Mientras conducían, Stella recordó muchos viajes similares. Estaba tendida en el asiento trasero, con la nariz ardiéndole, los brazos firmemente alrededor del cuerpo, con picazón en los dedos de las manos y pies, con la cabeza en el regazo de Kaye y cuando era Kaye la que conducía, en el de Mitch.
Mitch le acarició el pelo y la miró. En ocasiones dormía. Durante un rato, las nubes y el sol que se veían por las ventanillas del coche la concentraban por completo. Por la cabeza le corrían ideas como si fuesen ratoncillos. Odiaba admitirlo, pero incluso con sus padres estaba sola. Odiaba esas ideas. Por tanto pensaba en Will, Kevin, Mabel o Maybelle, y cómo habían sufrido porque sus padres eran estúpidos, crueles, o ambas cosas.
El coche se detuvo en una estación de servicio. El sol de finales de la tarde se reflejaba en una reluciente señal de acero y dañaron los ojos de Stella cuando empujó la puerta de metal para llegar al baño. El baño era pequeño, severo y estaba vacío, las paredes cubiertas de azulejos sucios y rotos. Devolvió en el váter y se limpió la cara y la boca.
Ahora le dolía la parte posterior de las orejas como si estuviese recibiendo pinchazos de abejas. En el espejo comprobó que las mejillas no producían ningún color. Eran tan pálidas como las de Kaye. Stella se preguntó si estaba cambiando, convirtiéndose en algo similar a su madre. Quizá ser un niño del virus fuese algo que se te pasaba, como una marca de nacimiento que acabase desapareciendo.
Kaye palpó la frente de su hija mientras Mitch conducía.
El sol se había puesto y la tormenta había pasado.
Stella estaba apoyada en el regazo de Kaye, con la cara casi completamente oculta. Respiraba con dificultad.
—Date la vuelta, cariño —le dijo Kaye. Stella se dio la vuelta—. Tienes la cara caliente.
—Vomité en el baño —dijo Stella.
—¿Cuánto falta para la próxima casa? —le preguntó Kaye a Mitch.
—El mapa indica unos treinta kilómetros. Pronto llegaremos a Pittsburg.
—Creo que está enferma —dijo Kaye.
—No es el Shiver, ¿verdad, Kaye? —preguntó Stella.
—Tú no enfermas de Shiver, cariño.
—Me duele todo. ¿Son las paperas?
—Has recibido vacunas contra todo. —Pero Kaye sabía que esa afirmación no podía ser cierta. Nadie conocía las susceptibilidades que podrían tener los nuevos niños. Stella nunca había estado enferma, ni gripes ni resfriados; nunca había sufrido una infección bacteriana. Kaye había creído que los nuevos niños podrían poseer un sistema inmunológico mejorado. Pero Mitch no había apoyado la teoría, y por tanto le habían dado a Stella todas las vacunas, una a una, después de que la FDA y el CCE a regañadientes hubiesen aprobado las viejas vacunas para los nuevos niños.
—Una aspirina podría hacerme bien —dijo Stella.
—Una aspirina te pondría enferma —dijo Kaye—. Lo sabes bien.
—Tylenol —añadió Stella, tragando.
Kaye le sirvió agua de una botella y le levantó la cabeza para que bebiese.
—Eso también te hace daño —murmuró Kaye—. Eres muy especial, cariño.
Uno a uno levantó los párpados de Stella. Los iris estaban descoloridos, con las pequeñas manchas doradas empañadas. Las pupilas de Stella eran como puntas de alfiler. Los ojos de su hija se manifestaban tan inexpresivos como sus mejillas.
—Tan rápido —dijo Kaye. Colocó a Stella sobre la almohada en la esquina del asiento trasero y se inclinó para susurrar a oídos de Mitch—: podría ser lo que padecía la niña muerta.
—Mierda —dijo Mitch.
—Todavía no es respiratorio, pero está caliente. Quizá cuarenta o cuarenta y cinco. No soy capaz de encontrar el termómetro en el botiquín.
—Lo puse allí —dijo Mitch.
—No lo encuentro. En Pittsburg conseguiremos uno.
—Un médico —dijo Mitch.
—En la casa segura —dijo Kaye—. Necesitamos un especialista —luchaba por mantener la calma. Nunca había visto a su hija con fiebre, con las mejillas y los ojos tan descoloridos.
El coche aceleró.
—Mantén el límite de velocidad —dijo Kaye.
—No lo garantizo —dijo Mitch.