Centro Patogénico División de Valoración de Amenazas Víricas, Sandia Labs NUEVO MÉXICO
—Intercambiamos muchos aptrónimos para rebajar la presión —le dijo Jonathan Turner mientras giraba el carrito de golpe hasta el puesto de guardia de cemento.
—¿Aptrónimos? —preguntó Christopher Dicken.
El sol se había puesto al modo habitual de Nuevo México —de pronto y con un poco de dramatismo—. Por todas las instalaciones se encendían las lámparas halógenas, proyectando un intenso día artificial sobre la arquitectura simple y francamente fea.
—Nombres que se ajustan al puesto. Te ofrezco un ejemplo —dijo Turner—. En Sandia tenemos un médico llamado Polk. Asa Polk[1].
—Ah —dijo Dicken. El puesto de guardia estaba vacío. Algo pequeño y blanco se movía de un lado al otro tras las ventanas de cristal ahumado. De un lado sobresalía un tubo largo de metal. Usó un pañuelo para limpiarse el sudor de mejillas y frente. El sudor no se debía al calor. No le gustaba su nuevo papel. No le gustaban los secretos.
En especial, no le gustaba meterse en el vientre de la bestia.
Turner siguió su mirada.
—No hay nadie en casa —dijo—. Todavía usamos gente en las entradas principales, pero aquí el centinela es automático. —Dicken percibió una rejilla de rayos púrpura que recorrían la cara de Turner. Luego la suya.
Junto a la puerta se encendió una luz verde.
—Es usted quien dice ser, doctor Dicken —dijo Turner. Metió la mano en una pequeña caja bajo el salpicadero y sacó una bolsa plástica que decía RESIDUOS BIOLÓGICOS—. El pañuelo, por favor, los Kleenex en los bolsillos. Cualquier cosa que se emplee para tocar el cuerpo. No se permite la entrada o salida de nada así. Ya es un milagro que permitamos la ropa.
Dicken metió el pañuelo en la bolsa, y Turner la selló y la metió en una pequeña caja metálica. Las barreras de metal y hormigón se hundieron y se desplazaron.
—En contabilidad, tenemos al señor Ledger[2] —dijo Turner al conducir—. Y en estadística, al doctor Damlye[3]
—Yo una vez trabajé con un patólogo llamado Boddy[4] —dijo Dicken.
Turner asintió con aprobación provisional.
—Uno de nuestros genios de arbovirus se llama Bugg[5].
El carrito dejó atrás una torre de agua de color gris oscuro y cinco cilindros de gas presurizados pintados de verde lima, para atravesar luego una mediana hasta un recinto rodeado con una verja que contenía una gran antena de satélite. Con un ademán, Turner dio una vuelta de 360 grados alrededor de la antena, y luego condujo hasta una fila de bungalows bajos. Tras los bungalows, y tras varias verjas electrificadas coronadas por alambre de espino, había cuatro almacenes de hormigón, que conjuntamente recibían el nombre de Manicomio. Las verjas eran vigiladas por robots grises y bajos y soldados portando armas automáticas.
—Una vez conocí a un cirujano plástico llamado Scarry[6] —dijo Dicken.
Turner sonrió aprobador.
—Un mecánico de coches llamado Torker[7].
—Un químico nuclear llamado Mason[8].
Turner sonrió.
—Puedes hacerlo mejor. Trabajar aquí podría ser vital para tu salud mental.
—Acabo de empezar —admitió Dicken.
—Yo podría hacerlo durante días. Cientos y cientos, todos archivados y verificados. Nada de mierda de leyenda urbana.
—Creí que habías dicho que sólo conocidos.
—Puede que te estuviese poniendo algunas limitaciones —admitió Turner, y metió el carrito en un espacio de aparcamiento marcado con una placa blanca que decía: PEZ GORDO N. 3 DEL MANICOMIO—. Un ginecólogo llamado Box.
—Un antropólogo llamado Mann[9] —dijo Dicken, mirando directamente a las jaulas soleadas, ahora vacías, para los residentes más hirsutos del Manicomio—. No debemos fallarle al equipo.
—Un adiestrador de perros llamado Doggett[10]
—Un policía de tráfico llamado Rush[11] —Dicken se empezaba a sentir atraído por el juego.
—Un taxista llamado Parker[12] —contrarrestó Turner.
—Un jugador compulsivo llamado Chip.
—Un proctólogo llamado Porker[13] —dijo Turner.
—Ésa ya la usaste.
—Honor de boy scout, es otro —dijo Turner—. Y fui scout, lo creas o no.
—¿Medalla por fiebres hemorrágicas?
—Acertaste de milagro.
Caminaron hasta las puertas dobles y el pasillo blanco que había detrás. Dicken frunció el ceño.
—Un patólogo llamado Thomas Shew —dijo, y sonrió con inocencia.
—T. Shew[14].
Turner rio y le abrió la puerta.
—Bienvenido al Manicomio, doctor Dicken. La iniciación dará comienzo en media hora. ¿Primero necesita ir al baño? Están a la derecha. Los baños más limpios de la Cristiandad.
—No es necesario —dijo Dicken.
—La verdad es que deberías ir. La iniciación da comienzo bebiendo tres botellines de Bud Light, y acaba bebiendo tres botellines de Beck o Heineken. Simbolizan la transición desde los salones de la ciencia típica y pobre hasta las exaltadas regiones del Patogénico de Sandia.
—Estoy bien. —Dicken se tocó la frente—. Un libertario llamado State[15] —ofreció.
—Ah, ése es un juego completamente diferente —dijo Turner.
Llamó a la puerta cerrada de un despacho y se retiró, cruzándose de brazos. Dicken miró a lo largo del pasillo, y luego siguió los canales de cemento a cada lado, luego arriba, a los aspersores instalados cada dos metros. De los aspersores colgaban largas placas rojas y verdes, girando bajo una ligera corriente de aire que fluía de norte a sur. Las etiquetas rojas decían: PELIGRO: SOLUCIÓN ÁCIDA Y DETERGENTE. Una segunda cañería y sistema de aspersión en el lado izquierdo del corredor llevaba etiquetas verdes que decían: PELIGRO EXTREMO: DIÓXIDO DE CLORO.
En el extremo sur del pasillo, un ventilador grande montado en la pared giraba lentamente. Durante una emergencia, el ventilador se apagaría para permitir que el pasillo se llenase de un gas para esterilizar. Una vez que la zona estuviese descontaminada, el ventilador evacuaría la atmósfera tóxica a grandes cámaras de retirada.
La puerta del despacho se abrió un poquito. Un hombre regordete de barba y pelo espesos y negros, y ojos críticos de color verde oscuro, los observó con suspicacia a través de la ranura, para sonreír y salir al pasillo. Cerró con delicadeza la puerta.
—Christopher Dicken, éste es el Pez Gordo del Manicomio número cinco, o quizá número cuatro, Vassili Presky —dijo Turner.
—Orgulloso de conocerle —dijo Presky, pero no le ofreció la mano.
—Igualmente —dijo Dicken.
—También resulta no ser un fanático de los ordenadores —añadió Turner.
Dicken y Presky le miraron con dos medias sonrisas interrogativas.
—¿Perdone? —dijo Presky.
—Press—key —explicó Turner, asombrado por su simpleza.
—Debemos perdonar al doctor Turner —dijo Presky con expresión dolorida.
—Nos encontramos en la segunda fase de la iniciación —dijo Turner—. De camino a la fiesta. Vassili es Portavoz de Animales. Dirige el zoo y también investiga.
Presky sonrió:
—Lo quiere, lo tenemos. Mamíferos, marsupiales, monotremas, aves, reptiles, gusanos, insectos, arácnidos, crustáceos, planarias, nemátodos, protistas, hongos, incluso un centro de horticultura. —Chasqueó los dedos y volvió a abrir la puerta—. Lo olvidé, es una ocasión formal. Voy a ponerme la chaqueta.
Volvió a salir vistiendo una chaqueta de tweed de puños gastados.
Los laboratorios surgían como los radios de un centro. Turner y Presky guiaron a Dicken a través de unas amplias puertas dobles de vidrio, y luego navegaron con rapidez por un laberinto de pasillos, guiándole hasta el centro del Patogénico de Sandia. A Dicken le palpitaban los oídos con los cambios de presión a medida que se cerraban las puertas.
Todos los edificios y pasillos de conexión estaban equipados con aspersores y ventiladores de extracción, duchas de emergencia —huecos cubiertos de acero inoxidable con múltiples duchas, salas de descontaminación con manipuladores remotos, trajes, ordenados por colores rojo y azul, de contención y aislamiento tras puertas de plástico, una amplia colección de suministros médicos de emergencia.
—El Patogénico es un hotel de bichos —dijo Presky. Dicken intentaba situar el acento: ruso, creía, pero modificado por muchos años en Estados Unidos—. Los bichos entran, pero no salen.
—El doctor Presky no acaba de pillarle el tranquillo a nuestros lemas —dijo Turner.
—No tengo cabeza para las trivialidades —admitió Presky. Luego, con orgullo, añadió—: Tampoco he visto la televisión en toda mi vida.
Un grupo de cinco hombres y tres mujeres les esperaba en el salón. Al entrar Dicken y sus dos escoltas, el grupo elevó botellines de Bud Light como saludo y le dedicó un sonoro:
—¡Hip, hip, hurra!
Dicken se detuvo en el quicio y les recompensó con una lenta y torpe sonrisa.
—No me asusten —les aconsejó—. Soy un chico tímido.
—Ni se nos ocurriría —dijo un tipo muy joven de pelo largo rubio y unas cejas muy espesas y casi blancas. Vestía un traje gris de muy buen corte que cubría muy bien su sustancial estructura, y Dicken lo marcó como el dandi. Los otros estaban vestidos como si simplemente quisiesen taparse y nada más.
El dandi silbó una tonada corta, alargó una mano fuerte de dedos cuadrados, cruzó dos dedos, agitó la mano en el aire antes de que Dicken pudiese agarrarla, para retroceder e inclinarse amablemente.
—Por desgracia, el saludo secreto —dijo Turner, aprestando los labios desaprobadoramente.
—Simboliza mentiras, engaños y falta de contacto con el mundo exterior —le explicó el dandi.
—Eso no tiene gracia —dijo una mujer alta de pelo negro con una inclinación marcada y un rostro agradable y sencillo de hermosos ojos azules—. Él es Tommy Powers, yo soy Maggie Flynn. Somos irlandeses, y ahí termina todo lo que compartimos. Deja que te presente al resto.
Le pasaron un botellín de cerveza. Dicken saludó a todos. Nadie le dio la mano. Tan cerca del centro, estaba claro que la gente evitaba en la medida de lo posible el contacto directo. Dicken se preguntó en qué medida habrían sufrido sus vidas amorosas.
A los treinta minutos de fiesta, Turner llevó a Dicken a un lado, con el pretexto de cambiar la Bud medio consumida por una Heineken.
—Bien, doctor Dicken —dijo—. Es oficial. ¿Qué opina de nuestros jugadores?
—Saben de lo que hablan —dijo Dicken.
Presky se les acercó, con la botella de Beck levantada a modo de saludo.
—¿Hora de conocer al maestro, caballero?
Dicken sintió cómo se le envaraba la espalda.
—Vale —dijo.
El grupo quedó en silencio mientras Turner abría una puerta lateral que permitía salir del salón y que estaba marcada con un gran cuadrado rojo situado a la altura de los ojos. Dicken y Presky le siguieron por otro pasillo de despachos, inocuo por sí mismo pero aparentemente cargado de simbolismo.
—Normalmente, el resto de lo de allá atrás no llega hasta aquí —dijo Turner. Caminaba lentamente junto a Dicken, ajustándose a su ritmo—. Es difícil reclutar para el círculo interno —admitió—. Se precisa cierta disposición mental. Curiosidad e inteligencia, mezcladas con una absoluta falta de escrúpulos.
—Yo todavía tengo escrúpulos —dijo Dicken.
—Eso he oído —dijo Turner, completamente en serio y algo crítico—. Francamente, no sé por qué coño estás aquí —sonrió como un lobo—. Pero claro, tienes conexiones y cierta reputación. Quizás eso lo equilibre.
Presky intentó adoptar una sonrisa irónica. Llegaron hasta una ancha puerta de acero. Turner ceremoniosamente retiró una identificación de plástico del bolsillo y la dejó colgar al extremo de una cinta verde que tenía SANDIA escrito con letras blancas.
—No dejes que los del pueblo sepan que trabajas aquí —le aconsejó.
Levantó los brazos. Dicken agachó la cabeza y Turner le puso la cinta alrededor del cuello y retrocedió.
—Te sienta bien.
—Gracias —dijo Dicken.
—Asegurémonos de que estás en el sistema antes de entrar.
—¿Y si no lo estoy?
—Si tienes suerte —dijo Presky—, te darán con un Tazer antes de pasar a las balas.
Turner le mostró cómo presionar la palma contra una placa de vidrio y mirar a un escáner retinal.
—Te conoce —dijo Turner—. Mejor aún, le caes bien.
—Gracias a dios —dijo Dicken.
—Aquí la seguridad es dios —dijo Turner—. La era atómica fue un petardo comparado con lo que hay al otro lado de la puerta. —Se abrió la puerta—. Bienvenido a la zona cero. El doctor Jurie se muere por conocerte.