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Nuevo México

En su interior, la tienda plateada está formada por ocho caravanas de ancho estándar, apoyadas en bloques sobre un suelo de plástico arrugado y roto, y rodeadas, a una distancia de diez metros, de un círculo de paneles de plástico transparente coronados de alambre de espino. Las caravanas no parecían para nada cómodas o acogedoras.

Dicken intentó orientarse bajo la luz lúgubre que se filtraba por la tienda plateada. Habían entrado por el lado oeste. Por tanto, el norte se encontraba donde estaba aparcado un pequeño furgón de Acción de Emergencia, el mismo furgón que presumiblemente había traído a Helen Fremont desde Arizona. Al sur de las caravanas y el muro de plástico y alambre, un pequeño laberinto de mesas y bancos de laboratorio montado y aprovisionado con equipos médicos y de laboratorio estándar.

Unos pocos focos montados sobre largas barras de acero complementaban la luz débil del sol.

Dicken no vio a nadie más bajo la tienda.

—Todavía no tenemos equipo —dijo Flynn—. Ha enfermado esta misma mañana.

—¿Hay una conexión telefónica en la caravana, un intercomunicador, un megáfono, algo?

Flynn hizo un gesto de negativa.

—¿Todavía estamos montándolo todo?

—Maldición, ¿está sola ahí dentro?

Turner asintió.

—¿Cuánto tiempo lleva?

—Desde esta mañana —dijo Flynn—. Entré e intenté reconocerla. Se negó, pero saqué algunas fotos y, evidentemente, está el vídeo. Estamos realizando análisis de los fluidos de la línea de residuos y también del aire, pero no conozco bien este equipo. No me fiaba, así que llevé las muestras al laboratorio de primates. Siguen en ello.

—¿Jurie sabe que está enferma? —preguntó Dicken.

—Le llamamos —dijo Turner.

—¿No dio instrucciones?

—Dijo que la dejásemos en paz. Que no entrase nadie hasta estar seguros.

—Pero Maggie entró.

—Tuve que hacerlo —dijo Flynn—. Parecía asustada.

—¿Te pusiste un traje?

—Claro.

Dicken giró sobre la pierna rígida e inclinó la cabeza a un lado, mordiéndose la mejilla para no expresar su opinión. Estaba furioso.

Flynn no le miraba a los ojos.

—Es el procedimiento. Todas las pruebas se realizan bajo condiciones de nivel 3.

—Bien, está claro que seguimos las putas reglas, ¿no? —dijo Dicken—. ¿Le habéis pedido al menos que salga y que un doctor la examine?

—Se niega a salir —dijo Turner—. Tenemos cámaras de vídeo siguiéndola. Está en el dormitorio. Simplemente está tendida.

—Genial —dijo Dicken—. ¿Qué coño queréis que haga?

—Tenemos fotografías —dijo Flynn y se sacó el teléfono de datos del bolsillo.

—Muéstramelas —dijo Dicken.

Mostró una sucesión de cinco imágenes en la pantalla del teléfono. Dicken vio a una joven SHEVA de pelo castaño, ojos azul claro de mechas amarillas, rasgos finos pero de mejillas prominentes, piel pálida. La chica parecía un gato asustado, buscando con los ojos en las esquinas, negándose a sentirse intimidada incluso en su aflicción.

Dicken veía claramente que la chica no exhibía ningún síntoma evidente de Shiver —nada de lesiones en los brazos delgados, nada de marcas cinguladas color escarlata en el cuello—. Al final de las imágenes apareció una gráfica en vivo que mostraba una temperatura de 39 grados.

—¿Un sensor remoto de temperatura?

Flynn asintió.

—Dijiste que su nivel de víricos era alto.

—Se cortó al subir al furgón. Les habían dado instrucciones de no sacar sangre, pero aislaron la mancha y nosotros tomamos una muestra bajo condiciones controladas. Por eso sigue aquí el furgón. Está produciendo HERVs.

—Claro que sí. Está embarazada. No muestra ninguno de los síntomas necesarios —dijo—. ¿Qué os hizo creer que podía ser Shiver?

—El doctor Jurie dijo que podía serlo.

—Jurie no está aquí, pero vosotros sí.

—Pero está embarazada —dijo Turner, frunciendo el ceño, como si eso explicase su preocupación.

—¿Habéis comprobado los virus pseudotipos?

—Todavía estamos analizando las muestras —dijo Turner.

—¿Alguna cosa?

—Todavía no.

—Tú has padecido Shiver —dijo Flynn arisca—. Tú deberías ser incluso más cuidadoso. —Ahora parecía más furiosa que alterada. Se preguntaban de qué lado estaba, y se sentía medio inclinado a decírselo.

—Ni siquiera me hará falta traje —dijo despectivo, y le lanzó el teléfono a Flynn. Caminó hacia la caravana.

—Un momento —dijo Turner, con la cara roja—. Si entras ahí sin traje, ahí te quedas. No te… no podremos dejarte salir.

Dicken se volvió e hizo una reverencia, sosteniendo los brazos en un gesto exasperado y aplacativo. Había un trabajo por hacer, un problema a resolver, y la furia no servía de nada.

—¡Entonces traedme un puto traje! Y un teléfono o un intercomunicador. Necesita comunicarse con el exterior. Necesita hablar con alguien. ¿Dónde están sus padres… su madre, digo?

—No lo sabemos —dijo Flynn.

Las habitaciones estrechas en el interior de la caravana estaban ordenadas y carecían de toda alegría. El mobiliario de alquiler, tapizado en beige y vinilo amarillo liso, le daba un aire de utilidad rácana y sin alma. La chica no había traído efectos personales, y no había tocado ninguno de los peluches, todavía en los envoltorios de plástico, que ocupaban los estantes del diminuto recibidor.

Dicken se preguntó cuánto hacía que habían comprado los peluches. ¿Cuánto tiempo hacía que Jurie planeaba traer niños SHEVA al Patogénico?

¿Un año?

Dos sillas estaban caídas junto a la zona de comida. Dicken se inclinó para colocarlas bien. El plástico del traje gimió. Ya empezaba a sudar, a pesar del aire acondicionado portátil. Hacía mucho tiempo que había aprendido a odiar los trajes de aislamiento.

Buscó otras obstrucciones que pudiesen enganchar el plástico, y luego se movió silenciosamente hacia el dormitorio al fondo de la caravana. Llamó al marco y miró a través de la puerta medio abierta. La chica estaba tendida de espaldas sobre la cama, todavía vistiendo pantalones hasta media pierna, una blusa, y una chaqueta vaquera. Había retirado las colchas verdes de la cama y miraba al techo.

—¿Hola?

La chica no le miró. Podía apreciar el movimiento del tórax delgado, y tenía las mejillas rubí por la fiebre, el miedo o quizá desesperación.

—¿Helen? —Caminó por el espacio estrecho junto a la cama y se inclinó para verle la cara—. Me llamo Christopher Dicken.

Ella echó la cabeza a un lado.

—Vete. Te haré enfermar —dijo.

—Lo dudo, Helen. ¿Cómo te sientes?

—Odio ese traje.

—A mí tampoco me gusta demasiado.

—Déjame en paz.

Dicken se enderezó y se cruzó de brazos con algo de dificultad. El traje gimió y se sintió como uno de los peluches envueltos.

—Dime cómo te sientes.

—Quiero vomitar.

—¿Has vomitado?

—No —dijo.

—Eso es bueno.

—Lo intento. —La chica se sentó en la cama—. Deberías tenerme miedo. Eso es lo que mi madre me dijo que dijese a cualquiera que intentase tocarme o secuestrarme. Dijo: «Emplea lo que tienes».

—No haces enfermar a la gente, Helen —dijo Dicken.

—Me gustaría poder. Desearía que él enfermase.

Dicken no podía imaginarse el dolor y la frustración, y no se sentía cómodo sonsacándola.

—No voy a decir que lo comprendo. No es así.

—Deja de hablar y vete.

—No hablaremos de eso, vale. Pero tenemos que hablar sobre cómo te sientes, y me gustaría reconocerte. Soy médico.

Él también lo era —le replicó. Se dio la vuelta, sin haber mirado todavía a Dicken. Entrecerró los ojos—. Me duelen los músculos. ¿Voy a morir?

—No lo creo.

—Debería morirme.

—Por favor, no hables así. Si las cosas van a mejorar, tengo que reconocerte. Prometo que no te haré daño o cualquier cosa que pueda hacerte sentir incómoda.

—Estoy acostumbrada a que me saquen sangre —dijo la chica—. Nos atan si nos resistimos. —Miró fijamente a su cara al otro lado del visor—. Parece como si hubieses ayudado a mucha gente enferma.

—A bastantes. Algunos muy, muy enfermos, y se pusieron bien.

—Y algunos murieron.

—Sí —dijo Dicken—. Algunos murieron.

—No me siento demasiado enferma, excepto por las ganas de vomitar.

—Eso podría ser por el bebé.

La chica abrió la boca por completo y las mejillas se le pusieron pálidas.

—¿Estoy embarazada? —preguntó.

Dicken sintió de pronto cómo se le hundía el estómago.

—¿No te lo dijeron?

—Oh, Dios mío —dijo la chica y adoptó una posición fetal, mirando al otro lado—. Lo sabía. Lo sabía. Podía oler algo. Era su bebé en mi interior. Oh, Dios mío. —La chica se sentó de pronto—. Tengo que ir al baño.

La preocupación de Dicken debió de manifestarse incluso a través del traje.

—No voy a hacerme daño. Tengo que devolver. No mires. No me observes.

Dicken dijo:

—Te esperaré en el recibidor.

Helen pasó las piernas por un lado de la cama y se puso en pie, luego hizo una pausa, alargando los brazos para mantener el equilibrio. Miró al falso suelo de madera.

—Él usaba tapones para la nariz y me frotaba con jabón, y luego me cubría de perfume barato. No podía hacer que parase. Dijo que quería saber si alguna vez tendría nietos. Pero ni siquiera era mi padre real. Un bebé. Oh, Dios mío.

El rostro de la chica se retorció en una expresión tan compleja que Dicken podría haberla estudiado durante horas sin comprenderla. Supo cómo debía de sentirse un chimpancé observando las emociones de un humano.

—Lo lamento —dijo Dicken.

—¿Has conocido a alguien como yo que estuviese embarazada? —preguntó la chica, sosteniéndose, transmitiendo su mirada a través del plástico.

—No —dijo Dicken.

—¿Soy la primera?

—Eres la primera para mí.

—Sí. —Adoptó una expresión de pánico y caminó envarada hacia el baño. Dicken pudo oírla intentar vomitar. Fue al salón. El olor de su propio pesar y desprecio le llenaba el casco y no tenía forma de limpiarse los ojos o la nariz.

Cuando la chica regresó, se detuvo en la entrada, para luego pasar de lado, como si tuviese miedo de tocar el marco. Sostenía los brazos a los lados como si fuesen alas. Sus mejillas mostraban un marrón dorado continuo y las pequeñas chispas amarillas de sus ojos parecían mayores y más brillantes. Ahora más que nunca parecía un gato. Miró a Dicken con curiosidad. Podía ver sus ojos hinchados y las mejillas húmedas.

—¿Qué te importa? —preguntó.

Dicken agitó la cabeza dentro del casco.

—Es difícil de explicar —dijo—. Yo estaba allí al comienzo.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy seguro de que tengamos tiempo —dijo—. Tenemos que descubrir por qué estás enferma.

—Explícamelo y luego podrás examinarme —dijo la chica.

Dicken se preguntó cómo reaccionarían fuera si pasaba un par de horas en la caravana. Si Jurie regresaba…

Nada de eso importaba. Tenía que hacer algo por la chica. Se merecía mucho más que esto.

Retiró el sello y abrió la cremallera del casco, y luego se lo quitó. Ciertamente no era el peor riesgo de su vida.

—Fui uno de los primeros en saberlo —empezó.

La chica alzó la nariz y olisqueó. La forma en que su labio superior formaba una V era tan extrañamente hermosa que Dicken tuvo que sonreír.

—¿Mejor? —preguntó.

—No tienes miedo, estás furioso —dijo la chica—. Estás furioso por mí.

Asintió.

—Nunca jamás nadie ha estado furioso por mí. Huele dulce. Siéntate en el recibidor. Quédate a unos pasos, por si soy peligrosa.

Fueron al recibidor. Dicken se sentó en una de las sillas y ella se quedó junto al sofá, con los brazos cruzados, como si estuviese lista para salir corriendo.

—Cuéntame —dijo.

—¿Puedo reconocerte mientras hablo? Puedes dejarte la ropa puesta, y no te clavaré nada. Sólo necesito mirar y tocar.

La chica asintió.

Ella sólo había oído rumores y medias verdades. Permaneció de pie los primeros minutos, mientras Dicken le palpaba bajo la mandíbula, bajo las axilas, y le miraba entre los dedos.

Después de un rato, se sentó en el sofá de vinilo, prestando atención y observándole con esos increíbles ojos chispeantes.