Centro para el Estudio de Virus Antiguos, Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos: IMIEIEEU FORT DETRICK, MARYLAND
—Murió gente, Christopher —dijo Marian Freedman—. ¿No es suficiente para volvernos cautelosos, incluso un poco histéricos?
Christopher Dicken caminaba a su lado, inclinándose sobre la pierna coja, mirando al fondo del pasillo de cemento hasta la puerta de acero que había al final. Su tarjeta de identificación del Instituto Nacional del Cáncer todavía le sobresalía del bolsillo de la camisa. Sostenía un gran ramo de rosas y azucenas. Los dos habían estado enzarzados en un debate desde el puesto de entrada y a través de cuatro puntos de control de seguridad.
—Hace una década que nadie diagnostica un caso de Shiver —dijo—. Y nadie jamás ha enfermado por causa de los niños. Aislarlos es política, no biología.
Marian sacó el pase de día de Christopher y lo pasó por el escáner. La puerta de acero se abrió para revelar una extensión horizontal de tubos de acceso de color verde gafas de sol, suspendida como el laberinto de un hámster sobre una cuenca de dos acres formada por cemento gris desnudo. Levantó la mano y le dejó pasar primero.
—Conoces Shiver por experiencia propia.
—Desapareció en un par de semanas —dijo Dicken.
—Duró cinco semanas, y casi te mata. No me vengas con esa mierda de valiente cazador de virus.
Dicken penetró lentamente en la pasarela, porque tenía dificultades para estimar la profundidad con un solo ojo, y además cubierto por una gruesa lente.
—El hombre golpeó a su mujer, Marian. Ella estaba enferma con un embarazo muy difícil. Estrés y dolor.
—Vale —dijo Marian—. Bien, ciertamente no era así en el caso de la señora Rhine, ¿verdad?
—Un problema diferente —admitió Dicken.
Freedman sonrió con muy poco humor. En ocasiones manifestaba un ingenio penetrante, pero no parecía comprender el concepto del humor. El deber, el trabajo duro, la investigación y la dignidad llenaban el círculo estrecho de su vida. Marian Freedman era una feminista devota y jamás se había casado, y era una de las mejores y más entregadas científicas que Dicken hubiese conocido nunca.
Juntos recorrieron la pasarela de aluminio. Ella ajustó su paso para seguirle a él. Al final de los tubos de acceso les aguardaban altos cilindros de acero, pozos que contenían los ascensores hasta las cámaras que había bajo las placas de cemento. Los cilindros vestían enormes «sombreros» cuadrados, hornos de alta temperatura alimentados por gas que esterilizaban el aire que pudiese escapar de las instalaciones de abajo.
—Bienvenido a la casa que construyó Augustine. Por cierto, ¿cómo está Mark?
—No muy feliz, la última vez que le vi —dijo Dicken.
—¿Por qué no me sorprende? Naturalmente, debería mostrarme benévola. Mark me ascendió de estudiar chimpancés a estudiar a la señora Rhine.
Doce años antes, Freedman dirigía un laboratorio de primates en Baltimore, cuando el Centro de Control de Enfermedades ponía en marcha el Equipo Especial para investigar la plaga de Herodes. Mark Augustine, por aquella época director del CCE y jefe de Dicken, había tenido esperanzas de obtener fondos extras durante un año fiscal muy restrictivo. Herodes, a la que se consideraba responsable de haber provocado miles de abortos horriblemente deformes, le había parecido un cebo perfecto.
Con rapidez se había seguido a Herodes hasta la transferencia de uno de los miles de retrovirus endógenos humanos —HERV— que todo el mundo llevaba en el ADN. Los antiguos virus, recién liberados, mutados e infecciosos, habían sido renombrados con rapidez SHEVA, por las siglas en inglés de Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos.
En aquellos días, se había dado por supuesto que los virus no eran más que agentes egoístas de una enfermedad.
—Está ansiosa por verte —dijo Freedman—. ¿Cuánto hace de tu última visita?
—Seis meses —dijo Dicken.
—Mi peregrino favorito, que viene a rezar a nuestra Lourdes vírica —dijo Freedman—. Bien, es toda una maravilla, cierto. Y la pobre a veces también es una santa.
Freedman y Dicken atravesaron encrucijadas con tubos que se ramificaban al sudoeste, nordeste y noroeste para ir a otros pozos. En el exterior, la mañana de verano se calentaba con rapidez. El sol colgaba justo sobre el horizonte, una bola verdosa apagada. El aire frío corría junto a ellos con un gemido.
Llegaron al final del tubo principal. Una placa de formica a la derecha del ascensor decía, SEÑORA CARLA RHINE. Freedman pulsó un solitario botón blanco. A Dicken le estallaron los oídos al cerrarse la puerta.
SHEVA había resultado ser mucho más que una enfermedad. Producido sólo por varones en una relación seria, el retrovirus activado servía como mensajero genético, portando instrucciones complicadas para un nuevo tipo de nacimiento. SHEVA infectaba los óvulos humanos recientemente fertilizados —en cierto sentido, secuestrándolos—. Los abortos de Herodes eran embriones de primera fase, llamadas «hijas intermedias», no mucho más especializados que ovarios dedicados a la producción de un nuevo conjunto de zigotos mutados de una forma determinada.
Sin actividad sexual adicional, los zigotos de segunda fase se implantaban y se cubrían a sí mismos con una delgada membrana protectora. Sobrevivían al aborto del primer embrión e iniciaban un nuevo embarazo.
A algunos les había parecido una especie de embarazo virginal.
La mayoría de los embriones de segunda fase habían nacido. En todo el mundo, en dos oleadas separadas por cuatro años, habían nacido tres millones de nuevos niños. Más de dos millones y medio de ellos habían sobrevivido. Todavía seguía la controversia sobre exactamente quién y qué eran —una mutación enfermiza, una subespecie, o una especie completamente nueva.
La mayoría se limitaba a llamarlos los niños del virus.
—Carla todavía los sigue produciendo —dijo Freedman cuando el ascensor llegó al fondo—. Ha producido setecientos nuevos virus en los últimos cuatro meses. Como un tercio son virus ARN de cadena negativa infecciosos, cabrones en potencia. Cincuenta y dos de ellos matan cobayas en pocas horas. Noventa y uno son con casi total seguridad letales para los humanos. Otros diez probablemente puedan matar tanto a cobayas como a humanos. —Freedman miró por encima del hombro para comprobar su reacción.
—Lo sé —dijo Dicken secamente. Se masajeó la cadera. La pierna le molestaba cuando permanecía de pie más de quince minutos. La misma explosión en la Casa Blanca que le había privado del ojo, doce años atrás, le había dejado parcialmente incapacitado. Tres operaciones quirúrgicas le habían permitido prescindir de las muletas pero no del dolor.
—¿Sigues al tanto, incluso en el INC? —preguntó Freedman.
—Lo intento —dijo.
—Gracias a Dios sólo hay cuatro como ella.
—Ella es culpa nuestra —dijo, y se detuvo para masajearse la pantorrilla.
—Quizá, pero la madre naturaleza sigue siendo una zorra —dijo Freedman, observándole con las manos en las caderas.
Una pequeña compuerta de aire al final del pasillo de cemento les permitió el paso al piso principal. Ahora se encontraban a quince metros bajo tierra. Una guardia de impecable uniforme verde examinó los pases y permisos y los comparó con la lista de personal e invitados que tenía en su estación.
—Por favor, identifíquense —les dijo.
Los dos situaron los ojos frente a los escáneres y simultáneamente pulsaron con el pulgar sobre placas sensibles. Una celadora vestida con ropa de hospital verde les escoltó hasta el área de limpieza.
La señora Rhine ocupaba una de las diez residencias subterráneas, cuatro de las cuales estaban actualmente ocupadas. Las residencias formaban el núcleo de la instalación de investigación más redundantemente segura de la Tierra. Aunque Dicken y Freedman no harían más que verla a través de una ventana acrílica de diez centímetros de espesor, tendrían que pasar por una limpieza completa del cuerpo antes y después de la entrevista. Antes de penetrar en la zona de visita y laboratorio, llamada la estación interior, tendrían que vestirse con ropa interior especial impregnada con antivirales de liberación lenta, enfundarse en trajes de aislamiento de plástico, y conectarse a una manguera umbilical de presión positiva.
La señora Rhine y sus acompañantes en el centro jamás veían a humanos reales a menos que se hubiesen vestido para parecerse a los globos de un desfile.
Al salir, permanecerían bajo una ducha desinfectante, luego se desnudarían y se volverían a duchar, frotando hasta el último orificio. Los trajes se dejarían en remojo y se esterilizarían durante la noche, y la ropa interior se incineraría.
Las cuatro mujeres internadas en las instalaciones comían bien y hacían ejercicio con regularidad. Sirvientes automáticos mantenían sus estancias —cada una del tamaño de un apartamento de dos habitaciones—. Tenían sus hobbies —a la señora Rhine le encantaban los hobbies— y también acceso a una gran selección de libros, revistas, programas de televisión y películas.
Evidentemente, las mujeres se volvían cada vez más excéntricas.
—¿Algún tumor? —preguntó Dicken.
—¿Pregunta oficial? —preguntó Freedman.
—Personal —dijo Dicken.
—No —dijo Freedman—. Pero no es más que cuestión de tiempo.
Dicken le entregó las flores a la celadora.
—No las hierva —le dijo.
—Las procesaré yo misma —le prometió la celadora con una sonrisa—. Las recibirá antes de que termine usted. —Les pasó dos bolsas selladas de papel blanco que contenían la ropa interior y les indicó el camino a las cabinas de lavado, luego a los altos armarios que contenían los trajes de aislamiento, tan brillantes y verdes como pepinillos.
Christopher Dicken era legendario incluso en Fort Detrick. Había localizado a la señora Rhine en un motel de Bend, Oregón, adonde había huido la mujer tras la muerte de su esposo e hija. La había convencido para que le abriese la puerta a la pequeña habitación adicional, y había pasado veinte minutos con ella, sin protección, mientras los furgones de Acción de Emergencia se concentraban en el aparcamiento.
Lo había hecho, a pesar de que ya había contraído Shiver un año antes por medio de una mujer de México. Esa mujer, regordeta de cuarenta y tantos, sufría malos tratos por parte de su marido. Un hombre pequeño, estúpido y con cara de chacal y un largo historial criminal, que la había tenido encerrada durante tres meses, sola y sin asistencia médica, en una pequeña habitación al fondo del apartamento destartalado que ocupaban. Su bebé había nacido muerto.
Algo en la mujer había producido una respuesta defensiva vírica, amplificada por SHEVA, y su marido había sufrido las consecuencias. Durante sus vigilias matutinas más oscuras, yendo de un lado a otro, atendiendo a los dolores fantasmas de la pierna, a solas y completamente despierto, a menudo había considerado que la muerte del esposo había sido justicia natural, y su exposición propia y la enfermedad posterior una consecuencia accidental —un riesgo laboral.
El caso de la señora Rhine era diferente. Sus problemas habían sido producidos por una interacción de fuerzas humanas y naturales que nadie podría haber previsto.
A finales de los noventa había sufrido de una enfermedad real muy avanzada y había sido la receptora de un xenotrasplante experimental —un riñón de cerdo—. El trasplante había salido bien. Tres años después, la señora Rhine había contraído el SHEVA de su esposo. Eso había estimulado una emisión entusiasta de PERV —Retrovirus porcinos endógenos— de las células de cerdo. Antes de que diagnosticasen y aislasen a la señora Rhine en Fort Detrick, sus retrovirus de cerdo y humanos habían intercambiado genes —se habían recombinado— con virus herpes simples latentes y habían comenzado a expresarse con diabólica creatividad, una caja de Pandora de enfermedades dormidas mucho tiempo atrás, y muchas completamente nuevas.
Factorías víricas antiguas, las había llamado Mark Augustine, con verdadera presciencia.
El marido de la señora Rhine, su hija recién nacida, y siete parientes y amigos quedaron infestados por el primero de sus virus recombinados. Todos murieron a las pocas horas.
Las mujeres del centro eran las únicas supervivientes de los cuarenta y un individuos que habían recibido transplantes de tejido de cerdo en Estados Unidos y que posteriormente se habían visto expuestos al SHEVA. Perversamente, eran inmunes a los virus que producían. Aisladas como estaban, las mujeres nunca pillaban un catarro o la gripe. Eran unos sujetos extraordinarios de investigación —mortales pero inestimables.
La señora Rhine era el sueño de un cazador de virus, y siempre que Dicken soñaba con ella, despertaba con un sudor frío.
Nunca le había contado a nadie que su acercamiento a la señora Rhine en aquella habitación de motel en Bend no estaba tan relacionado con el valor como con una indiferencia imprudente. En aquel entonces, simplemente no le importaba si vivía o moría. Todo su mundo había quedado patas arriba, y todo lo que pensaba que sabía había sufrido un repaso brutal y despiadado.
Para él la señora Rhine era especial porque los dos habían atravesado el infierno.
—Ponte el traje —le dijo Freedman. Se quitaron la ropa en cabinas separadas y las colgaron en taquillas. Pequeñas pantallas de vídeo instaladas junto a las múltiples cabezas de ducha les indicaban dónde y cómo debían limpiarse.
Freedman ayudó a Dicken a ponerse la ropa interior sobre la pierna rígida. Juntos, se pusieron guantes gruesos de plástico, para luego introducir las manos en las manazas de los trajes verdes. La operación les dejó con la destreza manual de una foca. Los trajes sin dedos eran más resistentes, más seguros, y más baratos, y nadie esperaba que los visitantes de la estación interior realizasen delicados trabajos de laboratorio. Unos pequeños ganchos de plástico situados donde deberían estar los pulgares les permitieron subir la cremallera posterior (cada uno la del otro), para retirar a continuación una cubierta protectora en la cara interna de un cierre de plástico. Una herramienta especial presionaba el cierre sobre la cremallera.
Les llevó veinte minutos.
Atravesaron un segundo juego de duchas, y luego otra compuerta más. Confinado en el interior del casco casi sin aire, Dicken sintió como la transpiración se condensaba en su cara y se deslizaba por los antebrazos. Tras las segunda compuerta, cada uno enganchó al otro a su correspondiente umbilical —las familiares mangueras de plástico colgaban desde arriba sostenidas por ganchos de acero.
Los trajes se hincharon por la presión. El flujo de aire fresco y limpio les revivió.
La última vez, al terminar la visita, Dicken había salido del traje con la nariz sangrándole. Freedman le había salvado de semanas de cuarentena diagnosticando y restañando ella misma la hemorragia.
—Están listos para el interior —les dijo la celadora a través de un altavoz.
La última escotilla se abrió con un susurro sedoso. Dicken penetró en la estación interior por delante de Freedman. En sincronía, se giraron a la derecha y esperaron a que las persianas de acero se abriesen.
Los pocos incidentes de Shiver habían dado lugar al menos a un centenar de cursos rápidos en investigación médica y militar. Si mujeres que sufrían abusos, y mujeres que habían recibido xenotrasplantes, podían por sí mismas diseñar y expresar miles de plagas asesinas, ¿qué podría hacer una generación de niños del virus?
Dicken contrajo la mandíbula, preguntándose cuánto habría cambiado Carla Rhine en seis meses.
Y la pobre a veces también es una santa.