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Oregón

Mitch se levantó antes de la salida del sol, se vistió sin despertar a Merton y abandonó la tienda que compartían para colocarse al borde del cauce del río Spent. Observó cómo los primeros rayos de sol intentaban extender luz sobre el paisaje en sombras. Podía ver el monte Hood con claridad, a treinta kilómetros de distancia, con la nieve púrpura al amanecer.

Encontró una ramita y se la metió entre los labios, y la mordió entre los dientes.

Mitch nunca había creído ser presciente, sensitivo o psíquico, o el nombre que uno le diese a esas habilidades. Kaye le había dicho, años atrás, que los científicos y los artistas compartían orígenes similares para el pensamiento creativo —pero que los científicos tenían que demostrar sus fantasías.

Mitch nunca le había dicho a Kaye lo que había sacado en claro de esa conversación, pero en cierta forma le había ayudado a poner las cosas en perspectiva —a ver el lado artístico de cómo llegaba a sus propias conclusiones, en ocasiones insoportables para la lógica—. No se trataba de percepción extrasensorial.

Simplemente pensaba como un artista.

O un policía. La naturaleza era el asesino en serie más eficiente del mundo. Un antropólogo era un tipo de detective, no tanto interesado en la justicia —que era demasiado abstracta frente a la inmensidad del tiempo y a tantas muertes— sino en descubrir cómo habían muerto las víctimas y, lo que era mucho más importante, cómo habían vivido.

Se limpió los ojos con un dedo y miró al norte siguiendo el cauce, hasta la garganta más profunda que mucho tiempo atrás había atravesado capas alternas de lodo, lava y cenizas. Luego se volvió y miró a la L con su disposición de lonas y cubiertas de plástico, ocultas por una red de camuflaje.

—Mierda —dijo, casi asombrado por cómo sus pies empezaban a caminar siguiendo el borde del cauce, alejándole de la excavación principal.

Ese oso. Ese maldito oso enigmático que lo había empezado todo.

El oso había bajado al río a pescar y había quedado asfixiado por la lluvia de ceniza —pero los humanos habían llegado varios días antes—. Los humanos normalmente perseguían a los osos, estaba casi seguro, dejándose guiar por ellos para encontrar las mejores zonas de pesca. Alguien había reclamado el cráneo, pero no había tocado el cuerpo —no había marcas de corte en los huesos— lo que significaba que posiblemente no fuese un aperitivo muy agradable cuando lo encontraron.

El salmón regresaba en primavera, verano y otoño para desovar y morir, grupos diferentes y especies diferentes en estaciones diferentes. Las tribus nómadas habían sincronizado los viajes y habían dispuesto los asentamientos para aprovecharse de uno o más de esos regresos, cuando los ríos fluían repletos de peces ricos de carne roja.

Las hojas cambiaban de color. El agua corría clara y fría. Los salmones saltaban sobre los fondos rocosos como juguetes rojos. Los osos aguardando para atravesar la corriente y cazarlos.

Pero la mayoría de los osos probablemente se hubiese ido con la primera lluvia de ceniza, dejando atrás a un viejo macho demasiado enfermo para continuar viajando, quizás herido en una pelea, aguardando la muerte.

Suposiciones. Sólo suposiciones, maldición.

¿Por qué iba alguien a caminar río arriba pasando de la lluvia de ceniza? Ni siquiera el hambre les hubiese impulsado a internarse en ese paisaje, o a quedarse una vez llegados allí. A menos que estuviese lloviendo, cada paso habría levantado una nube de ceniza asfixiante. Establecer un campamento de pesca hubiese sido totalmente estúpido.

Como el oso, a ellos también les seguían.

Había soñado con los huesos en la noche. No sabía si los artistas soñaban sus obras —o si los detectives soñaban las soluciones a sus casos—. Pero para él era así: a menudo soñaba con la gente que encontraba, en sus tumbas o donde habían caído y muerto.

Y en ocasiones tenía razón.

Muy a menudo tenía razón.

Demonios, nueve de cada diez veces los sueños de Mitch resultaban ser correctos —siempre que les permitiese evolucionar, desplazándose por las distintas variaciones y alcanzando la inevitable conclusión. Así había sido con las momias alpinas. Había soñado con ellas durante meses.

Pero ahora no había tiempo suficiente. Tenía que depender de lo que no era más que una corazonada.

Los australianos le habían dado una pista, incluso más que los esqueletos de Homo erectus. Se encontraban muy al norte. Sólo ahora los antropólogos empezaban a aceptar las muchas oleadas y choques de gente en las Américas —la llegada inicial en botes impulsados por las tormentas de algunos australianos al sur, las llegadas más tardías y frecuentes de asiáticos siguiendo la tierra y el hielo de los puentes del norte.

Los australianos habían estado en Sudamérica —y ahora aparentemente en Norteamérica— durante decenas de miles de años antes de encontrarse con los asiáticos. Los asiáticos conquistaron y mataron, sometieron, empujándolos de vuelta al sur huyendo de cualquier territorio norteño que hubiesen explorado. Debió de ser una guerra monumental, extendida por millones de metros cuadrados y muchos miles de años, racial y violenta.

Al final, los australianos habían desaparecido casi por completo —dejando sólo algunos descendientes mestizos en la costa este de Sudamérica: los nativos de Tierra del Fuego conocidos por Darwin y otros exploradores.

Los perseguían. Se habían unido a individuos Homo erectus porque se enfrentaban a un enemigo común.

Mitch se movía como un autómata, barriendo con los ojos el terreno que tenía por delante, haciendo caso omiso de todo excepto la pisada de las botas sobre las viejas piedras fluviales. No era un buen lugar para caerse, especialmente con un brazo malo.

Demasiado al norte. En un territorio peligroso, rodeados de asiáticos. Habían venido aquí por la abundancia de peces, siguiendo a los osos; hombres y mujeres, un grupo familiar extendido. Quizás unidos bajo un hombre poderoso —y quizá les gustaba tener escarceos con mujeres Homo erectus. No tiene sentido ser ingenuos.

Pero a sus mujeres no les importaba. Nunca nacían bebés. Mitch casi podía ver a los hombres y mujeres Homo erectus acompañándoles, tras los australianos, al principio rogando, luego asignándoles trabajos para las mujeres, luego ofreciéndose a los hombres, con sus propios hombres indiferentes al intercambio. La actitud de gente hambrienta y moribunda.

Al final, había habido algo de afecto, quizá más que el de un amo con sus animales. ¿Iguales? Probablemente no. Pero los miembros Homo erectus del grupo no eran estúpidos. Habían sobrevivido más de un millón de años. El Homo sapiens no era más que un recién llegado.

Mitch tragó aire y se sonó la nariz con el pañuelo; el aire tibio estaba lleno de polen de hierba. Normalmente no era susceptible, pero sus años en prisión, con aire húmedo y mucho moho, habían exagerado la reacción.

Si los hombres están por aquí —y no hay garantía de que así sea— no pudieron salvar a las mujeres. Fallaron, y probablemente también murieron. O huyeron de este lugar miserable por delante de una ola de lodo caliente —dejando a las mujeres atrás.

¿Yo soy mejor?

Yo abandoné a mis mujeres, y se llevaron a Stella.

¿Qué, si encuentro a los hombres? ¿Qué pasaría? ¿Qué demonios estoy buscando? ¿La salvación? ¿Una excusa?

Miró al sol, luego se protegió los ojos y los bajó. El depósito más grueso de arcilla esquistosa se había condensado en una capa de marrón oscuro a todo alrededor de las riberas del viejo río, convertido en algunos puntos en una tierra lo suficientemente rica para soportar arbustos y árboles, siendo por lo demás dura, desnuda y estéril. Cantos del tamaño y la forma de pelotas de fútbol sobresalían del suelo, y en ninguna parte había ninguna pista de dónde se podría encontrar una elusiva colección de fósiles.

Se sentó sobre un canto roto por el clima y levantó el codo izquierdo sobre la rodilla para eliminar el hormigueo del brazo inerte. En ocasiones la sangre se cortaba en el brazo, y luego los nervios, y después de un rato el brazo se despertaba de pronto y le dolía como el demonio.

No era fácil mantenerse atento y concentrado. Algo insistía en intervenir, quizá la sensación más que real de la total futilidad de lo que intentaba hacer.

—¿Adónde irías tú? —susurró. Encorvó las rodillas lentamente alrededor de la roca, volviendo los ojos para barrer la tierra tosca, hasta la zona alta y hasta las depresiones llenas de arbustos—. ¿Dónde podríais estar veinte mil años después de vuestra muerte? Venga, chicos. Ayudadme. Una brisa ligera silbaba a través de la maleza y le tocó el cabello como dedos fantasmales. Espantó una mosca de los labios y se apartó el cabello de los ojos. Kaye siempre le insistía que se cortase el pelo. Después de un tiempo Kaye se había limitado a abandonar el tema, rindiéndose, y Mitch se preguntaba qué le resultaba peor: que le tratasen como a un niño pequeño o que su propia esposa renunciase a él.

Los dientes entrechocaban ligeramente, como una bestia ahuyentando a los enemigos. Le dolía el pecho por la soledad y la culpa.

Vagando.

Incluso ahora, sus ojos podían distinguir un trozo de hueso de un guijarro a una docena de pasos. Podía establecer filtros mentales para desestimar los huesos de ardillas y conejos, cualquier subconjunto reciente de restos blanqueados, mordisqueados u oscurecidos.

Sus ojos se convirtieron en rendijas.

Una banda de hombres experimentados hubiese podido ver u oír el lahar y se habría asustado, intentando llegar a la tierra alta. Ahí se encontraba ahora, donde le habían llevado sus pies, al territorio más alto del área, una cresta de roca dura y reductos de tierra y maleza. Podía ver el campamento, o al menos donde él sabía que estaba, como a un kilómetro, oscurecido por árboles y arbustos altos.

Y al norte, el siempre presente centinela del monte Hood, un tranquilo gorro puntiagudo rechoncho de energía telúrica reprimida, siseando tenues volutas de vapor pero sin confesar nada sobre rabietas pasadas.

Mitch cerró completamente los ojos y visualizó al jefe de la banda. La imagen se hizo más clara. Mitch desapareció, y su lugar lo ocupó el cazador guía de la banda, el jefe.

El rostro del jefe era oscuro y atento, con el pelo manchado de ceniza, la piel gris por la ceniza, como un fantasma. En la imaginación de Mitch, el jefe empezó de color marrón púrpura y estaba desnudo, pero pronto aparecieron pieles cosidas sobre su estructura larguirucha y encorvada, nada de trapos toscos ni siquiera hace veinte mil años, porque incluso entonces la gente estaba interesada en la moda y la utilidad; polainas y túnica atada a la espalda, bolsa para pedernal y puntas de obsidiana o lo que llevasen encima.

Los corazones les palpitan rápido al ver la palidez de sus pieles, ya parecen muertos. Tienen miedo los unos de los otros. Pero el jefe los mantiene unidos. Da saltos y hace muecas hasta que se ríen de sus caras cenicientas. El jefe es más que inteligente; se preocupa por el anómalo grupo de hombres, compañeros en una tierra cruel; y se preocupa de las mujeres, las mascadoras de piel y las artífices de la ropa que visten.

Nunca infravalores a tus antepasados, a tus primos. Duraron mucho, mucho tiempo. E incluso entonces amaban, se preocupaban, protegían.