Nuevo México
Para entrar en el zoo del Patogénico, tuvieron que atravesar una sala con paredes desnudas de hormigón pintadas de negro y humedecer los zapatos en bandejas que contenían un fluido amarillo empalagoso —una variación de desinfectante, le explicó Turner.
Dicken movió con cierta torpeza los zapatos en el líquido.
—También lo hacemos al salir —dijo Presky—. Las suelas de goma duran más tiempo.
Se limpiaron y secaron los zapatos sobre alfombrillas negras de nailon y se pusieron una combinación de botas de algodón y polainas, atadas alrededor de la pantorrilla. Presky les entregó, a cada uno, una redecilla para el pelo y una máscara de filtro fino para cubrirse la boca, y les dijo que tocasen lo mínimo posible.
El zoo hubiese sido el orgullo de una pequeña ciudad. Ocupaba cuatro almacenes que cubrían varios acres, con paredes de acero y hormigón que estaban cubiertas con hábitats conteniendo copias más o menos fieles de ambientes naturales.
—Cómodo, de bajo estrés —comentó Turner.
—La doctora Blakemore trabaja con monos verdes y aulladores —dijo Jurie—. Del nuevo y del viejo mundo. Sus perfiles de ERV son muy diferentes, como estoy seguro que sabe. Esperamos tener pronto chimpancés, pero quizá nos podamos aprovechar del proyecto de chimpancés de Americol —miró a Dicken con ojos marrones inquisitivos—. El trabajo de Kaye Lang, ¿no?
Dicken asintió ausente.
Las cinco jaulas de primates contenían todos los entretenimientos: ramas, columpios y anillas, suelos cubiertos de alfombrillas de goma, varios niveles para pasearse y trepar, una amplia selección de juguetes de plástico. Dicken contó a seis aulladores separados entre machos y hembras en dos cajas, con una lámina de plástico perforado en medio: podían verse y olerse, pero no tocarse.
Pasaron por delante y se detuvieron frente a un largo y estrecho acuario que contenía ornitorrincos que nadaban felices y varios peces pequeños. A Dicken le encantaban los ornitorrincos. Sonrió como un niño pequeño mientras un ejemplar de treinta centímetros saltaba y nadaba varias veces a través del agua verde y clara, con plateadas líneas de burbujas surgiendo de su pelaje.
—Se llama Torrie —dijo Presky—. Es bonita, ¿no?
—Es maravillosa —dijo Dicken.
—Cualquier cosa con pelaje, escamas o plumas tiene genes víricos de interés —dijo Jurie—. Por el momento Torrie es más bien una inutilidad, pero nos cae bien igual. Recién hemos terminado de secuenciar y comparar los alogenomas de equidnas y, por supuesto, ornitorrincos.
—Estamos hablando de un censo de ERVs monotremas —explicó Turner—. Los ERVs son útiles durante el desarrollo de vivíparos. Nos ayudan a atenuar el sistema inmunológico de las madres. En caso contrario, sus linfocitos acabarían matando a los embriones porque, en parte, están formados por tejidos del padre. Sin embargo, al igual que los pájaros, los monotremas ponen huevos. No deberían emplear los ERVs durante las primeras fases del desarrollo.
—La hipótesis de Temin—Larsson—Villarreal —dijo Dicken.
—¿Estás familiarizado con la TLV? —preguntó Turner, encantado. TLV se refería a una teoría de infecciones virus—anfitrión desarrollado a partir de los trabajos realizados durante décadas, en diferentes instituciones, por Howard R. Temin, Eric Larsson y Luis P. Villarreal. TLV había ganado mucho peso desde el SHEVA.
Dicken asintió.
—Bien, ¿es así?
—¿Es qué? —preguntó Presky.
—¿Equidnas y aves expresan partículas ERV para proteger a sus embriones?
—Ah —dijo Presky, y sonrió misteriosamente, y luego agitó un dedo—. Seguridad en el trabajo. —Miró a Turner. Cuando movía la cabeza también movía el cuerpo, como una imagen de una torre de reloj—. Torrie pronto tendrá un compañero. Eso producirá muchos cambios que nos intrigan.
—Presumiblemente, también intrigarán a Torrie —añadió Jurie, totalmente en serio.
Llegaron hasta un recinto de cemento con un convincente, aunque pequeño, bosquecillo de coníferas.
—Ni leones ni tigres, pero tenemos osos —dijo Presky—. Dos machos jóvenes. En ocasiones salen a pegarse. Son hermanos, así que les gusta jugar a las peleas.
—Osos, mapaches, tejones —añadió Turner—. Animales más que pacíficos, al menos víricamente. Los simios, incluyéndonos a nosotros, parecen tener los ERVs más activos y numerosos.
—La mayoría de las plantas y los animales parecen poseer sus propias capacidades en la propaganda y la guerra biológica. La guerra sólo se produce si las poblaciones están muy presionadas —dijo Jurie—. ¿Podríamos oír el ejemplo favorito del doctor Turner?
Turner los llevó a través de un gran recinto que contenía a bisontes europeos de aspecto bastante sarnoso. Cuatro animales grandes, greñudos, con el pelaje colgando a trozos, miraron a los espectadores humanos con placidez angelical. Uno agitó la cabeza, enviando al aire polvo y paja.
—Novedad en la memoria reciente, al menos de los comedores de hamburguesas: transferencia de genes de toxinas de la bacteria E. coli al ganado —empezó a decir Turner—. La ganadería industrial moderna y las técnicas actuales de matanza provocan mucho estrés en el ganado, cuyos miembros envían señales hormonales a sus múltiples estómagos, sus rumenes. La E. coli reacciona a esas señales adquiriendo fagos, virus de bacterias, que portan genes de otras bacterias comunes del intestino, Shigella. Esos genes resulta que codifican la toxina Shiga. El intercambio no afecta a la vaca, fascinante, ¿no? Pero cuando un depredador mata a un bicho tipo vaca en la naturaleza, y le muerde las tripas, cosa que la mayoría hace, comiendo hierba y demás a medio digerir, lo llaman la ensalada de la selva, se traga un montón de E. coli cargado de toxinas Shiga. Eso puede poner muy enfermo al depredador, y a nosotros. Los depredadores muertos o enfermos reducen considerablemente el estrés de las vacas. Es una válvula de escape muy inteligente. Ahora esterilizamos la carne con radiación. Toda la carne.
—Personalmente, nunca como carne cruda —dijo Jurie con un arco contemplativo en las cejas—. Demasiados genes sueltos flotando por ahí. El doctor Miller, nuestro botánico jefe, me cuenta que también me debería preocupar de los vegetales.
Orlin Miller levantó las manos para defenderse.
—Igual tiempo para las verduras.
Entraron en el edificio dos, la combinación de pajarera y herpetario. Montadas sobre bancos junto a las grandes puertas deslizantes del almacén, había cajas de vidrio que congregaban serpientes reales enrolladas bajo lámparas de calor rojas.
—Tenemos pruebas de un flujo lateral lento pero constante de genes entre especies —dijo Jurie—. El doctor Foresmith está estudiando la transferencia de genes entre virus exógenos y endógenos en pollos y patos, así como en los psittaciformes, los loros.
Foresmith, un tipo imponente de pelo gris, de apenas cincuenta años, antes del Instituto Tecnológico de Massachusetts —Dicken le conocía por su trabajo sobre bacterias de genoma mínimo— tomó la palabra:
—La gripe y otros virus exógenos pueden intercambiar genes y recombinarse en el interior de los anfitriones o poblaciones de reserva —dijo, con una voz que era un estruendo metálico—. Una vez al año solía llegar una nueva cepa de gripe de Asia. Ahora, sabemos que virus exógenos y endógenos, herpes, poxvirus, VIH y SHEVA, se pueden recombinar en nuestro interior. ¿Y si esos virus cometiesen un error? Mete un gen en la posición equivocada del ADN celular… Una célula comienza a pasar de sus deberes y crece fuera de control. Voilà, un tumor maligno. O, un virus relativamente benigno adquiere un gen crucial y pasa de ser una infección persistente a ser grave. Un error realmente grande y pum —se golpeó la palma con el puño—, sufrimos una mortalidad del cien por cien. —Su sonrisa era simultáneamente admiradora y nerviosa—. Uno de nuestros chicos de paleología cree que podemos explicar de esa forma muchas extinciones masivas, al menos en teoría. Si pudiésemos resucitar y reensamblar algunos de los ERVs más antiguos y extremadamente degradados, quizá descubriríamos qué les sucedió realmente a los dinosaurios.
—No tan rápido —dijo Dicken, levantando las manos en signo de rendición—. No sé nada sobre dinosaurios o vacas estresadas.
—Olvidémonos por el momento de las teorías más alocadas —amonestó Jurie a Foresmith, pero tenía un brillo en los ojos—. Tom, te toca.
Tom Wrigley era el más joven del grupo, de unos veinticinco años, alto, de pelo oscuro, y sencillo, de nariz roja y una expresión perpetuamente agradable. Sonrió con timidez y le pasó una moneda a Dicken, un cuarto de dólar.
—Eso es más o menos lo que cuesta una píldora anticonceptiva. Mi grupo está estudiando los efectos del control de natalidad en la expresión de retrovirus endógenos en las mujeres entre veinte y cincuenta años.
Dicken hizo rodar la moneda en la mano. Tom le mostró la palma, arqueando las cejas, y Dicken se la devolvió.
—Diles por qué, Tom —sondeó Jurie.
—Hace veinte años, unos investigadores descubrieron que el VIH infectaba a las mujeres embarazadas en una tasa mayor. Algunos de los retrovirus endógenos humanos están muy emparentados con el VIH, que va a por todas contra nuestro sistema inmunológico. El feto en el interior de la madre expresa un montón de HERVs de la placenta, que algunos creen ayudan a someter el sistema inmunológico de la madre de una forma beneficiosa… lo justo para que no ataque al feto en desarrollo. TLV, como usted sabe, doctor Dicken.
—Howard Temin es un dios en este lugar —dijo Dee Dee Blakemore—. En el ala C le hemos puesto un pequeño santuario. Le rezamos todos los miércoles.
—Las píldoras de control de natalidad producen en las mujeres condiciones similares al embarazo —dijo Wrigley—. Decidimos que las mujeres que tomaban anticonceptivos formarían un excelente grupo de estudio. Tenemos veinte voluntarias, cinco de ellas nuestras propias investigadoras.
Blakemore levantó la mano.
—Yo soy una —dijo—. Ya me siento irritable —le gruñó a Wrigley y le enseñó los caninos. Wrigley levantó las manos fingiendo miedo.
—Con el tiempo, las mujeres SHEVA se quedarán embarazadas —dijo Wrigley—. Y algunas de ellas puede que usen métodos anticonceptivos. Queremos saber cómo afectará a la producción de patógenos potenciales.
—La madurez sexual y el embarazo en los nuevos niños será probablemente un periodo de gran peligro —dijo Jurie—. Los retrovirus emitidos en el curso natural de una segunda generación de embarazos SHEVA podrían transferirse a los humanos. El resultado podría ser otra enfermedad como el VIH. De hecho, el doctor Presky, entre otros, cree que algo similar explica cómo el VIH llegó a la población humana.
Presky intervino.
—Un cazador en busca de carne pudo matar una chimpancé embarazada. —Se encogió de hombros; la hipótesis no era todavía más que una cábala, como Dicken sabía bien. Como estudiante de posdoctorado a finales de los 80, Dicken había pasado dos años en el Congo y Zaire buscando posibles fuentes del VIH.
—Y por último, pero no menos importante, nuestros jardines. ¿Doctor Miller?
Orlin Miller señaló, en el extremo norte del almacén, una zona plana de verde y jardines de flores extendidos bajo cielos de tragaluces y bombillas solares artificiales colgando de imponentes falanges, como grandes frutas de cristal.
—Mi grupo estudia la transferencia de genes víricos entre plantas e insectos, hongos y bacterias. Como antes dio a entender el doctor Jurie, también estudiamos genes humanos que pudieron tener su origen en plantas —añadió Miller—. Desde aquí puedo ver el Nobel colgando.
—No es que llegues a subirte al estrado para recogerlo —le advirtió Jurie.
—No, claro que no —dijo Miller, algo desinflado.
—Basta. Sólo una muestra —dijo Jurie, deteniéndose frente a una zona espesa de maíz joven—. Otros siete directores de división que no pueden estar aquí esta noche envían sus felicitaciones… a mí, por haber conseguido al doctor Dicken. No necesariamente felicitan al doctor Dicken.
Los otros sonrieron.
—Gracias, caballeros —dijo Jurie, y les dijo adiós con la mano, como si fuesen un grupo de escolares. Los directores se despidieron y salieron del almacén. Sólo se quedó Turner.
Jurie fijó a Dicken con una mirada.
—El INS me dice que pudo emplearle en el Patogénico —dijo Jurie—. El INS paga por una parte sustancial de mi trabajo aquí, a través de Acción de Emergencia. Aun así, siento curiosidad. ¿Por qué aceptó el nombramiento? No será porque me ama y me respeta, doctor Dicken. —Jurie se cruzó de brazos y sus dedos huesudos se dieron a un ataque de búsqueda, marchando hacia los codos, acercando aún más los brazos.
—Voy a donde está la ciencia —dijo Dicken—. Creo que están a punto de descubrir cosas muy interesantes. Y creo que puedo ayudar. Además… —hizo una pausa— le dieron una lista. Usted me escogió.
Jurie alzó una mano para desestimar ese punto.
—Todo lo que hacemos aquí es político. Sería un tonto si no me diese cuenta —dijo—. Pero francamente, creo que vamos ganando. Nuestro trabajo es demasiado importante para interrumpirlo, por cualquier razón. Y ya puestos podemos tener a la mejor gente trabajando para nosotros, independientemente de sus relaciones. Es usted un buen científico y, en el fondo, eso es lo que importa. —Jurie pasó frente a un invernadero cubierto de plástico lleno de plataneros, oscurecidos por el plástico translúcido—. Si cree que está preparado, tengo un problema teórico para usted.
—Tan listo como pueda estarlo —dijo Dicken.
—Me gustaría que empezase con algo que se sale un poco de lo habitual. ¿Le apetece?
—Le escucho —dijo Dicken.
—Puede trabajar con las voluntarias del doctor Wrigley. Reúna un equipo entre los estudiantes de posdoctorado residentes bajo la supervisión de Dee Dee, no más de dos para empezar. Están analizando antiguas regiones promotoras asociadas con las características sexuales, cambios fisiológicos en los humanos posiblemente inducidos por genes retrovirales. —Jurie tragó muy evidentemente—. Los virus han inducido cambios muy evidentes en los niños SHEVA. Ahora, me gustaría estudiar casos más mundanos en humanos. ¿Adivina el pliegue de tejido que me parece sospechoso? —preguntó Jurie.
—La verdad es que no —dijo Dicken.
—Es como una alarma colocada en una puerta que se mantiene cerrada hasta la madurez. Cuando se atraviesa la puerta, eso anuncia un gran logro, un cambio crucial; lo anuncia con gran dolor y toda una cascada de acontecimientos hormonales. Las hormonas generadas por esa experiencia parece que activan HERVs y otros elementos móviles, preparando a nuestros cuerpos para una nueva fase vital. La reproducción es inminente, le dice al cuerpo. Es hora de prepararse.
—El himen femenino —supuso Dicken.
—El himen femenino —dijo Jurie—. ¿Hay algún otro? —No estaba siendo sarcástico. Era una pregunta directa—. ¿Hay otras puertas por abrir, otras señales?… No lo sé. Me gustaría saberlo. —Jurie examinó a Dicken, con los ojos nuevamente encendidos por el entusiasmo—. Mi suposición es que los virus han alterado nuestro fenotipo para producir el himen. La rotura del himen les advierte que se está produciendo el sexo, así que se pueden preparar para hacer todo lo que hacen. Alterando la expresión de genes clave, activándolos o bloqueándolos, puede que los virus también cambien nuestro comportamiento. Vamos a descubrirlo. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una pequeña caja de plástico y se la pasó a Dicken—. Mis notas. Me alegraré si le resultan útiles.
—Bien —dijo Dicken. Sabía muy poco sobre hímenes; se preguntó cuáles serían sus otros recursos.
—Las hembras SHEVA no tienen himen, ¿lo sabe? —dijo Jurie—. No hay tal membrana. La comparación debería ofrecer fascinantes divergencias en los caminos hormonales y la activación vírica. Y la activación vírica es lo que nos preocupa.
Dicken se encontró asintiendo. Estaba casi hipnotizado por la temeridad de la hipótesis. Era perversa; de una perversidad brillante.
—¿Cree que la menarquía en las mujeres SHEVA activará mutaciones víricas? —preguntó.
—Posiblemente —dijo Jurie con tono plano, como si hablase del tiempo—. ¿Interesado?
—Lo estoy —dijo Dicken después de una pausa para meditar.
—Bien. —Jurie levantó los brazos y echó la cabeza a un lado, haciendo que los huesos del cráneo restallasen; Volvió los ojos a otra parte, asintió una vez y echó a andar, dejando a Turner y a Dicken solos en el almacén entre caravanas y jardines.
La entrevista había concluido.
Turner escoltó a Dicken de vuelta al zoo, los baños de pie, y los pasillos hasta la puerta de acero. Se detuvieron en la oficina de mantenimiento para coger la llave del dormitorio de Dicken.
—Has sobrevivido al encuentro con el Viejo —dijo Turner. Luego le mostró a Dicken el camino al ala de dormitorios para los nuevos residentes. Levantó la mano, apretó la llave identificadora, volviéndola de azul a roja, y la dejó caer en la palma de Dicken. Miró a Dicken durante un momento largo e incómodo, y añadió—: Buena suerte.
Turner recorrió el pasillo de vuelta, agitando la cabeza. Por encima del hombro gritó:
—¡Dios! Hímenes. ¿Qué será lo próximo?
Dicken cerró la puerta de la habitación y encendió la luz del techo. Se sentó en la cama estrecha y tirante, y se frotó las sienes y la mandíbula con dedos temblorosos, mareado por las emociones reprimidas.
Por primera vez en su vida, la presa que Dicken perseguía no era microbiana.
Era una enfermedad, pero era completamente humana.