Escuela Joseph Goldberger para Niños con Necesidades Especiales, Acción de Emergencia Ohio, Autoridad Central del Distrito
Un pequeño contingente de camiones de la Guardia Nacional de Ohio —Dicken contó seis, y como unos cien soldados— permanecía formando en el cruce. Una presencia perenne alrededor de la escuela, floreciendo cada primavera y verano, muriendo en invierno, los manifestantes formaban grupos alejados de los soldados y los alambres de alarma. Dicken calculó que hoy eran unos trescientos o cuatrocientos, más de lo habitual y también más enérgicos. La mayoría de los manifestantes tenían menos de treinta años, muchos menos de veinte. Algunos vestían llamativas camisetas teñidas de rojo y pantalones holgados y se habían trenzado el pelo al estilo rastafari. Cantaban, gritaban y agitaban carteles denunciando las «Abominaciones víricas» producto de la ingeniería genética por parte de los científicos locos de las corporaciones. Dos furgones de noticias apuntaban las antenas blancas al cielo. Los reporteros entrevistaban a los manifestantes, alimentando el ávido ancho de banda con opiniones predigeridas y algunas imágenes. Dicken lo había visto muchas veces.
En las noticias, el comentario estándar de los manifestantes era que los nuevos niños eran monstruos artificiales diseñados para ayudar a las corporaciones a conquistar el mundo. Niños GM, los llamaban, o Mocosos de Laboratorio, o Renacuajos del Futuro de Monsanto.
Relegados casi a la hierba y la gravilla de un aparcamiento improvisado había unas docenas de padres. Dick podía distinguirlos fácilmente de los manifestantes. Los padres eran más viejos, iban vestidos de forma conservadora, y estaban cansados y nerviosos. Para ellos, no se trataba de un juego, no era un reluciente ritual de paso juvenil a una madurez aburrida y apática.
El coche y los dos escoltas se acercaron a la puerta del primer perímetro a través de un tejido de barricadas de cemento. Los manifestantes se apiñaron alrededor de la verja, agitando los carteles en dirección a la carretera protegida. El cartel más grande que había al frente, agitado por un joven delgado con dientes podridos, decía, ¡EH, EE.UU. NO JODAS CON EL ADN DE LA NATURALEZA!
—Que les disparen —murmuró Dicken.
Augustine asintió para indicar su acuerdo silencioso.
Maldición, estamos de acuerdo en algo, pensó Dicken.
Al principio, los manifestantes habían sido casi todos padres, llegando a las escuelas por miles, algunos avergonzados y culpables, algunos ceñudos y desafiantes, todos pidiendo que se permitiese el regreso a casa a sus hijos. Por aquella época, las guarderías estaban llenas y los dormitorios vacíos o en construcción. Los padres habían montado sus vigilias durante todo el año, incluso en pleno invierno, durante más de cinco años. Habían sido ciudadanos modelo. Habían entregado a sus hijos por voluntad propia, confiando en las promesas del gobierno de que acabarían volviendo.
Mark Augustine había sido incapaz de cumplir esa promesa, al principio debido a lo que creía saber, pero en los años posteriores por la triste realidad política.
Mayoritariamente, los americanos creían estar más seguros con los niños del virus bien lejos. Encerrados, apartados. Lejos de la posibilidad de contagio.
Dicken observó como la expresión de Augustine cambiaba de una indiferencia estudiada a la impasibilidad acerada mientras el coche de servicio recorría la carretera ascendente hasta la meseta. Allí estaba situado el complejo, plano y feo como un derrame de bloques infantiles sobre la hierba de Ohio.
El coche maniobró alrededor de las barricadas y se detuvo frente a una deslumbrante entrada de cemento, más blanca incluso que las nubes. Mientras los guardias consultaban los horarios y conversaban con los agentes del servicio secreto, Augustine miró al este por la ventana hacia la fila formada por cuatro dormitorios largos de color ocre.
Había pasado un año desde que Augustine había inspeccionado Goldberger. Entonces, había líneas de niños moviéndose entre las aulas, los dormitorios, las cafeterías, asistidos por profesores, internos, personal de seguridad. Ahora los dormitorios parecían desiertos. Había una ambulancia aparcada en la puerta interior a los barracones. También parecía que nadie se ocupaba de ella.
—¿Dónde están los niños? —preguntó Dicken—. ¿Todos están enfermos?