Baltimore
Kaye se despertó con el sonido del teléfono de la mesa de noche aullando, se sentó en la cama, se apartó el pelo de la cara y miró a través de ojos todavía cubiertos de sueño a la franja de luz diurna que entraba por entre las contraventanas. El reloj decía 5:07 a.m. No se le ocurría quién podría estar llamándola a esta hora.
Hoy no iba a ser un buen día, eso ya lo sabía, pero cogió el teléfono y se colocó la almohada a la espalda para hacer de cojín.
—Hola.
—Necesito hablar con Kaye Lang.
—Soy yo —dijo somnolienta.
—Kaye, soy Luella Hamilton. Hace poco te pusiste en contacto con nosotros.
Kaye sintió la adrenalina. Kaye había conocido a Luella Hamilton quince años atrás, cuando había sido voluntaria en un estudio SHEVA en el Instituto Nacional de Salud de Bethesda. A Kaye le había caído bien la mujer, pero no había sabido nada de ella desde que fue al oeste con Mitch al estado de Washington.
—¿Luella? No recuerdo…
—Pues lo hiciste.
De pronto Kaye apretó más el teléfono. Había oído algo de que los Hamilton estaban relacionados con Río Arriba. Tenía la reputación de tratarse de una organización muy exigente. Algunos afirmaban que era subversiva. Se había olvidado por completo de su carta; había sido el peor momento para ella, y se habría acercado a cualquiera, incluso a los extremistas que afirmaban ser capaces de encontrar y rescatar niños.
—¿Luella? No…
—Bien, como te conozco, me dijeron que te llamase. ¿Te parece bien?
Intentó aclarar la mente.
—Es agradable oír tu voz. ¿Cómo estás?
—Estoy embarazada, Kaye. ¿Tú?
—No —dijo Kaye. Luella debía de tener cincuenta y tantos años. Hablando de tirar los dados.
—Es SHEVA de nuevo, Kaye —dijo Luella—. Pero no hay tiempo de charlas. Así que presta atención. ¿Estás ahí, Kaye?
—Te escucho.
—Quiero que busques una línea cifrada y nos vuelvas a llamar. Una buena línea cifrada. ¿Todavía tienes el número?
—Sí —dijo Kaye, preguntándose si estaría en su cartera.
—Te responderá una bonita voz mecánica. Nuestro robotito. Deja tu número y es posible que te volvamos a llamar. Luego, seguiremos a partir de ese punto. ¿Vale, cariño?
Kaye sonrió a pesar de la tensión.
—Sí, Luella. Gracias.
—Lamento llamar tan temprano. Adiós, cielo.
El teléfono se cortó. Kaye de inmediato sacó las piernas de la cama y fue a la cocina a preparar café. Pensó en intentar localizar a Mitch y contárselo.
Pero era demasiado temprano y probablemente no fuese una buena idea propagar esas cosas cuando cualquier teléfono era un riesgo.
Se quedó de pie junto a la ventana mirando a Baltimore y pensó en Stella en Arizona, preguntándose qué hacía, y cuánto tiempo pasaría hasta que volviese a verla.
Algo se rompió y se oyó producir pequeños rugidos, como un zorro. Durante un momento, aferrando la taza de café en la mano temblorosa, Kaye sintió una furia ciega e impotente.
—Devolvedme a mi hija, CABRONES —dijo con voz rasgada. A continuación se dejó caer en la silla más cercana, temblando con tanta fuerza que se le derramó el café. Dejó la taza a un lado y se envolvió en los brazos. Se limpió las lágrimas de impotencia con la manga de felpa de la bata—. Cálmate, cariño —se dijo, intentando imitar el contralto fuerte de la señora Hamilton.
No iba a ser un día fácil. Kaye tenía la intensa sospecha de que le iban a dar la libertad. Despedida. Concluyendo por siempre su vida científica, pero abriendo sus opciones para recuperar a su hija y reunir a la familia.
—Soñadora —dijo, sin la convicción de Luella Hamilton.