Baltimore
—Levanta la cabeza. Marge estará aquí en veinte minutos —dijo Liz Cantrera—. ¿Lista?
—Tanto como puedo llegar a estarlo —dijo Kaye, y respiró profundamente. Miró al laboratorio para comprobar si tenía alguna otra cosa que guardar o limpiar. No es que importase. Era su último día.
—Tienes buen aspecto —dijo Liz con tristeza, enderezando las solapas de Kaye.
Marge Cross comprendía los desordenados dormitorios de la ciencia. Y Kaye dudaba que quisiese comprobar cómo lo mantenía limpio.
Junto a Kaye, Cross casi siempre se mostraba alegre. Parecía caerle bien Kaye y confiar en ella. Sin embargo, hoy Cross decía poco, tocándose el labio con el dedo y asintiendo. Levantó la cabeza para mirar a las tuberías que colgaban del techo. Parecía examinar una serie de etiquetas rojas que colgaban de varias líneas de presión.
Sólo tres personas acompañaban a Cross. Dos guapos jóvenes vestidos con trajes gris carbón tomaban notas en e—cuaderno. Una joven esbelta de pelo rubio largo y lacio y una nariz corta y respingona sacaba fotografías con una cámara del tamaño de un bolígrafo.
Liz se mantuvo en segundo plano, evidentemente dejándole a Kaye la posición principal. Les dio una gira rápida, completamente consciente de que hacían inventario en preparación para una transferencia o un cierre.
—Hemos perdido —dijo Cross—. Todo lo que el gobierno y el pueblo encargó que hiciese esta compañía se ha convertido en un mar de líos —añadió tranquilamente, y se mordió el labio inferior—. Oí que esta semana te fue muy bien en el Congreso. —Cross miró a Kaye con una ligera sonrisa.
—Estuvo bien. —Kaye miró a un lado y se encogió de hombros—. Rachel Browning intentó bajarme los pantalones.
—¿Lo consiguió? —preguntó Cross.
—Me llegó hasta el pelo —dijo Kaye.
Los jóvenes parecieron dispuestos a mostrarse escandalizados si Cross lo hacía. Cross se rio.
—Dios, Kaye. Nunca sé lo que voy a oírte decir. Vuelves loco a mi personal de relaciones públicas.
—Es por eso que intento mantener la cabeza gacha y no decir nada.
—No estamos descubriendo cómo detener SHEVA —dijo Cross reflexionando, todavía examinando las cañerías del techo.
—Es cierto —dijo Kaye.
—Te alegras.
Una vez más, Kaye sintió que no era su turno responder, que tenía responsabilidades para otros aparte de ella misma.
—La Robert también está fracasando, pero no lo admitirá —dijo Cross. Agitó las manos a los otros presentes en el laboratorio—. Es hora de irse, niños. Dejadnos a los monstruos sagrados a solas durante un rato.
Los jóvenes atravesaron la puerta. La rubia esbelta intentó recordar a Cross unas citas para última hora de la mañana.
—Cancélalas —le indicó Cross.
Liz se había quedado atrás, inquieta por Kaye. Por la forma en que se agitaba, Kaye pensó que su ayudante podría intentar intervenir físicamente para protegerla.
Cross sonrió a Liz.
—Cariño, ¿puedes añadir algo a nuestro dueto?
—Nada —admitió Liz—. ¿Me voy? —le preguntó a Kaye.
Kaye asintió.
Liz cogió el abrigo y el bolso y siguió a la rubia.
—Cojamos el expreso al último piso —le sugirió Cross con amabilidad, y puso el brazo sobre los hombros de Kaye—. Hace demasiado tiempo que no conversamos. Quiero que me expliques qué ha pasado. Qué creíste que encontrarías en radiología.
La sala de juntas de Americol del piso veinte era inmensa y extravagante, con una larga mesa cortada a lo largo de un tronco de roble, sillas hechas a mano de estilo William Morris que parecían flotar sobre las esbeltas patas, y paredes cubiertas con arte ilustrativo de principios del siglo veinte.
Cross le indicó a la sala qué hacer y dos de las paredes se plegaron para revelar pizarras electrónicas. Secciones de la mesa se elevaron como soldados de juguete: delgados monitores personales.
—Si empezase de nuevo —dijo Cross— convertiría esta sala en un aula de guardería. Sillitas y carromatos pequeñitos con cartones de leche. Así somos de ignorantes. Pero… Nos aferramos a nuestra belleza y fortuna. Nos gusta sentir que tenemos el control y que siempre será así.
Kaye prestó atención, pero no respondió.
Cross pulsó otro botón y las pizarras repitieron largas cadenas de notas garabateadas. Kaye supuso que eran los registros congelados de varias sesiones de noche y de madrugada, Cross sola en las alturas, sosteniendo el marcador electrónico, moviéndose por las pizarras como una reina bruja dispersando encantamientos por los muros del castillo.
Kaye podía descifrar algunos de los garabatos. La letra de Cross era famosa por su dificultad.
—Nadie lo ha visto —murmuró Cross—. Es difícil de leer, ¿no? —le preguntó a Kaye—. Solía tener una caligrafía perfecta. —Levantó sus nudillos hinchados.
Kaye se preguntó adónde pretendía llegar Cross. ¿Era todo una forma tortuosa de dejarla marchar con elegancia, con un fuerte apretón de manos?
—El secreto de la vida —dijo Cross— se encuentra en comprender cómo las cosas diminutas hablan las unas con las otras. ¿Correcto?
—Sí —dijo Kaye.
—Y tú has sostenido desde antes del comienzo del SHEVA que los virus son parte del arsenal de comunicaciones que nuestras células y cuerpos emplean para hablar.
—Es por eso que me trajiste a Americol.
Cross desestimó el comentario con un ligero fruncimiento y el alzamiento de un hombro.
—Así que te convertiste en un laboratorio para demostrarlo, y pariste una niña SHEVA. Valiente, y algo más que un poco estúpido.
Kaye tensó la mandíbula.
Cross sabía que había tocado nervio.
—Creo que la camarilla de Jackson tiene toda la razón. La experiencia te inclina en favor de creer que SHEVA es benigno, un fenómeno natural ante el que tendremos que rendirnos y aceptarlo. No luchéis. Es mayor que nosotros.
—Amo a mi hija —dijo Kaye envarada.
—No lo dudo. Escúchame. Voy a alguna parte con todo esto, pero no sé todavía adónde. —Cross se paseó frente a las pizarras, con los brazos cruzados, golpeándose un hombro con el control remoto—. Mis empresas son mis hijos. Es un cliché, pero es cierto, Kaye. Soy tan estúpida y valiente como lo fuiste tú. He convertido mis empresas en un experimento en política e historia humana. Somos muy parecidas, excepto que yo no tuve la oportunidad, ni francamente la inclinación, de ofrecer mi cuerpo a la causa. Ahora, las dos nos encontramos con la posibilidad de perder lo que más amamos.
Cross se volvió y pulsó un botón para dejar las pizarras en blanco. Tenía la cara retorcida por el asco.
—Es todo una mierda. Esta sala es un despilfarro de dinero. Es imposible no pensar que los que construyeron esto sabían lo que hacían, tenían todas las respuestas. Es una mentira arquitectónica. Odio esta sala. Todo lo que acabo de borrar eran bobadas. Vamos a otra parte. —Cross estaba claramente furiosa.
Kaye cruzó las manos cautelosamente. Ahora ya no tenía ni idea de lo que iba a pasar.
—Vale —dijo—. ¿Adónde?
—Nada de limusinas. Dejemos los lujos durante unas horas. Volvamos a la sillita, las galletas y los cartones de leche. —Cross sonrió perversamente, mostrando dientes fuertes, perfectos, pero manchados—. Salgamos de este puto edificio.
Una luz gris y húmeda las recibió al atravesar las puertas de vidrio para salir a la calle. Cross paró un taxi.
—Se te están poniendo las mejillas de color rosa —le dijo a Kaye al subir al asiento posterior—. Como si quisiesen decir algo.
—Todavía pasa —admitió Kaye algo avergonzada.
Cross le dio al conductor una dirección que Kaye no reconoció. El hombre de pelo gris, un sij con turbante blanco, miró por encima del hombro.
—Necesitaré la tarjeta por adelantado —dijo.
Cross llevó la mano hasta el bolso del cinturón.
—Invito yo —dijo Kaye, y le pasó al taxista su tarjeta de crédito. El taxi se internó en el tráfico.
—¿Cómo era tener esas mejillas como tablones de anuncios? —preguntó Cross.
—Fue una revelación —dijo Kaye—. Cuando mi hija era pequeña, practicábamos destellos de mejillas. Era como enseñarle a hablar. Las eché de menos cuando desaparecieron.
Cross la observó absorta, luego dio un salto y dijo:
—Descubrí que no podía tener hijos a los veinticinco años. Enfermedad inflamatoria de la pelvis. Yo era una chica enorme, desgarbada y tenía muchos problemas para conseguir citas. Tenía que aceptar los hombres allí donde los encontraba, y uno de ellos… Bien. Nada de niños, y decidí no corregir los daños, porque no había ningún hombre en el que confiase lo suficiente para ser padre. Me hice rica muy pronto y los hombres que me atraían eran como juguetes agradables, necesitados, deseosos de agradar, no muy fiables.
—Lo lamento —dijo Kaye.
—La sublimación es el alma de los logros —dijo Cross—. No puedo decir que comprenda qué significa ser padre. Sólo puedo compararlo con cómo me siento con respecto a mis empresas, y probablemente no sea lo mismo.
—Probablemente no —dijo Kaye.
Cross chasqueó la lengua.
—Esto no va de financiación, despedirte o algo así de simple. Las dos somos exploradoras, Kaye. Sólo por esa razón, tenemos que ser abiertas y francas.
Kaye miró por la ventanilla y negó con la cabeza, divertida.
—No va bien, Marge. Sigues siendo rica y poderosa. Sigues siendo mi jefa.
—Bien, demonio —dijo Cross con fingida decepción y chasqueó los dedos.
—Pero puede que no importe —dijo Kaye—. Nunca se me ha dado muy bien ocultar mis verdaderas emociones. Quizá te hayas dado cuenta.
Cross produjo un sonido demasiado agudo para ser risa, pero poseía cierta dignidad excéntrica, y probablemente tampoco fuese una risa tonta.
—Llevas engañándome todo el rato.
—Sabías que lo haría —dijo Kaye.
Cross se tocó las mejillas.
—Destellos de mejillas.
Kaye pareció confusa.
—¿Cómo puede algo tan maravilloso ser una aberración, una enfermedad? Si pudiese febriaromar, a estas alturas estaría dirigiendo todas las empresas del país.
—No querrías hacerlo —dijo Kaye—. Si fueses uno de los niños.
—¿Quién es ingenua ahora? —preguntó Cross—. ¿Crees que han dejado atrás su pasado simiesco?
—No. ¿Sabes qué es un deme? —preguntó Kaye.
—Unidades sociales para algunos de los niños SHEVA.
—Lo que digo es que un deme puede ser avaricioso, pero no un individuo. Y cuando un deme febriaroma, nosotros, simios superiores, no tenemos ni una oportunidad.
Cross se recostó y absorbió la información.
—Lo había oído —dijo.
—¿Conocen a un niño SHEVA? —preguntó el taxista, mirándolas por el retrovisor. No aguardó la respuesta—. Mi nieta es una niña SHEVA, en Peshawar, es un encanto. Un verdadero encanto. Da miedo —añadió feliz, orgulloso, con una gran sonrisa—. Verdadero miedo.