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Nuevo México

El despacho del doctor Jurie era pequeño y estaba atestado de cajas, como si hubiese llegado apenas unos días antes. Jurie empujó hacia atrás su vieja silla Aeron cuando entraron Dicken y Turner.

Los estantes alrededor del despacho estaban muy poco poblados con algunos textos de universidad ya gastados, favoritos para una referencia rápida, y carpetas llenas con lo que Dicken asumió debían de ser artículos científicos. En la pequeña habitación contó siete taburetes de laboratorio, dispuestos en un semicírculo apretado alrededor de la mesa. La mesa sostenía un ordenador plano con dos paneles levantados, mostrando resultados de dos experimentos.

—¿Aclimatándose, doctor Dicken? —preguntó Jurie—. ¿Las altitudes le tratan bien?

—Me va muy bien, gracias —dijo Dicken. Turner y Presky se sentaron relajadamente en los taburetes.

Jurie le indicó a Dicken que se sentase en la segunda vieja silla Aeron, al otro lado de la mesa. Tuvo que empujar un montón de cajas para sentarse en la silla, lo que le dobló la pierna dolorosamente. Una vez sentado, se preguntó si podría volver a ponerse en pie.

Jurie llevaba zapatos Oxford marrones, pantalones de lana, y una camisa azul oscuro con un cuello amplio, y un suéter sin mangas de color crema, todo limpio pero arrugado. A los cincuenta y cinco años, tenía rasgos juveniles y agradables, y el cuerpo delgado. Era el tipo de rostro que encajaría perfectamente en el cuello de una camisa Arrow en un anuncio de revista. Si fumase en pipa, Dicken lo hubiese considerado la encarnación del cliché del científico. Sin embargo, su cuerpo era demasiado pequeño para completar el efecto Oppenheimer. Dicken estimó su altura en apenas metro sesenta.

—He invitado a más de nuestros jefes de investigación. Mis disculpas por estar exhibiéndole, doctor Dicken. —Jurie alargó la mano para pasar el ordenador a hibernación y luego rotó sobre la silla de un lado a otro.

Una cabeza de mujer apareció a través de la puerta y metió un puño para llamar en la pared interior.

—Ah —dijo Jurie—. Dee Dee. La doctora Blakemore. Siempre rauda.

—Incluso en exceso —dijo la mujer. Casi de cuarenta años, confortablemente rotunda, con largo pelo castaño claro y expresión de confianza, atravesó la puerta y con algo de dificultad se sentó en un taburete. En los minutos siguientes otros cuatro se les unieron, pero se quedaron de pie.

—Gracias a todos por venir —Jurie dio comienzo a la reunión—. Estamos todos aquí para recibir al doctor Dicken.

Dos de los hombres habían llegado con latas de cerveza en la mano, aparentemente pilladas en la fiesta. Dicken se dio cuenta de que uno —el doctor Orlin Miller, antes de la universidad Western Washington— seguía prefiriendo la Bud Light a la Heineken.

—Somos un grupo distendido —dijo Jurie—. Algo informal. —Nunca sonreía, y cuando hablaba, realizaba pequeñas e inesperadas vacilaciones entre palabras—. Lo que nos interesa esencialmente, en el Patogénico, es cómo las enfermedades nos emplean como bibliotecas y depósitos genéricos. También, cómo nos adaptamos a esas incursiones y aprendimos a usar las enfermedades. Realmente no importa si los virus son genes renegados del interior, o invasores del exterior… el resultado es el mismo, una batalla constante por la ventaja y el control. En ocasiones ganamos, en ocasiones perdemos, ¿no es cierto?

Dicken no podía estar en desacuerdo.

—He prestado atención a toda la cháchara mediática sobre niños del virus, y sinceramente, me importa una mierda si son el producto de una enfermedad o la evolución. La evolución es una enfermedad, por lo que yo sé. Lo que quiero descubrir es cómo los virus pueden recombinarse y matarnos.

»No es coincidencia que si descubrimos ese mecanismo tendremos un arma muy importante tanto para la defensa nacional como para la ofensiva. Ésta es la era del gen y el germen, y cualquier sutil perversión que se nos pueda ocurrir, también se les puede ocurrir a nuestros enemigos. Lo que es razón más que suficiente para seguir pagando por Patogénico de Sandia y mantenerlo funcionando a tonta máquina, de lo que todos nos beneficiamos.

—Amén —dijo Turner.

Oí «a tonta máquina», pensó Dicken, y miró a su alrededor. ¿Alguien más? En marcha a tonta máquina.

—Doctor Presky, ¿le enseñamos al doctor Dicken nuestro zoo? —preguntó Jurie.