Oregón
Habían estado de caza, los hombres, llevándose con ellos a los jóvenes, los que habían llegado a la pubertad o estaban cerca; dirigiéndose a la zona alta, para ver dónde podría quedar algo de caza después de la lluvia de ceniza. Pero la ceniza lo había cubierto todo de arenilla en cientos de kilómetros a la redonda y la caza se había ido al sur, toda menos los animales pequeños todavía ocultos en sus madrigueras, en sus conejeras, aguardando…
Y entonces los hombres oyeron la llegada del lahar, vieron la nube piroclástica que había fundido toda la nieve y el hielo acumulados alrededor de la base de la montaña formando un sucio manto gris descendiendo desde el negro Oso Tormentoso cuyas garras son rayos… o la diosa de la montaña sentándose y esparciendo su manto, el borde de la piel suave corriendo sobre la tierra a decenas de kilómetros con un sonido como el de todos los búfalos del mundo.
Bajo el manto, el agua se había mezclado con gas caliente y había acumulado ceniza, lodo y árboles, avanzando contra los hombres, pálidos y débiles por el miedo.
El jefe, con los ojos más agudos, el de cerebro más rápido, el de brazos más fuertes, el que tenía más hijos e hijas de la banda, y sin embargo probablemente de sólo treinta y cinco o cuarenta años, como mucho… el jefe jamás se había encontrado con nada parecido al lahar que se aproximaba. La ceniza ya era mala. Parecía que la distante pared de gris necesitaría días para llegar hasta ellos, arrollando primero los bosques distantes. ¿Cómo podría jamás tocar el territorio en el que él vivía con sus hijos y cazadores, por furiosa y poderosa que fuese?
Pero, por si acaso, regresó para ir con las mujeres.
Mitch empujó sobre las rodillas para ponerse en pie y comenzó a caminar hacia el campamento.
Los hombres descendieron rápidamente de las colinas, tomando el camino más corto desde la zona alta, levantando volutas de ceniza alrededor de los pies mientras corrían, y el jefe levanta la vista para mirar por encima de las cenizas que ocultan el pequeño grupo en una nube que les asfixia y descubre que la nube se ha acercado mucho en unos pocos minutos. Se estremece, sabiendo lo ignorante que es. La muerte podría estar muy cerca.
Mitch penetró en la depresión, al otro lado de la vieja arcilla esquistosa y bordeando las zonas de maleza.
Se acercaba la rociada antigua e inmensa. Aliento caliente de un infierno sin nombre, quizá ni siquiera concebido entonces. El jefe corre más rápido a medida que el rugido se hace más intenso, un sonido mayor que incluso la mayor de las estampidas durante la mayor de las cacerías, el muro de nube recorriendo la tierra con una dignidad veloz pero pesada, como un enorme oso.
Durante un momento, el jefe se detiene y señala que la nube gris se ha detenido. Ríen y ululan. La nube gris empieza a dispersarse, rompiéndose. No pueden ver el flujo que hay debajo.
Entonces se produce la mayor lluvia de ceniza de todas, gruesos mantos y olas densas, cegando, picando los ojos y concentrándose en nariz y boca, arenosa entre labios y encías, ahogándoles. Intentan taparse los ojos con las manos. Ciegos, tropiezan, caen y lanzan gritos de caza, gritos de identidad, que todavía no son nombres. El rugido se inicia de nuevo, se hace más intenso, un resonar rítmico, el grito de los árboles rompiéndose.
Mitch se detuvo brevemente en la subida de la depresión, observando las capas gastadas, los restos rotos y desmigajados del antiguo lahar. Se frotó los ojos, intentando eliminar una punzada de luz en la visión.
Desde lo alto de la cresta, medio se desliza, medio camina hasta el borde del río Spent, un acantilado que mira al cauce seco. Podrían haber estado cerca del río, esperando a cruzarlo, en una línea recta entre la zona alta donde Mitch (y el jefe) había estado unos minutos antes, no lejos de donde Mitch se encontraba ahora, con el brazo muerto a un lado, sin hacer caso al hormigueo ni al dolor creciente plateado que le precedía.
Caminó siguiendo el acantilado. Sus ojos barrían el suelo a unos metros por delante, buscando esa falange gastada o incluso un hueso mayor o un fragmento de hueso que ningún coyote hubiese alterado o se hubiese llevado alguna ardilla de tierra, caído de su hueco en la ceniza, ese pequeño molde de muerte.
El rugido es intenso y cada vez más, pero la nube parece disiparse. Lo que no pueden ver, desde donde están, es el lahar dividiéndose en largos dedos, encontrando canales ya tallados y abiertos en el suelo, quemando sus últimas energías, avanzando, avanzando, pero debilitándose. Lo que no pueden ver claramente es que esa nueva amenaza intenta matarles con toda su fuerza decreciente.
Quizá vivan.
Estarían a su derecha, si estuviesen en alguna parte, si todavía siguiesen aquí. Puede que hace siglos sus huesos se soltasen del acantilado. Caminaba tan cerca del borde que posiblemente no quedase nada. Entonces el río podría ser más alto, su cauce no tan excavado y profundo; pero el acantilado podría haber sido lo suficientemente alto para hacerles dudar…
El jefe mira al noroeste. La corriente principal del lahar moribundo ruge por ese canal. Abre los ojos, rebufa por la furia y la decepción. Es un torrente humeante, retorcido y alto de lodo y agua hirviente. Le llena los ojos, su cerebro. Va más rápido de lo que ellos pueden correr. Se agacha y ruge pasando a su lado, bajo sus pies, excavando el dique. Suben a la ribera para buscar seguridad, pero el lahar salta y la rociada los atrapa al levantar los brazos. El líquido denso les escalda, y el jefe oye los gritos de los otros, pero sólo durante un momento.
Mitch deja de respirar.
Sus mujeres debieron de morir en el mismo momento, o con unos segundos de diferencia, al otro lado del río Spent.
El jefe cae con los brazos sobre la cabeza. Él y todos sus hijos y todos los otros cazadores luchan durante decenas de segundos contra el lodo hirviente y luego deben de quedarse quietos. Los cubre, una manta de más de medio metro de espesor, cargada de ramas y trozos de troncos y piedras del tamaño de puños, con fragmentos de animales muertos.
Al caminar, Mitch se fue tranquilizando. Las cosas parecían encajar. Cuando se iniciaba la búsqueda, su mente se convertía en un lago tranquilo.
La tierra está caliente y emite vapor. No hay nada vivo sobre las tierras cercanas al río. Los arbustos desnudados de hojas se encuentran destrozados y secos siguiendo el cauce del río. Los cadáveres yacen medio cocidos y medio enterrados bajo masas de lodo caliente. El suelo huele a lodo y a verduras cocidas. Huele a hierbas cocidas en un guiso de carne.
El lodo se enfría.
Y entonces se produce la tercera lluvia de cenizas, enterrando los restos de los hombres, las mujeres y la tierra destrozada siguiendo el río Spent y varios kilómetros a la redonda.
Fin.
Mitch mantuvo la cabeza agachada y se apretó un ojo con un dedo, pero el dolor llegaba igualmente. El precio a pagar.
Rod Taylor empuja la palanca de la vieja máquina del tiempo. El lodo se endurece bajo el paño mortuorio de ceniza caída. El tiempo vuela. Los cuerpos se descomponen en el interior de los moldes, manchando el lodo duro. La carne se filtra y los huesos se agitan con los terremotos y el lodo y la piedra se rompen permitiendo la entrada de agua y nuevo lodo, llenando los huecos con lodo de diferente densidad, diferente composición, sosteniendo, por fin, los huesos.
Los hombres pueden descansar.
Mitch sabía que seguían por aquí, en algún lugar.
Dejó de caminar y miró a la derecha, hacia un escalón cortado en el acantilado por cientos de siglos de erosión. Al principio no podía ver qué le había llamado la atención; quedaba oculto por la dolorosa astilla de luz.
La parte superior del escalón de arcilla esquistosa se encontraba al menos a metro y medio sobre su cabeza. Una mancha de gris oscuro coronaba el escalón bajo una capa superficial de tierra y maleza. Pero su visión se convirtió en una esfera brillante y todo lo que veía era la reluciente prominencia marrón depositada horizontalmente en la piedra.
Apenas se atrevía a respirar.
Mitch se encorvó, colgando los brazos, apuntalando las rodillas contra el montículo de guijarros y terrones gastados. Alargó el dedo derecho y lo pasó siguiendo la ceniza gris compactada y la arcilla cocida.
La prominencia era firme sobre la capa dura. Podría haber sido un hueso de ciervo, una cabra montesa, o una oveja de montaña.
Pero no lo era. Era una espinilla humana, una tibia. En esa capa, debía de ser al menos tan vieja como los huesos en el campamento. Alargó una mano, con las chispas volando en su ojo derecho, y palpó en busca de una pequeña pieza que había visto ahí, un tobillo marrón oscuro entre los escarpes rocosos.
Lo levantó, girándolo hasta poder verlo con claridad. Era pequeño, pero también era humano. Al menos Homo. Lo volvió a colocar. La posición sería importante durante el reconocimiento.
Sacó un palillo de dientes de la chaqueta y trabajó con el lodo y la ceniza endurecidos alrededor de la tibia hasta estar seguro, luchando durante largos minutos contra el dolor de su cráneo. Luego volvió a sentarse y levantó las rodillas.
Ya no podía retrasarlo más. La migraña había llegado. No había sufrido una tan dura en más de diez años. Se le cayó el palillo de dientes de la mano y se dobló sobre el suelo, intentando no gemir.
Se las arregló para alargar un dedo y acariciar el hueso medio enterrado.
—Te encontré —dijo Mitch. Luego cerró los ojos y sintió cómo le anegaba su propio lahar.