están trastocándole el sistema inmunológico. Las otras señoras… lo mismo.

Marian Freedman se concentró en Kaye. Kaye examinó sus ojos oscuros y agotados con una sensación creciente de consternación.

—La última vez que Christopher Dicken estuvo aquí, me ayudó con algunas muestras —dijo Freedman—. En menos de un año, quizás en sólo unos meses, todas nuestras señoras empezarán a manifestar síntomas de esclerosis múltiple, posiblemente lupus. —Freedman movió los labios, se quedó en silencio, pero siguió mirando a Kaye.

—¿Y? —dijo Kaye.

—Christopher cree que los síntomas no tienen nada que ver con los trasplantes de tejidos de cerdo. Puede que las señoras estén un poco aceleradas. La señora Rhine podría ser la primera en experimentar un síndrome post—SHEVA, un efecto secundario de un embarazo SHEVA. Podría ser muy peligroso.

Kaye dejó que la información le llegase por completo, pero no pudo encontrar ninguna emoción que asignarle —no después de ver a Carla Rhine.

—Christopher no me lo dijo.

—Bien, comprendo la razón.

Deliberadamente, Kaye cambió de idea, una táctica de supervivencia a la que se había acostumbrado en la última década.

—Voy a California a reunirme con Mitch. Sigue buscando a Stella.

—¿Algún rastro? —preguntó Freedman.

—Todavía no —dijo Kaye.

Se puso en pie y Freedman levantó una papelera especial marcada como «Peligro biológico» para recibir los pañuelos manchados de lágrimas.

—Puede que mañana Carla se porte de otra forma. Probablemente me diga que está encantada de que vinieses. Ella es así.

—Comprendo —dijo Kaye.

—No, no comprendes —dijo Freedman.

Kaye no estaba de humor.

—Sí, comprendo —dijo con firmeza.

Freedman la examinó durante un momento, y luego le dirigió un encogimiento de hombros.

—Perdona mi mala actitud —le explicó—. Se ha convertido en una epidemia por aquí.

Kaye se subió a un avión en Baltimore dos horas después, con dirección a California, negándole al sol la oportunidad de descansar. De un carrito de bebidas que empujaban por el pasillo le llegaban olores a hielo, café y zumo de naranja. Mientras permanecía sentada viendo un noticiario sobre los juicios federales contra antiguos directivos de Acción de Emergencia, apretó los dientes para evitar que le castañetearan. No tenía frío; sentía miedo.

Durante casi toda su vida, Kaye había creído que comprendiendo la biología, cómo funcionaba la vida, acabaría comprendiéndose a sí misma, alcanzaría la iluminación. Saber cómo funcionaba la vida lo explicaría todo: los orígenes, los fines, y todo el espacio intermedio. Pero cuanto más hurgaba y cuanto más comprendía, menos satisfactorio parecía, todo mecanismos ingeniosos; maravillas, sin duda, suficientes para hipnotizarla durante mil vidas, pero en realidad nada más que una concha infinitamente sinuosa.

La concha producía nacimiento y consciencia, pero el precio era la cooperación contrafásica y la competición, asociaciones y traiciones, éxito provocándole dolor a otros y fracaso llevando a tu propio dolor y muerte, vida devorando la vida, acabando con una víctima tras otras. Vastas masacres que conducían a adaptaciones y más ingenio, ventajas temporales; un proceso sin final.

Los virus contribuían al nacimiento y a la muerte: genes viajando y hablando unos con otros, relatando los recuerdos y planificando los cambios, todas las maravillas y todos los fracasos, pero sin escapar jamás del toma y daca. La naturaleza es una diosa hijaputa.

El sol apareció por la ventanilla opuesta y le dio directamente en la cara. Cerró los ojos. Debería haberle contado a Carla lo que me pasó. ¿Por qué no se lo conté?

Porque han pasado tres años. Años dolorosos e infructuosos. Y ahora esto.

Carla Rhine había renunciado a Dios. Kaye se preguntó si ella también.