Arizona
A las ocho de la mañana bombearon en el dormitorio un intenso olor a fresas. Stella abrió los ojos y se pinzó la nariz, gimiendo.
—¿Ahora qué? —preguntó Celia desde la litera de abajo.
Los humanos lo hacían siempre que querían obrar algo que pudiese desagradar a los chicos. Inyecciones, recogidas masivas de sangre, revisiones médicas, registros de dormitorios en busca de contrabando.
A continuación vino una oleada de Pine—Sol, penetrando desde las tomas de ventilación bajo la estructura del tejado. El olor penetraba a través de la boca de Stella cuando respiraba, provocándole náuseas.
Se sentó en camisón al borde de la cama, con el estómago retorciéndose y el pecho subiendo y bajando. Tres hombres vestidos con trajes de aislamiento recorrieron el pasillo central del dormitorio. Uno de los hombres, comprobó al verlo, no era un hombre; era Joanie, más bajita y robusta que los otros, mirando con rostro inexpresivo tras la placa de plástico del casco.
A Stella, Joanie le recordaba a la madre de Fred Trinket; poseía la misma expresión de calma y resignación ante todo, sin ningún peso emocional añadido.
El trío se detuvo junto a una cama a cuatro de distancia de la de Stella. La chica en la litera superior, Julianne Nicorelli, que no era miembro del deme de Stella, descendió y cruzó unas pocas palabras en voz baja con Joanie. Parecía recelosa pero no asustada, todavía no. En ocasiones los consejeros y profesores realizaban ejercicios en el campo, viejas rutinas, y a los chicos jamás les habían dicho para qué eran.
Joanie se volvió y caminó decididamente hacia la litera de Stella. Stella descendió con rapidez, sin usar la escalera, y se aplanó el camisón. Se ocultó el pecho con las manos; la tela era un poco fina y no le gustaba cómo la miraban los hombres.
—Tú también, Stella —dijo Joanie, con voz hueca y silbante bajo el casco—. Vamos de paseo.
—¿Cuántas? —preguntó Celia.
Joanie sonrió sin humor.
—Es un paseo especial. Recompensa por las buenas notas y el buen comportamiento. El resto tomará el desayuno antes.
Era una mentira. Julianne Nicorelli tenía notas terribles, aunque a nadie le importaba.