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Pensilvania

La pena había estado persiguiendo a Mitch Rafelson como si de un cazador se tratase. Le tenía en el punto de mira, designándole como objetivo, preparándose para derribarle y devorarlo en un largo festín.

Sentía ganas de detener el Dodge en un lado de la carretera, salir y correr. Como siempre, escondió esas ideas tenebrosas en una pequeña gaveta en el sótano de su cráneo. Allí ocultaba cualquier cosa que pudiese indicar algo diferente a que era un padre amante, todas las emociones que no fuesen apropiadas para una niña de once años o más, junto con los viejos sueños sobre momias de los Alpes.

Todas las fantasmagóricas suposiciones que había hecho sobre la situación de los neandertales largo tiempo muertos, madre y padre, y el bebé moderno y momificado que habían tenido antes de morir en el frío, en la profunda caverna cubierta por el hielo.

Mitch ya no tenía tales sueños. Ya apenas soñaba. Pero claro, tampoco quedaba mucho del viejo Mitch. Había desaparecido ardiendo, dejando un esqueleto de acero y piedra que era el papá de Stella. Ya ni siquiera sabía si su esposa le amaba. Hacía meses que no hacían el amor. Ya no tenían tiempo para pensar en esas cosas. Ninguno de los dos se quejaba; simplemente así era, sin que quedase energía ni pasión después de lidiar con el estrés y las preocupaciones.

Mitch habría matado a Fred Trinket si la policía y el furgón no hubiesen estado allí. Le hubiese roto el cuello, y luego habría mirado en los ojos sorprendidos del cabrón antes de completar el trabajo. Mitch pasó la imagen por la mente hasta que sintió un vuelco del estómago.

Ahora comprendía más que nunca cómo se había sentido el papá neandertal.

Diez kilómetros. Se encontraban en las afueras de Pittsburg. La carretera estaba rodeada de llamativos anuncios que intentan convencerle para comprar un coche, casas, para gastar dinero que no tenía. Las casas más allá de la carretera estaban apiladas, muy juntas y pequeñas, y los enormes edificios industriales de ladrillo estaban sucios y oscuros. Apenas percibió un diminuto parque con vistosos columpios rojos y mesas de picnic de plástico. Estaba buscando la salida correcta.

—Ahí está —le dijo a Kaye, y cogió la salida. Miró al asiento de atrás. Stella estaba débil. Kaye la sostenía. Juntas en esa postura, le recordaron a una estatua, a la Piedad. Odiaba la metáfora, muy común en los sitios marginales de Internet: los nuevos niños como mártires, como Cristo. La odiaba con pasión. Los mártires morían. Jesús había sufrido una muerte horrible, perseguido por un estado ciego y una chusma ignorante y sedienta de sangre, y ciertamente eso no iba a sucederle a Stella.

Stella iba a vivir hasta mucho después de que Mitch Rafelson se hubiese convertido en un montón de huesos secos e interesantes.

La casa segura se encontraba en el barrio rico. Las haciendas llenas de árboles no se parecían en nada a la tierra alrededor de la pequeña casa de Virginia. Asfalto liso y carreteras de cemento servían a casas nuevas y grandes como último tramo de la economía. Aquí las calles estaban delimitadas a ambos lados por muros de piedra situados tras pinos maduros y sólo los interrumpían puertas de hierro coronadas de pinchos.

Encontró el número pintado en el bordillo y acercó el Dodge hasta un teclado de seguridad cubierto. La primera vez, se confundió con los números y el teclado lanzó un zumbido. Una pequeña luz roja indicó un aviso. La segunda vez, la puerta se abrió sin problemas. Las hojas se agitaban en los arces que miraban al camino.

—Ya casi estamos —dijo.

—Date prisa —dijo Kaye en voz baja.