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Escuela de Acción de Emergencia Sable Mountain ARIZONA

Habían cancelado sin explicación la hora de estudio de Stella por la tarde y se le había dicho que fuese al gimnasio. El edificio estaba vacío y la pelota de baloncesto producía un eco con cada bote.

Stella corrió hacia el extremo de la cancha, con las zapatillas gastadas chirriando sobre la pintura gomosa que cubría el suelo duro de hormigón. Giró para un lanzamiento y observó la pelota dar vueltas al aro, vacilar y caer. No había red para reducir la caída. Con destreza agarró la pelota mientras caía y corrió por la cancha para hacerlo otra vez. Mitch le había enseñado a lanzar rebotes a los ocho años. Recordaba un poco de las reglas, pero no mucho.

La compañera de camastro de Stella, Celia Northcott, de pelo negro, entró en el gimnasio quince minutos después. Celia era un año más joven pero parecía más madura. Había nacido gemela pero su hermana había muerto cuando sólo tenía unos meses. Era común entre los gemelos SHEVA; normalmente sólo sobrevivía uno. Celia compensaba una tendencia hacia la tristeza con una alegría quebradiza que en ocasiones irritaba a Stella. Celia era todo planes, y probablemente fuese la más apasionada constructora de demes —grupos sociales de los niños SHEVA— y esquemas sobre cómo vivir cuando creciesen.

Se protegía el brazo —una venda le cubría la muñeca— e hizo una mueca cuando Stella retuvo la pelota y la interrogó con un destello de pecas y una mirada.

—Sangre —dijo Celia, y se sentó con las piernas cruzadas en un lateral de la cancha—. Como medio litro.

—¿Por qué?

—¿Cómo voy a saberlo? KUK. Anoche tuve una pesadilla. —La lengua de Celia se quedó atrapada al producir su chasquido glotal característico, que casi oscurecía su hiperhabla. A Celia no se le daba muy bien el hablar doble. Alguien, no había dicho quién, había intentado mutilarle la lengua cuando tenía ocho años. Se lo había revelado a Stella una noche, cuando Stella la había encontrado acurrucada en una esquina del barracón, llorando y oliendo a cebollas eléctricas. El reborde de superficie que había en la mayoría de los niños era una cicatriz blanca en la lengua de Celia, y en ocasiones alargaba las palabras o insertaba un chasquido.

Stella se agachó junto a Celia y ligeramente hizo rebotar la mano sobre la pelota que sostenía entre las piernas. Nadie sabía por qué los consejeros extraían tanta sangre, pero las visitas al hospital normalmente venían precedidas por disgustos o comportamientos inusuales; hasta ahí había deducido Stella.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí?

—Hasta la mañana.

—¿Algo nuevo en el hospital? —Así llamaban al edificio administrativo, adyacente a los dormitorios de consejeros y profesores, todos más allá de una verja de púas que rodeaba el complejo para chicos y chicas.

Celia negó.

—Me dieron cereales y huevos para desayunar —dijo—. Y un enorme vaso de zumo de naranja.

—¿Hicieron una biopsia?

Celia se mordió el labio y agrandó los ojos.

—¿No? ¿A quién le han hecho una biopsia?

—Beth Fremont dice que se lo contó uno de los chicos. Directamente de su… ya sabes —señaló hacia abajo y tocó la pelota.

—Iiiii —silbó la lengua de Celia.

—¿Qué soñaste? —preguntó Stella.

—No lo recuerdo. Simplemente me desperté con un chirrido.

Stella se lamió las palmas, saboreando la pintura de la cancha y la goma vieja de la pelota y algo del polvo y la suciedad de los zapatos de los demás, de los otros jugadores. Luego levantó las palmas para que Celia las entrechocase con las suyas. Celia tenía las palmas húmedas. Celia le agarró las manos y las frotó, suspiró, y se soltó tras un rato.

—Gracias —dijo, con los ojos caídos. Sus mejillas adoptaron un tono cobrizo manchado y se quedaron así durante un rato.

Stella había aprendido el truco de la saliva pocas semanas después de su llegada. Se lo había enseñado otra chica.

La puerta del gimnasio se abrió y apareció la señorita Kinney con otras diez chicas. Stella conocía a LaShawna Hamilton y a Torry Butler del dormitorio; conocía el nombre de la mayoría de las demás, pero jamás había compartido deme con ninguna de ellas. Y conocía a la señorita Kinney, la entrenadora de la escuela femenina. La señorita Kinney llevó a las otras chicas a la cancha. Colgando del hombro llevaba una bolsa con más pelotas.

—¿Qué tal un poco de entrenamiento? —preguntó a Celia y Stella.

—Le duele el brazo —dijo Stella.

—¿Puedes picar y lanzar? —le preguntó a Celia. La señorita Kinney medía un metro setenta y cinco, un poco más baja que Stella. La profesora de gimnasia era delgada y fuerte, con una nariz larga y bien formada y grandes ojos verdes, como los de un gato.

Celia se puso en pie. Nunca retrocedía ante el desafío de un consejero o un profesor. Creía ser dura.

—Bien —dijo la señorita Kinney—. He traído algunos jerséis y pantalones cortos. Están un poco gastados, pero valdrán. Vamos a ponérnoslos. Es hora de ver qué podéis hacer.

Stella se ajustó los pantalones cortos con una mueca e intentó concentrarse en la pelota. La señorita Kinney le gritaba ánimos a Celia desde un lateral.

—No te limites a oler la brisa. ¡Lanza!

Todas las chicas que había en la cancha se habían detenido en medio de las prácticas de tiro. Stella miró a Celia, la mejor en acertar a la red de su grupo de cinco.

La señorita Kinney se acercó, exasperada, y adoptó su mejor cara de Soy paciente. Stella no se atrevió a mirarla a los ojos.

—¿Qué tiene esto de difícil? —preguntó la señorita Kinney—. Dime. Quiero saberlo.

Stella bajó aún más la vista.

—No comprendemos qué sentido tiene.

—Vamos a probar algo diferente. Competiréis —dijo la señorita Kinney—. Jugaréis unas contra las otras y haréis ejercicios y aprenderéis coordinación física. Será divertido.

—Podríamos encestar más si formásemos nuestros propios equipos —dijo Stella—. Un equipo podría tener a tres ralentizando a las otras. Siete podrían jugar opuestas y hacer canastas. —Stella se preguntó si sonaba obtuso, pero realmente no comprendía lo que la señorita Kinney esperaba de ellas.

—No se hace así —dijo la señorita Kinney, volviéndose peligrosamente paciente. La señorita Kinney jamás se ponía realmente furiosa, pero a Stella le molestaba que pudiese albergar tanta irritación y no la expresase. Hacía que la profesora oliese mal.

—Bien, díganos cómo se hace —dijo Celia. Ella y LaShawna se acercaron. Celia era unos centímetros más alta que Stella, casi un metro ochenta, y LaShawna era más baja que la señorita Kinney, aproximadamente un metro setenta. Celia tenía la habitual piel olivácea y un pelo rojizo y desmelenado que parecía incapaz de mantener sobre su cabeza. LaShawna era más oscura, pero no mucho, con un pelo negro delicadamente rizado que formaba un nimbo alrededor de sus orejas y los hombros.

—Se llama juego. Vamos, chicas, sabéis lo que es un juego.

—Nosotras jugamos —dijo Stella a la defensiva.

—Claro que jugáis. Todos los monos jugamos —dijo la profesora.

Stella y LaShawna sonrieron. En ocasiones la señorita Kinney era más abierta y directa que los otros profesores. Les caía bien, lo que hacía que el frustrarla les doliese más.

—Esto es un juego organizado. Se os da bien organizar, ¿no? ¿Qué es lo que no se entiende?

—Los equipos —dijo LaShawna—. Los equipos son como los demes. Pero los demes se escogen a sí mismos. —Levantó las manos y las extendió bajo las sienes creando orejas de elefante. Era una señal; muchos de los nuevos niños las producían sin comprender en realidad el porqué. A veces los profesores creían que se pasaban de listos, pero no la señorita Kinney.

Miró a las «orejas» de LaShawna y dijo por décima vez:

—Los equipos no son demes. Ayudadme un poco. Un equipo es temporal y divertido. Yo escojo bando por vosotras.

Stella arrugó la nariz.

—Escojo jugadoras con habilidades complementarias. Puedo ayudar a crear un equipo. Estoy segura de que comprendéis cómo es.

—Claro —dijo Stella.

—Entonces jugáis un equipo contra otro y eso os convierte en mejores jugadoras. Además, hacéis ejercicio.

—Vale —dijo Stella. Hasta ahora, bien. Experimentó botando la pelota.

—Volvamos a intentarlo. Sólo la práctica. Celia, cubre a Stella. Stella, ve a por la canasta.

Celia retrocedió, se agachó y extendió los brazos, como le había dicho la señorita Kinney. Stella botó la pelota, dio un paso adelante, recordó las reglas, y dribló hacia la canasta. El suelo de la cancha estaba marcado con líneas y medios círculos. Stella podía oler a Celia y sabía lo que iba a hacer. Stella se movió hacia ella, y Celia se hizo a un lado con un grácil barrido de los brazos, pero sin ninguna señal o sugerencia de aviso, y Stella, algo confundida, lanzó la pelota. Pegó contra el tablero sin tocar la canasta.

Stella le hizo una mueca a Celia.

—Se supone que debes intentar detenerla —le dijo la señorita Kinney a Celia.

—No la ayudé. —Celia miró a Stella con cara de disculpa.

—No, quiero decir, intentar detenerla activamente.

—Pero eso sería falta —dijo Celia.

—Sólo si le golpeas el brazo, la empujas o la derribas corriendo.

Celia dijo:

—Todos queremos encestar y ser felices, ¿no? Si evitas que enceste, ¿no reduce eso el número de encestes?

La señorita Kinney levantó los ojos al techo. Tenía el rostro sonrosado.

—Quieres el mayor número de encestes para tu equipo, y evitar que el otro equipo enceste.

Celia empezaba a cansarse de intentar comprenderlo. Empezaron a salirle lágrimas de los ojos.

—Pensé que queríamos encestar lo máximo posible.

—Para tu equipo —dijo la señorita Kinney—. ¿Por qué no está claro?

—Hace daño provocar el fracaso de los demás —dijo Stella, mirando alrededor de la cancha como si quisiese encontrar una puerta de huida.

—Oh, por favor, Stella, ¡no es más que un juego! Unas contra otras. Se llama deporte. Después todas podemos ser amigas. No se hace daño.

—Una vez vi por televisión disturbios en el fútbol —dijo LaShawna. La señorita Kinney volvió a mirar al techo—. La gente se hacía daño —añadió LaShawna dubitativa.

—El deporte despierta muchas pasiones —admitió la señorita Kinney—. A la gente le importa, pero normalmente los jugadores no se hacen daño unos a otros.

—Corren unos contra los otros y se quedan tendidos durante mucho rato. Alguien debería haberles advertido de que iban a chocar —dijo Crystal Newman, que tenía un pelo blanco plateado y olía a un árbol cítrico.

La señorita Kinney les indicó a las doce chicas que fuesen a las sillas metálicas dispuestas fuera de las líneas. Colocaron las sillas en un círculo y se sentaron.

La señorita Kinney respiró profundamente.

—Creo que me falta algo —dijo—. Stella, ¿cómo te gustaría jugar?

Stella lo meditó.

—Para ejercicio, podríamos hacer contrafase y vaivén, cabriolar, ya sabe, como un baile. Si quisiésemos aprender a correr mejor, o encestar mejor, podría establecer academias de carreras. Unas chicas formarían canales ondulados y óvalos y las otras correrían por los canales. Las chicas de los canales ondulados podrían decirle a las otras lo que no están haciendo bien. —Omitió hablarle a la señorita Kinney de tranquilizar con la saliva, con todos los jugadores entrechocando las palmas, que había visto hacer a los atletas en los juegos humanos—. Luego las corredoras intentarían encestar desde el interior de los canales a distancias diferentes, hasta que pudiesen acertar desde el otro extremo de la cancha. Eso son más puntos, ¿no?

La señorita Kinney asintió, siguiendo la corriente por el momento.

—Cada vez cambiamos una corredora y un canal. En un par de horas, apuesto a que la mayoría de nosotras sabría encestar realmente bien, y si sumamos los puntos, los equipos tendrían más puntos que si, ya sabe, peleasen uno contra el otro. —Stella reflexionó seriamente sobre esa parte y se le iluminó la cara—. Quizá mil puntos por partido.

—Nadie querría verlo —dijo la señorita Kinney. Ahora ya manifestaba el cansancio, pero también producía una sonrisilla curiosa que Stella no sabía interpretar. Stella miró a la lucecita parpadeante en el cinturón de la señorita Kinney. La señorita Kinney había apagado el oledor antes del entrenamiento, quizá porque las chicas a menudo disparaban su diminuta alarma cuando hacían ejercicio, por mucho cuidado que tuviesen.

—¡Yo miraría! —dijo Celia, apoyándose en las palabras—. Podría aprender a entrenar a gente en movimiento con, ya sabe, señales. —Celia miró conspiradora a Stella, infradijo: Señales, olores y saliva, ojos que giran y frentes que se fruncen. Era una cancioncilla que en ocasiones cantaban en el dormitorio antes de dormir; en voz baja—. Sería realmente divertido.

Las otras chicas estuvieron de acuerdo en que comprendían ese tipo de juego.

La señorita Kinney levantó la mano y la movió de un lado a otro como si fuese una bandera.

—¿Qué pasa? ¿No os gusta la competición?

—Nos gustan las contrafases —dijo Stella—. Lo hacemos continuamente. En el patio, en la zona de paseo.

—¿Es entonces cuando hacéis vuestros bailes? —preguntó la señora Kinney.

—Eso es cabriolar o quizá contrafase —dijo Harriet Pincher, la chica más corpulenta del grupo—. Las palmas se humedecen en el cabriolar. En la contrafase permanecen secas.

Stella no sabía siquiera cómo empezar a explicar la diferencia. Las palmas sudorosas en un toque de grupo podían provocar todo tipo de cambios. Los individuos podían ganar fuerzas, y voluntad para dirigir, o ser menos agresivos en su empuje por dirigir, o simplemente permanecer al margen de un debate deme, si se producía. Las palmas secas indicaban una contrafase, y por tanto era menos serio, más como un juego. Un deme precisaba ajustes continuos, y había varias formas de lograrlo, algunas divertidas, otras trabajo duro.

Muy raramente, el ajuste de un deme requería medidas más serias. Los pocos intentos que había presenciado habían dado como resultados algunas reacciones muy desagradables. No quería sacar el tema ahora, aunque la señorita Kinney parecía sinceramente interesada.

Ajustarse a los humanos era un enigma. Se suponía que los nuevos niños debían hacer todos los ajustes, y eso lo hacía más difícil.

—Venga —dijo la señorita Kinney, poniéndose en pie—. Vamos a probar otra vez. Seguidme la corriente.