Arizona
Los tres coches se separaron en un cruce atravesando un pequeño pueblo del desierto. Stella miró por la luna trasera al punto que era el coche que contenía a Celia, a LaShawna y a dos de los chicos. Luego se volvió para mirar a Will, quien parecía haberse quedado dormido.
Jobeth Hayden había hablado sobre su hija durante más o menos la primera hora, de cómo se había alegrado de que Bonnie no estuviese en el bus, de camino a Sandia, pero lo decepcionante que era no haberla visto y liberarla.
Después de un rato, Stella sintió cómo los músculos se le contraían por efecto del choque, y se había desconectado de Jobeth, concentrándose a cambio en el montón de hojas arrugadas que Will había dispuesto en el espacio entre ellos.
Will abrió los ojos y se inclinó.
—Señora Hayden —dijo, y se pasó la lengua por los labios resecos, evitando la mirada de curiosidad de Stella.
—Sí. Tú nombre es William, ¿no?
—Will. Me gustaría colocar esto a su lado —dejó caer algunas páginas arrugadas en medio del asiento delantero.
—Es basura —dijo Jobeth Hayden desaprobadora.
—No puedo mantenerla aquí atrás —dijo Will.
—No veo por qué no.
Stella no entendía qué tramaba Will. Se frotó la nariz. Al asiento delantero le daba directamente la luz del sol. Will estaba febriaromando. Ahora podía olerle, sutil pero directo, como polvo de cacao sobre la mantequilla. Nunca había olido algo así.
—¿Puedo? —preguntó Will.
Jobeth Hayden negó lentamente con la cabeza. Stella vio sus ojos en el retrovisor; parecía confundida.
—Vale —dijo.
Stella cogió una hoja arrugada y la olió. La retiró, rechazando el impulso de fridar, y miró resentida a Will. El libro era una reserva. Will había estado frotándose las páginas tras las orejas, almacenando olor. Le clavó un dedo y le hizo una pregunta con las mejillas. Él le quitó el papel de las manos.
—No queremos ir a ese rancho —le dijo Will a la señora Hayden.
—Ahí es a donde vamos. Hay un médico. Es un lugar seguro y os están esperando.
—Conozco un lugar mejor —dijo Will—. ¿Podría llevarnos a California?
—Eso es una tontería —dijo Jobeth Hayden.
—Hace más de un año que intento llegar allí.
—Vamos al rancho, y eso es todo.
Will dejó caer otra hoja arrugada en el charco de luz solar del asiento delantero. Ahora Stella podía oler con toda claridad la forma particular de persuasión de Will, y por mucho que se resistiese, lo que él decía empezaba a sonar razonable.
La señora Hayden siguió conduciendo. Stella se preguntó si demasiada persuasión la confundiría y la haría salirse de la carretera.
Will se acunó la cabeza entre los brazos.
—Estamos bien. No necesitamos un médico./ Está bien, puede seguir conduciendo.
—Vamos a ver a un médico en un pequeño pueblo de Arizona y luego iremos directamente al rancho —dijo la señora Hayden.
—Está al otro lado de la línea del estado. Tendrá que ir por Nevada. ¿Puedo ver el mapa?
Ahora la señora Hayden tenía el ceño muy fruncido, y empezó a lanzar atrás las páginas arrugadas.
—No creo que sea buena idea —dijo—. ¿Qué haces?
—Sólo quiero ver el mapa —dijo Will.
—Bien, supongo que está bien, pero nada más de basura, por favor. Pensaba que os portabais mejor.
Stella tocó el brazo de Will.
—Déjalo —le susurró, inclinándose para que sólo pudiese oírlo él.
Will pasó de Stella y volvió a lanzar el papel al asiento delantero, al charco de luz que lo calentaba y le hacía emitir su olor.
—Realmente es intolerable —dijo la señora Hayden, pero envaró la cabeza y no parecía enfadada. Se inclinó, abrió la guantera y le pasó a Will un mapa del club automovilístico de Arizona y Nuevo México—. No los uso a menudo —dijo—. Son muy viejos.
Will abrió el mapa y lo extendió sobre las rodillas. Sus dedos seguían las carreteras que iban al norte y al oeste. Stella se apoyó en la esquina donde el asiento se encontraba con la puerta y se cruzó de brazos.
—Tienes que sentarte recta, cariño —le dijo la señora Hayden—. El coche tiene airbags laterales. No es seguro apoyarse.
Stella se sentó. Will la miró. Ahora le dolía realmente la espalda. Con calma, Will alargó la mano y tocó las de Stella, sus piernas, y luego la espalda.
—¿Qué hacéis ahí atrás? —preguntó la señora Hayden, ligeramente preocupada.
Will no respondió y ella no insistió. Sus dedos marchaban ligeramente sobre la columna de Stella, y ella se dio la vuelta para permitirle examinarle la espalda.
—Te pondrás bien —dijo Will.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Stella.
—Olerías de otra forma si estuvieses sangrando por dentro, o si tuvieses algo roto. Sólo estás resentida, y no creo que haya daños en los nervios. En una ocasión olí a un muchacho con la espalda rota, y tenía un olor triste y terrible. Tú hueles bien.
—No me gusta que nos digas lo que debemos hacer —dijo Stella.
—Lo dejaré en cuanto nos lleve a California —dijo Will. No parecía tener demasiada confianza y no parecía oler demasiado seguro de sí mismo. Se trataba de un joven nervioso.
—Es un día bonito./ Aprendí mucho en Carolina del Norte —dobló Will—. Me alegra que estés aquí./ Eso fue antes de que quemasen nuestro campamento.
Stella nunca había conocido a nadie a quien se le diese tan bien la persuasión. Se preguntó si su talento era natural, o había recibido instrucción en alguna parte. También se preguntó si correrían peligro. Pero Stella no estaba dispuesta, todavía no, a contar sus sospechas a la señora Hayden. Ella aparentemente ya tenía suspicacias propias.
—Me gustaría bajar la ventanilla —dijo la señora Hayden—. El ambiente se está cargando aquí dentro.
—Está bien, en serio —dijo Will. Al mismo tiempo, infradijo a Stella—: Necesito tu ayuda. ¿No quieres comprobar de lo que somos capaces?
Stella negó con la cabeza, pensando en Mitch y Kaye, pensando irracionalmente en la casa de Virginia, el último lugar en que se había sentido realmente segura, aunque se había tratado de una ilusión.
—¿Nunca quisiste escapar? —le preguntó Will casi susurrando.
—Realmente está cargado —dijo la señora Hayden. A Will se le acababan las páginas.
—Ayúdame —le rogó Will, sinceramente.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Stella.
—Creo que está en el bosque —dijo Will—. Está oculto, lejos de las ciudades. Tienen animales y cultivan su propia comida./ Cultivan marihuana y la venden para ganar dinero y comprar cosas.
Ahora la marihuana era legal en la mayoría de los estados, pero seguía sonando peligroso. De pronto Stella se sintió muy cautelosa. Will parecía y olía asustado, con su pelo revuelto y el olor a cacao, su rostro que parecía capaz de tantas expresiones. Ha estado con los otros y le han enseñado tanto… ¿Qué me podrían enseñar a mí…? ¿Qué podría aportar yo?
—¿Podré llamar a mis padres?
—No son como nosotros./ Te llevarán con ellos —respondió Will—. Tenemos que estar con nuestra gente./ Crecerás y descubrirás quién eres en realidad.
Stella sintió en el estómago un nudo de confusión e indecisión. Era lo que había estado pensando en la escuela. Formar demes era imposible con los humanos de por medio; siempre encontraban la forma de interferir. Por lo que sabía, quizá los demes fuesen lo que los niños hacían para practicar. Pronto serían adultos, ¿y qué harían entonces?
¿Cómo podrían descubrirlo si los humanos se lo impedían?
—Es hora de crecer —dijo Will.
—Pero si sois muy jóvenes —dijo la señora Hayden ensoñadora. Conducía en línea recta y con firmeza, pero la voz sonaba mal, y Stella supo que tendría que hacer algo pronto o la señora Hayden podría irse a un lado o al otro.
—Sólo tengo quince años —dijo Stella. En realidad, todavía no había llegado a su decimoquinto cumpleaños, pero siempre añadía el tiempo que su madre había pasado embarazada del embrión de primera fase.
—Se supone que allí hay un hombre de sesenta años, uno de nosotros —dijo Will.
—Eso es imposible —dijo Stella.
—Eso es lo que dicen. Viene del sur, de Georgia. O quizá de Rusia. No estaban seguros.
—¿Sabes dónde está ese sitio?
Will se tocó la cabeza.
—Nos mostraron un mapa antes de que quemasen el campamento.
—¿Es real?
Will no podía responder.
—Creo que lo es./ Quiero que sea real.
Stella cerró los ojos. Podía sentir el calor tras los párpados, el sol pasando sobre su cara, el rojo en suspensión, y por debajo el despertar de todas sus mentes, de todas las partes de su cuerpo que ansiaban estar sola con su propia gente, crear su propio destino, aprender todo lo que necesitaba aprender para sobrevivir entre gente que la odiaba…
Sería una aventura increíble. Valdría la pena el peligro.
—Es todo lo que querías, lo sé —dijo Will.
—¿Cómo sé que no me estás persuadiendo? —sus mejillas añadieron elementos al énfasis en esa palabra, que sonaba tan mal, tan carente de sutileza, tan humana…
—Mira en tu interior —dijo Will.
—Lo he hecho —dijo Stella, un gemido que hizo que la señora Hayden volviese la cabeza.
—No pasa nada —añadió con los brazos cruzados sobre el pecho. Las ruedas gimieron cuando la señora Hayden enderezó el coche.
Stella agarró el brazo del asiento.
—Sudo como una cabrona —le dijo a Will con una risita.
—Yo también —dijo Will, y mostró una sonrisa torcida.
Quedaba una última pregunta:
—¿Qué hay del sexo? —preguntó, en voz tan baja que Will no la oyó y tuvo que repetirlo.
—¿No lo sabes? —dijo Will—. Los humanos pueden violarnos, pero nosotros no podemos violarnos mutuamente. Simplemente no se puede.
—¿Y si pasa de todas formas, y no sabemos lo que hacemos o cómo evitar los problemas?
—No conozco la respuesta —dijo Will—. ¿Alguien la sabe? Pero sé una cosa. En nuestro caso, no sucede hasta el momento correcto. Y ahora no es el momento correcto.
Era sincero. Podía sentir el regreso de la independencia, y todas las respuestas eran iguales.
Ella era fuerte. Era capaz. Lo sabía.
Se concentró en febriaromar a la señora Hayden.
—Guau —dijo Will, y agitó la mano en el aire—. Es usted potente, señora.
—Soy una mujer,/ soy fuerte —cantó Stella en voz baja, y se rieron juntos. Se inclinó—: Por favor, ¿nos llevaría a California? —le preguntó a la señora Hayden.
—Tendremos que parar para poner gasolina. He traído poco dinero.
—Será suficiente —dijo Will.
—¿Necesitas el libro? —le preguntó Stella. Era una edición de bolsillo, amarillenta, maltratada y ahora francamente reducida, llamada Espartaco de Howard Fast.
—Quizá —dijo Will—. Realmente no lo sé.
—¿Eso también lo aprendiste en los bosques?
Will negó.
—Lo inventé yo —dijo—. Tenemos que ser inteligentes. Nos llevaban a Sandia. Querían matarnos. Tenemos que pensar por nosotros mismos.