Nuevo México
Dicken estaba sentado junto a Helen Fremont en el sofá de la caravana. Ella miraba a la pared opuesta, febriaromando, sospechaba Dicken, pero no sabía qué pretendía conseguir, si tenía alguna intención. El aire de la caravana olía a queso pasado y a bolsas de té. Dicken había terminado su relato hacía diez minutos, repasando pacientemente viejas historias y también intentando justificarse a sí mismo: su existencia, su trabajo, su desprecio por el aislamiento que había sentido durante tantos años, enterrándose en su trabajo como si fuese otro modelo de traje de plástico, a prueba de la vida. Hacía varios minutos que estaban en silencio, y él no sabía qué decir, y mucho menos qué les sucedería a continuación.
La chica rompió el silencio.
—¿No temes que te haga enfermar? —preguntó.
—Estoy atrapado —dijo Dicken, levantando las manos—. No me permitirán salir hasta que no puedan hacer otros preparativos.
—¿No tienes miedo? —repitió.
—No —dijo Dicken.
—Si quisiese hacerlo, ¿podría hacerte enfermar?
Dicken negó con la cabeza.
—Lo dudo.
—Pero si ellos ya saben eso, ¿por qué mantenerme aquí? ¿Por qué mantenernos alejados de la gente?
—Bien, simplemente no sabemos qué hacer o qué creer. No comprendemos —añadió, hablando en voz baja—. Eso nos vuelve débiles y estúpidos.
—Es cruel —dijo la chica. De repente, como si sólo entonces empezase a creer que estaba embarazada—: ¿Cómo tratarán a mi bebé?
La puerta de la caravana se abrió. Aram Jurie entró primero y quedó inmediatamente flanqueado por dos miembros de seguridad con pistolas automáticas. Los tres llevaban trajes de aislamiento blancos. Incluso a través de la capucha de plástico, el rostro pálido de Jurie era una pelota de irritación.
—Esto es estúpido —dijo y los miembros de seguridad avanzaron—. ¿Intentas sabotear todo lo que hemos hecho?
Dicken se levantó del sofá y miró a la chica, pero no parecía muy sorprendida o alterada. Que Dios nos ayude, es lo que conoce. Dicken dijo:
—Estás reteniendo ilegalmente a esta joven.
Jurie se mostró cómicamente incrédulo para un hombre cuyo rostro era normalmente tan agradable.
—¿En qué coño estabas pensando?
—Estas instalaciones no están autorizadas para niños —siguió diciendo Dicken, calentándose—. Transportaste ilegalmente a esta niña atravesando las fronteras estatales.
—Es una amenaza para la salud pública —dijo Jurie, recuperando de pronto la calma—. Y ahora tú también —agitó la mano—. Sacadle de aquí.
Los guardias de seguridad no parecían capaces de decidir cómo reaccionar.
—¿No está seguro donde está? —preguntó uno de ellos, con la voz apagada por el traje.
La chica agarró el brazo de Dicken.
—No hay amenaza —le dijo Dicken a Jurie.
—Eso no lo sabes —dijo Jurie, mirando directamente a Dicken, pero el comentario estaba más bien dirigido a los guardias.
—El doctor Jurie ha sobrepasado el límite —dijo Dicken—. El secuestro es un delito muy grave, chicos. Estas instalaciones realizan trabajos con contrato de ACEM, que se encuentra bajo la autoridad del departamento de Salud y Servicios Humanos. Todos ellos tienen criterios muy estrictos para la experimentación humana —y nadie sabe si esos criterios se siguen aplicando. Pero es el mejor farol que tenemos—. No tenéis jurisdicción sobre la chica. Vamos a irnos de Sandia. Me la llevo conmigo.
Jurie agitó la cabeza vigorosamente, moviendo el casco.
—Muy John Wayne. Lo has recitado muy bien. ¿Se supone que debo gruñir e interpretar al villano?
La situación era increíble y tensa, y bastante graciosa.
—Sí —dijo Dicken abruptamente, mostrando una sonrisa de me importa una mierda y voy a por todas. Tenía tendencia a hacerlo cuando se enfrentaba a figuras de autoridad. Una de las razones por las que había pasado tanto tiempo realizando trabajos de campo.
Jurie interpretó mal la sonrisa de Dicken.
—Aquí tenemos una oportunidad increíble. ¿Por qué malgastarla? —dijo Jurie, ahora engatusándole—. Podemos resolver tantos problemas, aprender tanto… Lo que descubramos beneficiará a millones. Podría salvarnos a todos.
—No a esta chica. A ninguno de ellos. —Dicken alargó la mano. La chica se puso en pie y juntos, cogidos de la mano, se dirigieron cautelosamente hacia la puerta.
Jurie les bloqueó la salida.
—¿Hasta dónde crees que llegarás? —preguntó, furioso tras el casco.
—Ya veremos —dijo Dicken. Jurie alargó la mano para retenerle, pero el brazo de Dicken se escapó y agarró el borde de la placa facial, como si quisiese recordar a Jurie que no eran igualmente vulnerables. Jurie dejó caer las manos, Dicken le soltó, y el hombre retrocedió, chocando contra un sillón y casi cayéndose.
Los guardias de seguridad parecían enraizados en el suelo de la caravana.
—Bien por vosotros —murmuró Dicken—. Contraten a algunos abogados, caballeros. Reducción por buen comportamiento. Factores atenuantes en la sentencia. —Todavía murmurando tonterías legales, miró por la puerta de la caravana y vio a un grupo de científicos y personas de seguridad, incluyendo a Flynn, Powers, y ahora Presky, situados más allá de la puerta abierta en la valla acrílica reforzada—. Vamos, cariño —dijo Dicken, y salieron al porche.
Tras él, oyó una refriega y viró la cabeza para ver a Jurie, con el rostro retorcido, intentando agarrar una pistola y los guardias de seguridad bailando para mantener las armas lejos de su alcance.
Científicos con pistolas, pensó Dicken. Eso ya era lo máximo. Por alguna razón, el absurdo de la situación le alegró. Apretó la mano de la chica y marcharon hacia los otros de pie junto a la entrada.
No les detuvieron. De hecho, Maggie Flynn les sostuvo abierta la puerta. Parecía aliviada.