31

Arizona

El bus atravesó un suburbio de Flagstaff, casas bajas, planas, de ladrillo marrón y estuco rodeadas de polvorientos patios de gravilla. De niña Stella había vivido en un suburbio así. Dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento de plástico y miró a las casas que pasaban. Incluso con aire acondicionado, el interior del bus estaba caliente y el agua se le acababa con rapidez.

Los chicos habían dejado de hablar y Will parecía estar dormido junto a una pequeña pila de hojas amarillas y arrugadas arrancadas de su libro de bolsillo.

Alguien le tocó en el hombro. Era el guardia. Sostenía una bolsa grande de plástico de la que sacó otra botella de agua.

—No queda mucha —dijo, y le puso la botella en la mano—. Dadme las vacías. —Las chicas le pasaron las vacías y él se las pasó a la guardia, quien las metió en otra bolsa y la selló. Luego el guardia pasó al otro lado de la cortina y dio nuevas botellas a los chicos, recogiendo una vez más las vacías.

El guardia agitó la cabeza y miró desaprobadoramente el desorden de Will antes de darle la botella.

—¿Te divierte? —le preguntó a Will.

Will levantó la vista para mirarle y negó lentamente con la cabeza.

El chófer daba muchos giros, subiendo y bajando muchas calles como si estuviese perdido. Stella no creía que el chófer estuviese perdido. Intentaban evitar a alguien o a algo.

Esa idea le hizo enderezarse. Miró atrás. Un pequeño coche marrón seguía al bus. Delante, al girar una esquina, vio a otro coche, verde, con dos personas delante. El bus seguía al coche delantero. Tenían escolta.

No era algo inesperado. Entonces, ¿por qué Stella tenía la impresión de que no se había planeado nada de esto, que algo había salido mal?

Will la observaba. Él se acercó a la cortina de plástico y movió los labios pero no pudo oír lo que le decía porque el ruido de la carretera era demasiado intenso; ahora corrían sobre gravilla, atravesando un camino de campo a través de un campo en barbecho hasta una carretera estatal. El autobús rebotó en el asfalto y giró a la izquierda. El coche principal redujo la velocidad para que el bus pudiese seguirlo.

Ahora Stella podía seguir con más cuidado el movimiento de los labios de Will, al haber acabado los altibajos: Sandia, decía en silencio. Recordó que ya le había preguntado si había oído hablar de ese sitio, pero seguía sin saber qué era Sandia.

Will se pasó los dedos sobre la garganta. Stella cerró los ojos y apartó la vista. Ahora no podía mirar. No le hacía falta asustarse más de lo que estaba.

Otra hora, y atravesaron un segmento recto de autovía cruzando un desierto rocoso con montañas bajas y rojas en el horizonte. El sol se encontraba casi directamente por encima. El viaje les estaba llevando mucho más de lo que les había dicho Joanie.

La autovía estaba vacía casi por completo, con sólo algunos coches en sentido contrario. Un pequeño BMW rojo con matrícula de Nuevo México se metió por la izquierda y adelantó a la breve caravana. Los chicos siguieron su paso veloz en silencio, luego levantaron las manos haciendo gestos con los dedos doblados y rieron.

Stella no sabía lo que pretendían. La risa sonaba cruel. Los chicos la preocupaban. Parecían enloquecidos.

Las zonas largas, arenosas y rocosas a los lados de la autovía la hipnotizaban. Las montañas siempre estaban lejos. Una vez más se preguntó qué era Sandia, luego hizo a un lado la palabra, odiando su sonido, especialmente porque se trataba de una palabra bonita.

Chillido de ruedas.

Un súbito viraje la sacó de su ensueño. Stella se agarró al respaldo que tenía delante mientras el bus giraba a la izquierda, luego a la derecha, para inclinarse a continuación. Las ruedas seguían gimiendo sobre el asfalto. La cabeza y hombros de Celia saltaron a un lado y luego al otro, y cuando Stella miró a la derecha, el mundo exterior voló y cayó, incluido desierto y montañas. Luego todo se fue de lado, y ella se deslizó por el asiento de plástico y vino a chocar contra la ventanilla, haciéndose daño en la cabeza, cuello y hombro al golpear el plástico. El plástico estaba roto y abierto en fragmentos retenidos por los cables y su hombro presionaba contra la tierra y la gravilla.

Durante un momento el bus estuvo en silencio. Parecía estar tendido de lado, el lado derecho, su lado. La luz no era muy buena y el aire estaba espeso, quieto y repleto de un olor a goma quemada.

Intentó moverse y descubrió que todavía podía hacerlo, lo que le causó una oleada de emoción. Todavía le funcionaba el cuerpo, seguía con vida. Se empujó lentamente y oyó tintineos y desgarrones. Luego, un chico cayó sobre la cortina y le clavó la rodilla en un costado. A través del velo tenso de plástico vio el trasero cubierto de tela vaquera de otro chico y un rostro vago y retorcido. Will, pensó, y con un gruñido empujó el cuerpo, pero no podía moverlo.

—Por favor, levántate —exigió, con voz apagada.

Stella sentía dolor. Durante un minuto pensó que iba a sufrir un ataque de pánico, pero cerró los ojos y expulsó esa sensación. No podía mover la mano para palparse el hombro, pero creía que podría estar sangrando, y le parecía que tenía la blusa rota. Podía sentir la gravilla o algo igualmente afilado contra la piel desnuda.

En el exterior oyó voces, hombres hablando, y un hombre gritando. Parecían estar muy lejos. Luego se abrió la puerta con un gemido. La rodilla en su pecho se retiró y un pie le pisó el tobillo, apoyándose en la estructura del asiento de al lado. Gritó; realmente le dolió.

—Lo lamento —dijo un chico, y retiró el pie. Vio sombras moviéndose sobre ella, torpes, atontadas, presionando la cortina de plástico. El rostro de Will pareció difuminarse y apagarse y desapareció. Ahora la cortina estaba libre a su alrededor. Algo suspiró, un cilindro de freno quizás, o un chico. Se giró lo suficiente para poder tocarse al fin el hombro y levantó la mano contra la cortina para ver un poco de sangre, no mucha. La luz se filtraba a través del respaldo del asiento. Alguien había abierto la puerta de emergencia trasera del bus, y quizá también una abertura del techo.

—Será mejor que os saquemos de aquí —dijo un hombre agradable—. ¿Me habéis oído todos?

Stella estaba ahora tendida de espaldas contra la gravilla y la tierra y el lateral del bus. Se giró por completo y ejecutó una especie de juego de rodillas y brazos entre asientos, que se encontraban más cerca que antes del accidente. Una rama plumosa y frondosa se las arregló de alguna forma para metérsele en la boca y la escupió, luego terminó de agitarse hasta encontrarse de rodillas.

Tenía cortes por todas partes, pero no sangraba demasiado. Stella golpeó la cortina de plástico hasta que alguien la retiró haciendo resonar los ganchos.

—¿Quién está ahí? ¿LaShawna? ¿Eres tú? —Una voz de hombre, clara y profunda.

Y alguien más.

—¿Celia? ¿Hugh Davis? ¿Johnny? ¿Johnny Lee?

—Soy yo —dijo Stella—. Estoy aquí.

Luego oyó el grito de LaShawna. La chica empezó a llorar.

—Me duele la pierna —gimió.

—Vamos a rescatarte, LaShawna. Sé valiente. La ayuda está en camino.

Alguien lanzó una larga y enérgica maldición a otra persona.

—Sal de aquí. Quedaos lejos de aquí. Esto es horrible, pero iros.

—¡Nos echasteis de la carretera!

—Derrapasteis.

—Bien, ¿qué coño podía hacer? Había coches por todas partes. Dios, necesitamos una ambulancia. Llamen a una ambulancia.

Stella se preguntó si por ahora quizá debería quedarse donde estaba, en la semioscuridad, y sin que nadie supiese dónde estaba.

De pronto, alguien le tiraba del brazo, sacándola de entre los asientos para llevarla al espacio entre los asientos y el techo del autobús, ahora convertido en una especie de pasillo con ventanas en el suelo. Se trataba de Will. Se agachó y la miró como un mono con el pelo revuelto, y el rostro manchado de sangre.

—Ahora podemos irnos —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Stella.

—Vienen a por nosotros. Humanos. Quieren rescatarnos. Pero podemos irnos.

—Tenemos que ayudar.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Will.

—Tenemos que ayudar.

Durante un momento, Stella deseó frotar la mano en su cara. Sentía las orejas calientes.

Will agitó la cabeza y fue medio agachado hasta la parte frontal del bus. Durante un momento pareció que se iba a limitar a salir por una de las ventanillas, pero entonces dos pares de brazos descendieron y Will miró a Stella. En su rostro apareció una expresión de amargura.

—Aquí hay una chica; está bien —dijo—. Ocupaos de ella, pero a mí dejadme en paz.

Stella estaba sentada a un lado de la larga carretera de dos carriles con la cara entre las manos. Se había dado un buen golpe en la cabeza y ahora le palpitaba. Miraba entre los dedos a los adultos que caminaban alrededor del bus. Habían pasado unos veinte minutos desde la colisión.

Will se encontraba a su lado, con la mano colocada descuidadamente sobre los ojos como si estuviese dormido. Se había roto los pantalones y se veía un largo rasguño. Por lo demás, parecía estar perfectamente.

Celia y LaShawna y otros tres chicos ya estaban sentados en los asientos traseros de dos coches, que no eran los de escolta. Los dos coches de escolta habían chocado con una alcantarilla y estaban bastante maltrechos —el radiador retorcido, el vapor silbando, el capó abierto.

Le pareció oír a los dos guardias de seguridad al otro lado del bus, y posiblemente también al chófer.

Apartados a un lado de la carretera, como a un centenar de metros, había dos vehículos policiales. No podía ver las insignias pero tenían las luces puestas. ¿Por qué no ayudaban, preparándose para llevar a los niños de vuelta a la escuela?

¿Vendría pronto un furgón ACEM o una ambulancia?

Un hombre negro vestido con un traje marrón arrugado se acercó a Stella y Will.

—Los otros están bastante magullados, pero se pondrán bien. LaShawna está bien. La pierna no tiene problema, gracias a Dios.

Stella lo miró dubitativa. No sabía quién era.

—Soy John Hamilton —dijo—. Soy el padre de LaShawna. Tenemos que irnos. Tenéis que venir con nosotros.

Will se sentó, con mejillas casi caoba por la combinación de sol y desafío.

—¿Por qué? —dijo—. ¿Nos llevan a otra escuela?

—Tenemos que ir a un médico para una revisión. El lugar seguro más cercano está a ochenta kilómetros —señaló a la carretera—. Nada de volver a la escuela. Mi hija no volverá nunca, no mientras yo viva.

—¿Qué es Sandia? —le preguntó Stella a John, siguiendo un impulso.

—Son unas montañas —dijo John, con expresión de sorpresa, y tragó algo que debió de ser amargo—. Vamos, en marcha. Creo que hay sitio.

Llegó un tercer coche y John habló con la conductora, una mujer de mediana edad con grandes anillos turquesa en los dedos y un estridente pelo naranja. Parecían conocerse.

John regresó. Estaba irritado.

—Iréis con ella —dijo—. Su nombre es Jobeth Hayden. También es madre. Pensamos que su hija podría estar aquí, pero no.

—¿Sacaron el bus de la carretera? —preguntó Stella.

—Intentamos detener el coche principal y sacaros del autobús. Creímos que lo podíamos hacer con seguridad. No sé cómo pasó, pero uno de los coches dio un giro y el autobús arremetió contra él y todos se salieron de la carretera. Coches por todas partes. Hemos tenido mucha suerte.

Will había recuperado el libro roto y gastado del suelo y lo sostenía en la mano. Miró el roto de los vaqueros y el rasguño. Luego miró a la carretera y a los coches con luces de emergencia.

—Me iré por mi cuenta.

—No, hijo —dijo John Hamilton con firmeza, y de pronto pareció enorme—. Morirás ahí fuera, y no conseguirás que te lleven porque sabrán lo que eres.

—Me arrestarán —dijo Will, señalando a las luces parpadeantes.

—No, no lo harán. Son de Nuevo México.

Hamilton no explicó por qué eso era importante. Will miró a Hamilton con el rostro contraído por la furia o la frustración.

—Somos los responsables —dijo Hamilton en voz baja—. Por favor, venid con nosotros. —Una vez más, concentrándose en Will, con voz profunda y casi somnolienta, Hamilton repitió—: Por favor.

Will tropezó al dar un paso, y John le ayudó a llegar al coche de la señora con el pelo naranja, Jobeth.

Durante el camino, se acercaron al Buick rojo que transportaba a Celia, Felice, LaShawna y a dos de los chicos. LaShawna iba recostada en el asiento trasero, a la sombra del techo del coche, con los ojos cerrados. Felice estaba recta a su lado. Celia sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Qué viajecito! —gritó. Una venda blanca le rodeaba la cabeza. Tenía sangre en el cráneo y en el pelo y sostenía una botella de 7—Up y un sándwich—. Supongo que se acabó la escuela, ¿eh?

Will y Stella se subieron al coche de Jobeth. John le dijo a Jobeth adónde iban —un rancho—. Stella no pilló el nombre, aunque podría ser George o Gorge.

—Lo conozco —dijo la mujer—. Me encanta.

Stella estaba segura de que la mujer no había dicho «encinta» sino «encanta».

Will recostó la cabeza en el asiento y miró a la tela interior del techo. Stella cogió una botella de agua y una botella de 7—Up de manos de John, y los coches se pusieron en marcha, dejando los restos del bus, dos guardias, y tres chóferes, todos cuidadosamente atados y sentados en el andén.

Los vehículos oficiales resultaron pertenecer a la policía estatal de Nuevo México, y giraron en dirección contraria, con las luces ya apagadas.

—No llevará más de una hora —dijo Jobeth, siguiendo a los otros dos coches.

—¿Quién es usted? —preguntó Stella.

—No lo sé —dijo Jobeth a la ligera—. No lo sé desde hace años. —Miró a Stella—. Eres guapa. Para mí eres guapa. ¿Conoces a mi hija? Se llama Bonnie. Bonnie Hayden. Supongo que sigue en la escuela; se la llevaron hace seis meses. Es pelirroja natural y sus pecas son realmente prominentes. Tiene sangre irlandesa, estoy segura.

Will arrancó una página del libro y la arrugó, luego la meneó bajo la nariz. Le sonrió a Stella.