29

Arizona

Stella estaba sentada con Julianne Nicorelli en una pequeña sala beige del hospital. Joanie las había separado de las otras chicas. Llevaban dos horas esperando. El aire estaba inmóvil y estaban sentadas tan rígidas como la mantequilla fría, observando cómo una mosca subía por una ventana.

La sala estaba abarrotada del olor a fresas, que Stella había adorado en su niñez.

—Me siento fatal —dijo Julianne.

—Yo también.

—¿A qué esperan?

—Algo está mal./ Han cometido un error —dijo Stella.

Julianne arañó el suelo con los zapatos.

—Lamento que no pertenezcas a mi deme —dijo.

—No hay problema.

—Formemos el nuestro, aquí mismo. Nosotras/ Igualmente/ nos uniremos con cualquier/ encerrado/ que venga.

—Vale —dijo Stella.

Julianne arrugó la nariz.

—Huele tan mal…/ No puedo ni olerme pensar.

Las sillas estaban separadas por un buen espacio, una distancia amable considerando el miedo nervioso que salía de las dos chicas, incluso por encima del olor de fresas. Julianne se puso en pie y alargó una mano. Stella inclinó la cabeza a un lado y retiró el pelo, exponiendo la piel tras la oreja.

—Adelante.

Julianne tocó la piel de la zona, la descarga cerosa, y se la pasó bajo su propia nariz. Hizo una mueca, luego bajó el dedo y fridió —estirar el labio superior y aspirar aire sobre el dedo y hacia la boca.

—Iiiii —dijo, en absoluto desaprobadora, y cerró los ojos—. Me siento mejor. ¿Y tú?

Stella asintió y dijo:

—¿Quieres ser madre del deme?

—No importa —dijo Julianne—. De todas formas no hay quórum. —De pronto pareció alarmada—. Probablemente nos estén grabando.

—Probablemente.

—No me importa. Adelante.

Stella tocó a Julianne tras la oreja. La piel estaba bastante caliente, casi ardiendo. Julianne estaba febriaromando, intentando desesperadamente contactar con alguien y a la vez persuadir amablemente y establecer una conexión con Stella. Era conmovedor. Significaba que Julianne estaba más asustada e insegura que Stella, más necesitada.

—Yo seré la madre del deme —dijo Stella—. Hasta que aparezca alguien mejor.

—Vale —dijo Julianne. En realidad no era de verdad. Sin quórum, simplemente para rebajar la tensión. Julianne se meció de un lado a otro. Su olor cambiaba a café y atún; algo inquietante. Hacía que Stella sintiese ganas de abrazar a alguien.

—Huelo mal, ¿no? —dijo Julianne.

—No —dijo Stella—. Pero ahora las dos olemos diferente.

—¿Qué nos está pasando?

—Estoy segura de que quieren descubrirlo —dijo Stella, y miró a la resistente puerta de acero.

—Me duelen las caderas —dijo Julianne—. Estoy tan triste…

Stella acercó las sillas. Tocó los dedos de Julianne. Julianne era alta y delgada. Stella tenía más carne sobre el esqueleto, pero todavía no había pechos y sus caderas eran estrechas.

—No quieren que tengamos hijos —dijo Julianne, como si le leyese la mente, y su tristeza se transformó en sollozos.

Stella siguió acariciándole la mano. Luego le dio vuelta a la mano de la chica, escupió en la palma y se frotaron las manos. Incluso a pesar del olor a fresa, alcanzó a Julianne, y Julianne empezó a tranquilizarse, a concentrase, a alisar los pliegues inútiles de su miedo.

—No deberían enloquecernos —dijo Julianne—. Si quieren matarnos, que lo hagan ya.

—Calla —le advirtió Stella—. Pongámonos cómodas. No podemos impedir que hagan lo que van a hacer.

—¿Qué van a hacer? —preguntó Julianne.

—Calla.

La cerradura electrónica de la puerta dio un chasquido. Stella vio a través del ventanuco a Joanie con el traje protector. La puerta se abrió.

—Vamos, chicas —dijo Joanie—. Esto va a ser divertido. —Su voz sonaba como la de una grabación saliendo de una muñeca vieja.

Un autobús amarillo, como un pequeño autobús escolar, las esperaba delante del hospital. El autobús que había traído a Strong Will había sido diferente, reforzado y reluciente, nuevo; se preguntó por qué no usaban ese autobús.

Cuatro consejeros con trajes hicieron avanzar a cinco chicas y cuatro chicos, hacia la puerta del bus. Celia, LaShawna y Felice volvían a estar en el grupo. Julianne caminaba por delante de Stella, golpeando el suelo con los zuecos sueltos.

Strong Will se encontraba entre los chicos, comprobó Stella con aprensión y una extraña excitación. Estaba bastante segura de que no se trataba de nada sexual —guiándose por lo que Kaye le había contado—, pero era algo parecido. Nunca antes había sentido nada así. Era nuevo.

No sólo para ella.

Pensó que quizá fuese nuevo para la especie humana, o lo que fuesen los niños. Quizás algo relacionado con el virus.

Los chicos caminaban a tres metros de las chicas. Ninguno llevaba cadenas, ¿pero adónde iban a correr? ¿Al desierto? La ciudad más cercana estaba a treinta kilómetros, y la temperatura ya era de 38 grados.

Los consejeros portaban pequeñas pistolas de gas que llenaban el aire de olores cítricos, naranja y lima, y el favorito perenne, Pine—Sol.

Will parecía derrotado, agotado. Llevaba un libro de bolsillo sin tapas, de páginas amarillas y andrajosas. No miró a las chicas; no lo hizo ninguno de los chicos. Físicamente parecían estar bien, pero arrastraban los pies al caminar. Stella no podía olerlos.

La puerta del bus se abrió y los chicos entraron primero, ocupando asientos en el lado izquierdo. A través de las ventanillas, Stella vio cómo corrían y sujetaban cortinas de plástico. Parecían delgadas, como cortinas de ducha. Joanie llevó a las chicas hasta la puerta. Se situaron a la derecha de la cortina y se sentaron en las cinco filas de en medio, en relucientes asientos de plástico, una chica en cada una.

Stella se movió y los pantalones se pegaron al plástico. El asiento era raro, pegajoso y aceitoso. Emitía un olor peculiar, como trementina. Habían rociado el interior del bus con algo.

Celia se sentó directamente delante de ella y se echó hacia delante para hablar con LaShawna.

—Quedaos donde estáis —les dijo Joanie con voz monótona—. Nada de hablar.

Examinó a los chicos a ambos lados de la cortina, luego fue hacia delante y agarró a Julianne por el brazo. Retiró a Julianne, saliendo del autobús. Julianne lanzó una mirada de miedo pero aliviada en dirección a Stella, para luego quedarse de pie en el exterior, con los brazos rectos a los lados, temblando.

Subió un guardia de seguridad. Tenía unos cuarenta y cinco años, robusto y de brazos desnudos, vistiendo un par de pantalones caqui y una camisa blanca de manga corta que le colgaba del hombro. Al cinto llevaba una pequeña pistola automática. Miró a los chicos, luego se inclinó hacia un lado, y miró al lado de las chicas.

Todos en el autobús guardaban silencio.

El estómago de Stella pareció encogerse en su interior.

La puerta se cerró. Will lanzó la mano hacia la cortina de plástico e hizo que los ganchos se agitasen en la barra fijada al techo. El guardia se inclinó y frunció el ceño.

Stella ya no podía oler nada. Tenía la nariz completamente taponada.

—¿Se me permite leer en el autobús? —gritó Will.

El guardia se encogió de hombros.

—Gracias —gritó Will, y las chicas rieron—. Muchas gracias.

Evidentemente al tipo no le gustaban sus obligaciones. Miró al frente, esperando al chófer.

—¿Qué hay del almuerzo? —gritó Will—. ¿Vamos a comer?

Los chicos rieron. Las chicas se hundieron en sus asientos. Stella pensaba que quizá se los estuviesen llevando para asesinarlos y diseccionarlos. Estaba claro que Felice pensaba lo mismo. Celia temblaba.

Finalmente, Will dejó de gritar. Arrancó una página del libro, la arrugó formando una bola, y la lanzó por encima de tres asientos hacia el espacio junto a la ventanilla del conductor. Con la lengua entre los labios, poniendo sonrisa de payaso, arrancó otra página, la arrugó, y la lanzó al asiento vacío del conductor. Luego otra, que cayó al suelo frente al asiento del conductor. Stella miraba a través de las láminas transparentes entre filas, avergonzada y estimulada por esa manifestación de desafío.

El chófer subió los escalones. Agarró el papel arrugado con la mano enguantada, hizo una mueca, y lo arrojó por la puerta. Rebotó en el pecho de la segunda guardia de seguridad que subía a bordo. También era grande y tenía unos cuarenta años. La guardia murmuró algo que Stella no pudo escuchar. Los dos guardias estaban equipados con oledores fijados a los bolsillos de la camisa. Stella comprobó que los oledores estaban apagados.

El chófer ocupó el asiento.

—¡Vamos! —gritó Will. Tras él, uno de los chicos empezó a ulular. La mujer se giró y los miró con furia, justo a tiempo para recibir el impacto de otra bola de papel.

El guardia recorrió el lado de los chicos de la barrera de plástico.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Will, y dio saltos en el asiento.

—Siéntate, maldita sea —dijo el guardia.

—¿Por qué no nos atan? —preguntó Will—. ¿Por qué no nos ponen correas?

—Cállate —dijo el guardia.

Stella sintió un escalofrío. Se los llevaban a algún sitio, y les acompañaba un equipo que tenía muy poca experiencia con niños SHEVA. Tenía instinto para esas cosas. Estos dos, y el chófer, parecían más estúpidos que la señorita Kantor. Ninguno de los humanos dentro o fuera del bus parecían felices; tenían cara de que algo había salido mal.

Stella se preguntó qué le había pasado a ese otro autobús, el que usaban normalmente.

Will observaba a los guardias y al chófer como si fuese un halcón, con los ojos fijos. Stella intentó mantener su cara enfocada a través del plástico, pero Will se recostó y la perdió.

Las ventanas de plástico reforzado con alambres estaban cerradas desde el exterior; era el tipo de autobús que había visto de niña llevando prisioneros para recoger basura o cortar maleza en los bordes de la carretera. Miró por la ventanilla y se estremeció.

Le dolía el cuerpo. Frente a ella, Celia se inclinó hacia delante, susurrando en voz baja, agarrando con las manos el raíl acolchado. LaShawna bostezaba, fingiendo que no le importaba. Felice se había abrazado a sí misma e intentaba dormirse.

—¡Vamos, vamos, vamos! —aullaban los chicos, dando saltos en los asientos. Felice descansó la cabeza contra la ventanilla. Stella quería que los chicos se callasen. Quería que todo estuviese tranquilo para poder cerrar los ojos y fingir que estaba en alguna otra parte. Se sentía traicionada por la escuela, por la señorita Kantor, por la señorita Kinney.

Evidentemente, era estúpido que se sintiese así. El hecho de estar en la escuela era ya una traición para empezar. ¿Por qué abandonarla iba a ser peor? Recostó la cabeza para evitar sentir náuseas.

La guardia le dijo al chófer que cerrase la puerta. El chófer arrancó el bus y metió la marcha. Avanzó.

Celia empezó a vomitar. El chófer paró el bus de golpe al final de una pista de hormigón antes de la carretera principal.

—¡No importa! —gritó la guardia, con el rostro tornado una máscara de asco—. Lo limpiaremos cuando lleguemos. ¡Adelante!

—¡Vamos, vamos, vamos! —cantaban los chicos. Will miró a Stella, enderezó los labios y comenzó a arrancar otra página del libro.

Una vez que el bus estuvo en camino, el aire comenzó a penetrar por pequeñas entradas sobre las ventanas y Stella se sintió mejor. Celia siguió en silencio, y las otras dos chicas estaban sentadas totalmente rectas en sus asientos. Stella consideró la situación y decidió que todo era muy torpe y muy mal planeado, posiblemente una decisión de última hora. Los transportaban como a langostas en un tanque. El tiempo era importante. Alguien estaba deseoso de recibirlos mientras todavía estuviesen frescos.

Stella intentó reunir saliva para humedecer la boca. El sabor en la lengua era terrible.

—Llevará como una hora y diez minutos —dijo el chófer al salir del aparcamiento de la escuela—. Hay botellas de agua bajo cada asiento. Haremos una parada para ir al baño.

Stella metió la mano bajo el asiento amarillo y sacó una bolsa de plástico con una botella dentro. La miró, preguntándose qué contenía aparte de agua; ¿qué iba a pasar al final del viaje?, ¿cuál sería su recompensa por ser chicas y chicos tan buenos? Para mantener la calma, pensó en Kaye, y luego en Mitch. Al final, pero no menos, recordó sostener el gato naranja, Shamus, y acariciarle mientras maullaba.

Si iba a morir, al menos podía hacerlo con tanta dignidad como el viejo Shamus.