Condado de Spotsylvania
Kaye oyó motores. Miró por encima del seto hacia la carretera y vio dos coches patrulla azules y blancos de la policía estatal de Virginia que venían de una dirección y de la otra, sin sirenas ni luces, furgones largos y cuadrados, como un cruce entre un bus de prisión y una ambulancia. No podía ver el escudo rojo y dorado de Acción de Emergencia en los laterales, pero sabía que estaba allí.
Permaneció quieta mientras los coches patrulla reducían la velocidad y luego se enfrentaban con los furgones para ver quién era el primero en entrar en el camino privado.
—Nada de husmear —dijo la anciana—. ¿Es de la compañía del gas? —La mujer estaba a doce metros de distancia, no más que una silueta de cabeza crispada. Había salido en silencio de la casa mientras Mitch recorría la parte posterior del edificio largo. Traía una escopeta.
Mitch se volvió y miró por el lateral derecho del edificio largo, mirando a la parte posterior de la casa. Había completado el circuito y no había encontrado la entrada.
—No sea tonta —gritó, intentando sonar afable—. Busco a mi hija.
—No tenemos a nadie —dijo la mujer.
—¡Madre! —Un hombre abrió de un golpe la puerta mosquitera y se situó junto a ella en el porche—. Aparta esa jodida escopeta. Hay policía delante.
—Lo pillé —dijo la mujer. Le apuntó.
—Venga aquí. Deje que le mire. ¿Es de la policía?
—Acción de Emergencia —dijo Mitch.
—Eso no es lo que dijo —comentó la mujer, bajando la escopeta.
El hombre le arrancó el arma de un tirón y volvió a entrar en la casa. La mujer se quedó mirando a Mitch.
—Viene a buscar a su hija —murmuró.
Mitch caminó con cautela alrededor de la mujer, luego a la izquierda, viendo los faros de un coche y un furgón al final de la carretera tras el viejo camión.
—Maldición, ha aparcado mal —gritó el hombre desde el interior de la casa. Mitch oyó unos pies golpeando el suelo de madera, vio cómo se encendían y apagaban luces en las habitaciones, oyó cómo se abría la puerta del porche delantero.
Cuando Mitch llegó a la esquina, entre las columnas del porche había un hombre regordete y activo vestido con pantalones cortos, con las manos en alto como si estuviese rindiéndose.
—¿Qué pretenden? —murmuró el hombre.
Mitch tenía muy pocas esperanzas. No podía encontrar a Stella sin armar mucho ruido, y ahora no veía forma de alejarla de la casa incluso si la llevaba en brazos. El bosque que estaba tras la casa y el campo parecía espeso. Ahora que la lluvia había cesado tenía a insectos zumbando y chirriando a su alrededor. El aire olía a polvo y a dulce con humedad, hierba mojada y tierra.
Kaye se encaró con la carretera principal y los vehículos recién llegados. Dos hombres vestidos con uniformes grises de dos tonos salieron del coche patrulla y se dirigieron hacia ella. El más joven dedicó una mirada confusa al furgón.
—¿Nos llamó usted, señora? —preguntó el policía mayor. Era alto, de casi cincuenta años, con una voz profunda pero rota.
—Han secuestrado a nuestra hija. Está ahí —dijo Kaye.
—¿En la casa?
—Acabamos de llegar. Nos llamó y nos dijo dónde encontrarla.
Los dos policías se dedicaron una breve mirada, con rostros profesionalmente neutros, para volverse luego hacia las dos figuras que salían del furgón: un tipo alto y cadavérico con un montón de pelo negro reluciente y una mujer bajita vestida con plástico aislante blanco. Se pusieron guantes y máscaras y se acercaron a los policías.
—Ésta es nuestra jurisdicción, agentes —dijo el hombre delgado—. Somos federales.
—Tenemos una queja de secuestro —dijo el policía mayor.
—Señora, ¿qué hace usted aquí? —le preguntó la mujer a Kaye.
—Muéstreme su identificación —le exigió Kaye.
—Mire al puto furgón. No son baratos, ¿sabe? —dijo el hombre delgado con el mono negro, con voz altanera—. ¿Es usted la madre?
Los policías retrocedieron. El grande frunció el ceño en dirección al tipo delgado.
—Están aquí para pagar una recompensa —dijo Kaye, con voz chirriante—. No tengo ni idea de cuántos niños hay ahí, pero sé que no es legal. No en este estado.
El policía grande mantuvo la posición con los brazos cruzados.
—¿Eso es cierto? —le preguntó a la mujer del traje de plástico.
—Tenemos jurisdicción. Es un asunto federal —repitió el hombre alto—. Sherry —le dijo a su compañera—, llama a la oficina.
—Matrículas de Maryland —observó el policía más joven.
Kaye examinó el rostro del policía. Tenía las mejillas rojas y la nariz era una red hinchada de venas rotas, probablemente por dermatitis rosácea, pero también podría ser por la bebida.
—¿Por qué están fuera de su condado? —le preguntó el policía a la pareja del furgón.
—Es federal; es oficial —dijo la mujer bajita con aires desafiantes—. No puede detenernos.
—Quítese esa estúpida máscara. No puedo entenderla —dijo el policía.
—El protocolo exige mantener la máscara puesta, agente —anunció formalmente la mujer. Su traje hacía frufrú y gemía al caminar. Había un aire de desorganización en el equipo que no inspiraba confianza. El uniforme del policía grande presionaba y se pegaba sobre una estructura fuerte que empezaba a ganar grasa. Parecía triste y cansado, pero con mucha autodisciplina. Kaye pensó que tenía el aspecto de un viejo jugador de rugby. No pareció impresionado. Volvió a mirar a Kaye.
—¿Quién llamó a la policía del estado, señora?
—Mi marido. Alguien secuestró a nuestra hija. Está en esa casa.
—¿Hablamos de niños del virus? —preguntó el policía en voz baja.
Kaye examinó su expresión, sus ojos oscuros, las líneas alrededor de su mandíbula.
—Sí —dijo.
—¿Cuánto tiempo hace que viven aquí? —preguntó el policía.
—En el condado de Spotsylvania, casi cuatro años —dijo Kaye.
—¿Ocultándose?
—Viviendo tranquilamente.
—Sí —dijo el policía con sombría resignación—. Lo he oído —se volvió hacia el equipo de Acción de Emergencia—. ¿Tienen papeles? —Hizo un gesto hacia su compañero—. Examina la casa.
—Mi marido está armado —dijo Kaye, señalando hacia la casa—. Secuestraron a nuestra niña. Por favor, no le disparará. Permítale dejar el arma.
El policía grande sacó su arma con un movimiento diestro de ambas manos. Miró en dirección a la casa de grandes pilares, y luego vio a Mitch y la anciana caminando por el patio lateral.
Su compañero, más joven por lo menos diez años, se agachó y de inmediato sacó su propia pistola.
—Odio esta mierda —dijo.
—Déjenos hacer nuestro trabajo —exigió la mujer robusta. La máscara se le corrió y adquirió un aspecto aún más ridículo.
—No he visto papeles, y están fuera de su jurisdicción —dijo el patrullero grande, con los ojos fijos en la casa—. Tengo que ver documentos ACEM autorizando esta extracción.
Ninguno de los dos respondió de inmediato.
—Sustituimos al equipo del condado de Spotsylvania. Están en otra misión —admitió el hombre delgado, perdiendo algo de su fanfarronería.
—Los conozco —dijo el patrullero. Miró a Kaye con tristeza—. Se llevaron a mi hijo hace cuatro años. Mi mujer y yo no le hemos visto ni una vez desde entonces. Ahora está en Indiana, en las afueras de Terre Haute.
—Son valientes al seguir juntos —dijo Kaye, como si se hubiese disparado una chispa y se comprendiesen el uno al otro y sus problemas.
El patrullero dejó caer la barbilla, pero seguía observándolo todo con ojos pequeños y vigilantes.
—No lo sabe bien —dijo. Agitó la mano en dirección a su compañero—. William, recoge la pistolita del padre y examinemos la casa. Vamos a ver qué pasa aquí.
Mitch agarraba la pistola por la defensa del gatillo con un solo dedo y la sostenía en alto. Ahora lamentaba haberla traído; se sentía como un tonto, como un actor en una serie de policías. Aun así, la idea de que Stella estuviese en el interior de la casa o en el edificio largo o en alguna otra parte de la propiedad le hacía sentirse volátil y peligroso. Cualquier cosa podría provocarle, y eso le daba miedo. La intensidad de su devoción era como un soplete en la cabeza, brillante y cegadora.
Siempre había sido así. Nunca habría huida.
El patrullero joven aplastaba la hierba húmeda con las botas.
El hombre regordete vestido con pantalones cortos se decidió al fin a hablar.
—¿Cómo puedo ayudarle, agente? —preguntó.
El joven patrullero cogió la pistola de Mitch y retrocedió.
—¿Hay niños aquí? —le preguntó al hombre de los pantalones cortos.
—Así es —dijo el hombre—. Perdidos y huidos. Los protegemos hasta que llega el camión y se los lleva a donde pueden cuidar de ellos. Donde pertenecen.
Mitch miró al patrullero bajo unas cejas caídas y pobladas. Siempre había tenido lo que a todos los efectos era una única ceja sobre los ojos y, con el tiempo, la oruga lanuda de pelo se había agrandado y disparatado. En sus mejores momentos, tenía un aspecto formidable, incluso algo alocado.
—Nuestra hija no ha huido —dijo—. La raptaron.
El patrullero grande se acercó con Kaye y los dos recolectores de cerca.
—¿Dónde están los niños? —preguntó.
—En la parte de atrás —dijo el hombre de pantalones cortos—. Señor, mi nombre es Fred Trinket. Resido aquí desde hace mucho tiempo, y mi madre ha vivido aquí toda su vida.
—A la mierda con todo eso —dijo el patrullero grande—. Muéstrenos los niños, ahora.
Algo zumbó sobre sus cabezas como un insecto enorme. Todos levantaron la vista.
—Maldición —dijo el patrullero joven, retrocediendo y dejando caer los hombros—. Suena a vigilancia federal.
El patrullero grande se enderezó y dio una vuelta con los ojos por los cielos oscurecidos.
—No veo nada —dijo—. Vamos.