Leesburg
La llegada de los patrulleros no agradó a Rachel Browning.
—Creo que debería avisar a la oficina del condado de Fredrick —dijo. Volvió a sonarse—. Y metamos en esto a la fiscal general. Querrá saber qué hace su gente.
—No dará tiempo —dijo Augustine—. Es Virginia, Rachel. No les gusta que los federales les digan qué hacer. Y la situación es muy irregular, incluso para un secuestro oficial.
Browning inclinó la cabeza a un lado, cambiando la mirada entre Augustine y la pantalla.
—No oí lo que dijo el tipo grande. —Pajarito se había retirado a unos quince metros y se mantenía flotando. Pronto se le acabaría la pequeña fuente de energía, y tendría que regresar o esperar a que lo recuperase un vehículo de control.
—El patrullero dijo que se llevaron a su hijo —le dijo Augustine—. No es probable que quiera colaborar con nosotros.
—Mierda —dijo Browning—. Todo esto te hace feliz, ¿no?
Augustine no sonrió, pero se le estremecieron los labios.
—No me haré responsable —insistió Browning.
—Tus máquinas lo están grabando todo —dijo Augustine, señalando a la consola—. Mejor será que hagas salir a Pajarito de ahí, y que sea rápido, si quieres escapar a una reprimenda del tribunal del distrito.
—Eres tan culpable como yo —dijo Browning.
—Yo jamás autoricé recompensas —le recordó Augustine—. Ésa fue tu división.
El teléfono sobre la mesa se puso a sonar.
—Vaya —dijo Augustine—. Alguien ha estado mirando.
Browning respondió. Tapó el auricular y miró desesperada a Augustine.
—Es el secretario de salud —dijo, con los ojos abiertos.
Augustine manifestó sus simpatías con un alzamiento de cejas y un suspiro.
Luego se volvió y caminó hacia la puerta. La punta de caucho del bastón rechinó sobre el suelo duro.