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Washington, D.C., Ohio

En Dulles, le indicaron a la limusina de Augustine que podía seguir, y fueron directamente hasta el reactor del gobierno que le esperaba, con los motores ociosamente en marcha sobre la pista. Al subir, un miembro de las fuerzas aéreas le entregó un maletín cerrado. Augustine le pidió al asistente un refresco y se sentó más o menos en la mitad del avión, sobre las alas, y se abrochó el cinturón.

Retiró una hoja de papel electrónico del maletín y dobló la esquina roja para activarla. En la mitad inferior apareció un teclado. Tecleó el código del día y leyó el informe de la Oficina de Reconocimiento Especial de Acción de Emergencia. Las interdicciones habían crecido un 10 por ciento en el último mes, debido en gran parte a los esfuerzos de Rachel Browning.

Augustine ya no podía soportar ver la tele o escuchar la radio. Tantas voces altas gritando mentiras para beneficio propio. América y gran parte del resto del mundo habían penetrado en un estado patológico peculiar, normal por fuera, por dentro dado a temores y furias extraordinarios: una especie de polvorín de locura.

Augustine sabía que podría considerársele responsable de buena parte de esa locura. Una vez había agitado él mismo las llamas del terror, con la esperanza de ascender al puesto de director del Instituto Nacional de Salud y obtener más fondos de un congreso renuente.

En su lugar, el comité selecto del presidente sobre asuntos Herodes le había ascendido lateralmente para convertirlo en zar del SHEVA, a cargo de más de 120 escuelas en todo el país.

Los grupos de oposición de padres le llamaban el comandante, o coronel Klink.

Ésos eran los motes amables.

Terminó de leer, y luego le dio a la esquina del e—papel hasta que se rompió, borrando automáticamente la memoria. La parte de visualización del papel se volvió naranja. Se lo pasó al asistente y recibió a cambio el refresco.

—Despegaremos en seis minutos, señor —dijo el asistente.

—¿Viajaré solo? —preguntó Augustine, mirando a su alrededor.

—Sí, señor —dijo el asistente.

Augustine sonrió, pero sin felicidad. Tenía el rostro gris y cruzado de líneas. En los últimos cinco años el pelo se le había vuelto casi completamente blanco. Parecía veinte años mayor que su edad cronológica de cincuenta y nueve.

Miró por la ventanilla a la tormenta de bienvenida que se desarrollaba con idas y venidas sobre gran parte de Virginia y Maryland. Mañana volvería a hacer un tiempo seco, inmisericordiosamente soleado con máximas de treinta y cuatro grados. Haría calor cuando diese su discursito de propaganda en Lexington.

Y el sur y el este se encontraban en el cuarto año de una sequía. Kentucky ya no era el estado de las gramíneas. Gran parte de él tenía ahora el aspecto de California tras un verano de calor. Algunos decían que era un castigo, aunque se habían registrado récords en las cosechas de maíz y trigo.

Jay Leno había bromeado en una ocasión que el SHEVA se había convertido en una patata más caliente que el calentamiento global.

Augustine trasteó con los cierres del maletín. El avión se puso en marcha. Como tras la ventanilla no se veía más que la pista borrosa por las gotas de lluvia, sacó la edición en papel del Washington Post. Ése y el Plain Dealer de Cleveland eran los dos únicos periódicos de verdad que leía. La mayor parte de los demás por todo el país había sucumbido a la profunda recesión. Incluso el New York Times se publicaba ahora sólo en edición electrónica.

Algunos bromistas llamaban a los diarios electrónicos «electrones». Mientras que el papel tiene dos caras, los electrones se orientaban hacia lo negativo. Los diarios electrónicos ciertamente no tenían nada bueno que decir sobre Acción de Emergencia.

Mea maxima culpa —susurró Augustine, su nerviosa oración de contrición. Infrecuentemente, el mantra de culpa se cambiaba con otra voz que insistía en que era hora de morir, de someterse a la misericordia de un Dios justo.

Pero Augustine había ejercido la medicina, había estudiado las enfermedades, y se había enfrentado a la política durante demasiado tiempo para creer en una deidad bondadosa o generosa. Y no quería creer en el otro.

El que estaría más interesado en el alma de Augustine.

El avión llegó al final de la pista y ascendió con rapidez, dejando en el viento un tremendo rugido.

El asistente le tocó el hombro y le sonrió. De alguna forma, Augustine se las había arreglado para echar una siesta de unos diez minutos, una bendición. Se sentía así en paz. El avión había llegado a la altitud de crucero, y volaba casi horizontal.

—Dr. Augustine, ha pasado algo. Nos han ordenado que le llevemos de nuevo a Washington. Hay un canal seguro por satélite abierto para usted.

Augustine cogió el aparato y escuchó. Su rostro se volvió, si era posible, todavía más ceniciento. Unos minutos después, le devolvió el teléfono al asistente y abandonó el asiento para recorrer con cautela el pasillo hasta el baño. Allí orinó, descansando la parte superior de la cabeza y una mano contra el mamparo curvo.

Le habían fijado una reunión con el secretario de Salud y Servicios Humanos, su inmediato superior, y con representantes del Centro de Control de Enfermedades.

Pulsó el botón de la cisterna, se abrochó la cremallera, se lavó las manos con mucho cuidado, se enjuagó el rostro gris, sorprendentemente como el de un cadáver, y se miró en el estrecho espejo. Una pequeña turbulencia hizo saltar el avión.

El espejo siempre mostraba a alguien diferente al hombre en que había querido convertirse. Lo último que Augustine hubiese imaginado que haría sería administrar una red de campos de concentración. A pesar de los servicios educativos y la falta de casas de la muerte, eso eran exactamente las escuelas: campos aislados empleados para aparcar a una generación de niños a gran coste, sin privilegios de entrada o de salida.

Nada de paz. Ni un respiro. Sólo prueba tras prueba tras cruel prueba para todos en el planeta.