Washington, D.C.
Gianelli entró por la parte posterior de la cámara, cargado con un montón de papeles. Thomasen levantó la vista. Augustine miró por encima del hombro. El último senador del comité venía seguido de un agente del servicio secreto, que ocupó una posición junto a otro agente al lado de la puerta, y luego una mujer pequeña de mirada intensa. Augustine reconoció a Laura Bloch. Ella era la razón principal por la que Gianelli era senador, y poseía una mente política formidable.
Augustine también había oído que Bloch tenía algo de maestra de espías.
—Me alegro de que hayas podido venir, Dick —gritó Chase desde el otro extremo de la cámara—. Estábamos preocupados.
Gianelli sonrió taimado.
—Alergias —dijo.
Kaye Lang Rafelson entró tras Bloch. A Augustine le sorprendió su presencia. Reconoció una trampa y sospechó que la actual directora de ACEM lamentaría llegar tarde.
Kaye se dirigió a la mesa de testigos. Una silla y un micrófono esperaban por ella. La presentaron ante el comité, aunque todos la conocían por nombre y reputación.
El senador Percy parecía desconcertado. Él también podía oler la trampa.
—La doctora Rafelson no aparece en la lista, Dick —dijo mientras Bloch ayudaba a Gianelli a situarse en el estrado.
—Trae noticias importantes —dijo Gianelli con brusquedad.
Kaye prestó juramento. No miró a Augustine ni una vez, aunque estaban a menos de metro y medio.
La senadora Thomasen contuvo un bostezo. Parecía perfectamente dispuesta a seguir las indicaciones de Gianelli. Hubo algunas discusiones sobre procedimientos, más interrupciones por parte de Percy y contra argumentos de Chase, y finalmente Percy levantó las manos y permitió que continuase el testimonio. Claramente no le hacía feliz que la directora no estuviese presente.
—Trabaja en Americol, ¿no es así, señora Rafelson? —dijo Thomasen, leyendo la hoja de testigo que le había entregado Gianelli.
—Sí, senadora.
—¿Y a qué se dedica su grupo?
—Estudiamos técnicas de desactivación de ERV en ratones y chimpancés, senadora —dijo Kaye.
—Bravo —dijo el senador Percy—. Un esfuerzo encomiable, para librar al mundo de virus.
—Trabajamos para comprender el papel de los virus en nuestro genoma y en nuestra vida diaria —le corrigió Kaye. A Percy no pareció importarle la distinción.
—También trabaja con el Centro de Control de Enfermedades —siguió Thomasen—. ¿Sirviendo de enlace entre Marge Cross y Fern Ridpath, director de asuntos SHEVA en el CCE?
—A veces, pero el doctor Ridpath pasa más tiempo con nuestro IP.
—¿IP?
—Investigador principal.
—¿Y ése es?
—El doctor Robert Jackson —dijo Kaye.
Thomasen levantó la vista, como hicieron los otros, al oír cómo la puerta al fondo volvía a abrirse. Rachel Browning recorrió el pasillo, vestida con un traje negro y cinturón rojo y ancho. Miró a Augustine, luego miró a los senadores en la tarima con lo que pretendía fuese una mirada de perplejidad. A Kaye la sonrisa le pareció de depredación. A dos pasos por detrás venía su consejera, una mujer pequeña de pelo gris vestida con un traje de verano de algodón beige.
—Llega usted tarde, señora Browning —dijo la senadora Thomasen.
—Tenía entendido que la doctora Browning testificaría a solas frente al comité, en una sesión cerrada —dijo la consejera, con voz de mando.
—La vista es cerrada —dijo Gianelli con otra inhalación—. El senador Percy invitó al doctor Augustine y yo invité a la doctora Rafelson.
Browning se sentó al extremo de la mesa y sonrió con tranquilidad mientras su consejera se inclinaba para disponer un pequeño portátil sobre el escritorio. A continuación, la consejera desplegó los laterales, para evitar que la pantalla del portátil fuese visible a ambos lados y se sentó a la izquierda de Browning.
—La doctora Rafelson fue interrumpida —Le recordó el senador Gianelli a la presidencia.
Thomasen sonrió.
—No estoy segura de a qué tonada se supone que bailamos. ¿Quién es el violinista?
—Usted, señora presidenta —dijo Gianelli.
—Sinceramente lo dudo —dijo Thomasen—. Vale, siga, doctora Rafelson.
A Kaye no le gustaba enfrentarse a la directora de Acción de Emergencia de esta forma, pero estaba claro que no tenía elección. La habían encajado entre líneas de escaramuzas en un juego mucho más peligroso que el rugby.
—Ayer por la noche, se celebró en Baltimore una reunión para discutir los resultados de un estudio de salud de Americol. Usted estaba presente —dijo Gianelli—. Díganos qué está pasando, Kaye.
La mirada de Browning fue una advertencia.
Kaye pasó de ella.
—Tenemos pruebas concluyentes de que se han producido nuevos alumbramientos de primer estado de SHEVA, senador —dijo—. Expulsión o aborto de hijas interinas.
Se hizo el silencio en la cámara. Todos los senadores miraban hacia arriba y a los lados, como si un pájaro extraño hubiese entrado volando en la sala.
—¿Perdone? —dijo Chase.
—Habrá nuevos nacimientos SHEVA. Nos encontramos ahora en la tercera oleada.
—¿No hay protocolo de seguridad? —preguntó Percy, mirando con asombro al resto de sus colegas del comité—. Este comité no es famoso precisamente por su discreción. Le pido que consideren las consecuencias políticas y sociales…
—Señora presidenta —exigió exasperado el senador de Arizona.
—Doctora Rafelson, por favor, explíquese —dijo Gianelli, ignorando el altercado.
—Muestras sanguíneas de más de cincuenta mil varones en relaciones estables vuelven a producir retrovirus SHEVA. Las estimaciones actuales del CCE son que más de veinte mil mujeres darán a luz a bebés SHEVA de segunda fase durante los próximos ocho o doce meses en Estados Unidos. En los próximos tres años, puede que tengamos hasta cien mil nacimientos SHEVA.
—¡Por Dios! —gritó Percy—. ¿No se va a acabar nunca? —Su voz hizo que el sistema de sonido resonase.
—La gran bola vuelve a rodar —dijo Gianelli.
—¿Es eso cierto, señora Browning? —exigió el senador Percy.
Browning se puso en pie.
—Gracias, senador. Acción de Emergencia es perfectamente consciente de esos casos, y hemos preparado un plan especial para contrarrestar sus efectos. Cierto, se han producido abortos. Ha habido informes de embarazos subsecuentes. No hay pruebas de que esos niños tengan las mismas mutaciones inducidas por el virus. De hecho, el retrovirus que producen los varones no es homólogo a los virus SHEVA que conocemos. Puede que estemos presenciando un nuevo resurgimiento de la enfermedad, con nuevas complicaciones.
El senador Percy siguió.
—Son noticias terribles y asombrosas. Señora Browning, ¿no cree que ya es hora de que nos libremos de esos invasores?
Browning ordenó sus papeles.
—Eso creo, senador Percy. Se ha desarrollado una vacuna que ofrece considerable resistencia a la transmisión de SHEVA y otros muchos retrovirus.
Kaye agarró el borde de la mesa para evitar que le temblasen las manos. No había ninguna nueva vacuna; eso lo sabía seguro. No era más que pura mierda científica. Pero ciertamente éste no era el momento de pedir explicaciones a Browning. Que tejiese su red.
—Tenemos la esperanza de detener por completo esta nueva fase vírica —siguió diciendo Browning. Se puso gafas de lectura como de abuela y leyó las notas de su teléfono de datos—. También hemos recomendado cuarentena, inserción de chips GPS y seguimiento de todas las madres infectadas, para evitar otro brote de Shiver. Con tiempo, tenemos la esperanza de obtener permiso de los tribunales para ponerles chips a todos los niños SHEVA.
Kaye miró a la fila de caras en la tarima, viendo sólo miedo, y luego volvió a mirar a Browning.
Browning aguantó la mirada de Kaye durante un buen rato, con ojos duros y directos tras las lentes de abuela.
—Acción de Emergencia tiene autoridad, según la Decisión Directiva Presidencial 298 y 341, y la autoridad concedida por el Congreso en nuestro estatuto original, para anunciar una cuarentena total de todas las madres afectadas. Vamos a ordenar arrestos domiciliarios por separado para todos los hombres que producen el nuevo retrovirus, sacándolos de las casas donde puedan infectar a sus parejas. El resumen es que no queremos que nazcan más niños afectados por el SHEVA.
Chase se había puesto pálido.
—¿Cómo vamos a evitarlo, señora Browning? —preguntó.
—Si no se pueden insertar chips GPS de inmediato, recurriremos a métodos más antiguos. Se usarán brazaletes de tobillo para seguir las actividades de los hombres afectados. Ahora mismo se están preparando otros planes. Evitaremos este nuevo brote de la enfermedad, senadores.
—¿Cuánto tiempo pasará hasta que podamos limpiar esos virus de nuestros cuerpos por completo? —preguntó el senador Percy.
—En eso la experta es la señora Lang —dijo Browning, y se volvió hacia ella con expresión de ingenuidad, de profesional a profesional—. ¿Kaye? ¿Algún progreso?
—Nuestra división está probando nuevos procedimientos —dijo Kaye—. Hasta ahora, hemos sido incapaces de eliminar los retrovirus antiguos, ERVs, de embriones de ratones y chimpancés y tener nacimientos normales. Eliminar la mayoría o todos los genes víricos antiguos, incluyendo SHEVA, produce grandes anormalidades cromosómicas tras la mitosis, fallos de implantación en el óvulo fertilizado, absorciones tempranas, y abortos. Igualmente, en Americol no hemos progresado en una vacuna efectiva. Queda mucho por aprender. Los virus…
—Ahí está —la interrumpió Browning, dirigiéndose de nuevo a los senadores—. Fracaso total. Debemos introducir remedios prácticos.
—Uno se pregunta, doctora Rafelson, si se debe confiar en usted para esta labor, dadas sus simpatías —dijo el senador Percy y se secó la frente.
—Eso está fuera de lugar, senador Percy —dijo Gianelli con severidad.
Browning intervino.
—Tenemos la esperanza de compartir todos los datos científicos con Americol y con este comité —dijo—. Sinceramente creemos que la señora Lang y sus colegas científicos deberían ser igualmente abiertos con nosotros, y quizás algo más diligentes.
Kaye cruzó las manos sobre la mesa.
Después de que se cerrase la sesión, Augustine bebía un vaso de agua en la sala de espera. Browning pasó enérgica a su lado.
—¿Tuviste algo que ver con esto, Mark? —preguntó en un susurro, sirviéndose un vaso de la jarra helada. Tres años atrás, Augustine había infravalorado el miedo y el odio del que eran capaces los americanos. Rachel Browning no había cometido ese error. Si la nueva directora de Acción de Emergencia arrastraba alguna cuerda, Augustine no podía verla.
Podrían pasar muchos años antes de que se ahorcase a sí misma.
—No —dijo Augustine—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Bien, la noticia se conocerá pronto.
Browning se alejó de la puerta de la sala de espera mientras Laura Bloch guiaba a Kaye, y se fue con su consejera. Bloch consiguió con rapidez una taza de café a Kaye. Augustine y Kaye se encontraban a menos de un paso de distancia. Kaye levantó la taza.
—Hola, Mark.
—Buenas tardes, Kaye. Lo hiciste muy bien.
—Lo dudo, pero gracias —dijo Kaye.
—Quería decirte que lo lamento —dijo Augustine.
—¿El qué? —preguntó Kaye. Claro, no sabía todo lo sucedido aquel día cuando Browning le había llamado y le había contado la posible adquisición de su familia.
—Lamento que hayas tenido que ser su señuelo —dijo.
—Estoy acostumbrada —dijo Kaye—. Es el precio que pago por estar tanto tiempo desconectada.
Augustine intentó una sonrisa de simpatía, pero su rostro rígido no produjo más que una mueca apacible.
—Te oigo —dijo.
—Al fin —dijo Kaye formal, y se volvió para unirse a Laura Bloch.
Augustine sintió el rechazo, pero sabía ser paciente. Sabía cómo trabajar en las sombras, en silencio y sin recibir crédito.
Hacía tiempo que había aprendido a emular a los humildes virus.