25

Oregón

Eileen depositó la lámpara Coleman sobre una mesa metálica y dispuso la cena fría: una barra casi congelada de pan blanco, embutido Oscar Meyer en un cilindro rechoncho y correoso, queso americano, y una lata fría y medio comida de Spam. Un tupperware, amarillo por el tiempo, contenía apio. Colocó dos manzanas, tres mandarinas y dos latas de Coors junto a ese grupo.

—¿Quieres ver la lista de vinos? —preguntó.

—Con la cerveza bastará. Desayuno de cavadores —dijo Mitch. El largo techo de plástico de la barraca sobre el brazo largo de la excavación en L se agitó bajo el viento que venía del antiguo lecho fluvial.

Eileen se sentó en la silla de lona de campamento y dejó escapar un suspiro que era medio grito. Pero para ellos y los huesos todavía ocultos, la excavación estaba vacía. Era casi medianoche.

—Estoy muerta —proclamó—. Ya no puedo soportarlo. Excávalos, no los excaves, mantén la calma cuando los académicos empiezan a pelearse por las infracciones de emergencia. Toda la maldita especie humana es tan primitiva.

Mitch abrió la lata y le dio un buen trago. La cerveza, casi insípida pero de efervescencia prolongada, le satisfizo intensamente. Dejó la lata y cogió un trozo de queso, y se preparó para abrir el paquete. Eileen le vio levantar la loncha, girarla sobre un trípode de dedos, y luego, empleando los dientes, delicadamente levantó y retiró el papel intercalado. Mitch la miró con ojos entrecerrados y alzó una gruesa ceja.

—Desvélalos —dijo.

—¿Eso crees? —preguntó Eileen.

—Dame la revelación de antaño. Preferiría verlos personalmente que confiar en que las generaciones futuras lo hagan mejor. Pero no es más que mi opinión. —La cerveza y el agotamiento relajaron a Mitch y le volvieron filosófico—. Sácalos a la luz. Renacimiento —dijo—. Los indios tienen razón. Se trata de un momento sagrado. Debería haber ceremonias. Deberías calmar sus espíritus inquietos, y los nuestros. Oliver tiene razón. Están aquí para enseñarnos.

Eileen aspiró.

—Algunos indios no quieren que se contradigan sus teorías —dijo—. Prefieren vivir con cuentos de hadas.

—Los indios de Kumash nos dieron cobijo cuando Kaye estaba embarazada. Todavía se niegan a entregar sus hijos SHEVA a Acción de Emergencia. He acabado comprendiendo a aquellos a los que el gobierno de Estados Unidos ha mentido repetidamente. —Mitch alzó la cerveza para brindar—. Por los indios.

Eileen agitó la cabeza.

—La ignorancia es ignorancia. No podemos aferrarnos a las mantas de la infancia. Somos chicos y chicas grandes.

En su mayoría chicas, pensó Mitch.

—¿Los antropólogos tienen más posibilidades de ver lo que tienen bajo las narices?

Eileen se mordió el labio.

—Bien, no —dijo—. Ya tenemos a dos en el campamento que insisten en que es imposible que sean Homo erectus. Mientras hablamos, van creando en sus portátiles una variación alta, fornida y de frente gruesa del Homo sap. Las estamos pasando canutas para convencerlas de que mantengan las bocas cerradas. Zorras ignorantes, las dos. Pero no le digas a nadie que lo he dicho.

—En absoluto —dijo Mitch.

Eileen había terminado de montar un sándwich de Spam y queso americano, con dos tallos de apio sobresaliendo como patitas de entre las lonchas de pan. Le dio un mordisco a una esquina y masticó meditabunda.

Mitch no estaba especialmente hambriento, aunque tampoco es que le importase la comida. Había comido mucho peor en excavaciones anteriores —incluyendo una comida de larvas asadas con tostadas.

—¿Fue otro episodio de SHEVA? —reflexionó Eileen—. ¿Un salto masivo entre Homo erectus y Homo sapiens?

—No lo creo —dijo Mitch—. Un poco excesivamente radical incluso para SHEVA.

La mirada interrogativa de Eileen se elevó más allá del techo de plástico agitado.

—Hombres —dijo—. Hombres portándose mal.

—Vaya —dijo Mitch—. Aquí llega.

—Los hombres atacando otros grupos, haciendo prisioneros. No muy exquisitos. Reuniendo a todas las mujeres con los apropiados orificios placenteros. Sólo las mujeres, quiénes fuesen o qué fuesen.

—¿Crees que los hombres ausentes eran asaltantes y violadores? —preguntó Mitch.

—¿Saldrías con una Homo erectus? Es decir, ¿si no te encontrases en el fondo absoluto de la jerarquía social?

Mitch pensó en la madre de la caverna de los Alpes, toda una vida atrás, y su leal esposo.

—Quizás ellos eran más nobles.

—¿Hippies psíquicos, Mitch? —preguntó Eileen—. Digo que todas esas chicas eran cautivas y las abandonaron al entrar en erupción el volcán. Cualquier otra cosa es mierda de William Golding. —Eileen discutía de forma deliberada, interpretando tanto a la defensora como a la abogada del diablo, intentando mantener la cabeza despejada, o posiblemente la de él.

—Supongo que los miembros Homo erectus del grupo podrían haber sido esclavos o sirvientes… cautivos —dijo Mitch—. Pero no estoy seguro de que la vida social fuese tan sofisticada en esa época, o que hubiese gradaciones tan finas del estatus. Mi suposición es que viajaban juntos. Quizá como protección, como diferentes especies de animales en un rebaño de la sabana. Como iguales. Evidentemente, se apreciaban lo suficiente para morir unas en brazos de las otras.

—¿Banda de especies mezcladas? ¿Encaja eso con tu experiencia con los simios superiores?

Mitch tuvo que admitir que no. Los mandriles y chimpancés jugaban juntos cuando eran jóvenes, pero los chimpancés adultos comían bebés mandriles y monos cuando podían pillarlos.

—La cultura importa más que el color de la piel —dijo.

—Pero ese abismo… no me parece que sea posible tender un puente. Es demasiado amplio.

—Quizá nos haya manchado la historia reciente. ¿Dónde naciste, Eileen?

—Savannah, Georgia. Ya lo sabes.

—Kaye y yo vivimos en Virginia. —Mitch dejó que la idea colgase entre ellos durante un momento, intentando encontrar una forma delicada de expresarla.

—La propaganda de plantación de mis antepasados propietarios de esclavos, mis tatara—tatara—tatara—abuelos, ha manchado los últimos trescientos años. ¿Eso es lo que sugieres? —preguntó Eileen, doblando los labios en una sonrisa de duelista, saboreando una respuesta rápida y cortante—. Es un comentario muy yanqui.

—Sabemos tan poco de lo que somos capaces —siguió diciendo Mitch—. Somos criaturas de cultura. Hay otras formas de considerar a ese grupo. Si no eran iguales, al menos trabajaban juntos, se respetaban. Quizá se olían bien.

—Se ha vuelto personal, ¿no, Mitch? Buscas una forma de convertirlos en un ejemplo de verdad. La bomba política de Merton.

Mitch admitió la posibilidad con un guiño y una ligera inclinación.

Eileen movió la cabeza.

—Las mujeres siempre han estado juntas —dijo—. Los hombres siempre han estado más interesados en las cosas.

—Espera hasta que encontremos a los hombres —dijo Mitch, empezándose a sentir a la defensiva.

—¿Qué te hace pensar que se quedaron por aquí?

Mitch miró severo al techo de plástico.

—Incluso si hubiese hombres por aquí —dijo—, ¿qué te hace creer que tendremos la suerte de encontrarlos?

—Nada —dijo él, y vagamente sintió que se trataba de una mentira.

Eileen se terminó el sándwich y se bebió media lata de Coors para bajarlo. Nunca le había gustado comer y lo hacía sólo para mantener el cuerpo unido al alma. Sin embargo, era ansiosa y deliberada en la cama. En una ocasión, le había confesado que los orgasmos le permitían pensar con mayor claridad, Mitch recordaba muy bien esas ocasiones, aunque no habían dormido juntos desde que él tenía veintitrés años.

Eileen había calificado la seducción del joven estudiante graduado de antropología como su mayor error. Pero habían seguido siendo amigos y colegas durante todos esos años, capaces de una interacción libre y honrada que no tenía pretensiones de expectativas sexuales o desilusiones. Una amistad asombrosa.

El viento volvió a agitar el techo. Mitch prestó atención al silbido de la lámpara Coleman.

—¿Qué pasó entre Kaye y tú cuando saliste de la cárcel? —preguntó Eileen.

—No lo sé —dijo Mitch, apretando la mandíbula. Que se lo preguntase era una forma curiosa de traición, y ella pudo sentir su furia súbita.

—Lo lamento —dijo.

—Soy muy sensible con el tema —reconoció. Sintió a su espalda la corriente de aire antes de ver la sombra de la mujer. Connie Fitz pisó con ligereza sobre la tierra prensada y se situó junto a Eileen, apoyando una mano sobre su hombro.

—El puchero está a punto de hervir —dijo Fitz—. Creo que como máximo podremos mantener la tapa en su sitio durante dos o tres días. Los fanáticos quieren enviar una nota de prensa. Los duros quieren mantenerlo oculto.

Eileen miró a Mitch arrugando el labio inferior. Su expresión decía: está todo fuera de mi control.

—Mujeres esclavas abandonadas en un campamento por hombres cobardes —resumió, volviendo al punto principal, con ojos brillantes por efectos de la luz perlífera de la Coleman.

—¿Realmente lo crees? —preguntó Mitch.

—Oh, vamos, Mitch. No sé qué creer.

El estómago de Mitch trabajaba en la comida sin demasiada convicción.

—Al menos deberías decirle a las estudiantes que deberían expandir el perímetro —dijo—. Podría haber otros cuerpos, quizás a menos de cien metros.

Fitz hizo una mueca provisional de interés.

—Hablamos de eso. Pero todos quieren una parte de la excavación principal, así que nadie siente entusiasmo ante la idea de dispersarse —dijo.

—¿Sientes algo? —le preguntó Eileen a Mitch. Se inclinó hacia delante y cambió la voz a un falso tono sepulcral—. ¿Puedes leer esos huesos?

Fitz rio.

—Es sólo una corazonada —dijo Mitch, haciendo una mueca. Luego, más tranquilamente—: Probablemente no sea muy buena.

—¿Daney seguirá pagando si nos entretenemos en pinchar un par de días más? —preguntó Fitz.

—Merton cree que es paciente y que pagará bastante —dijo Eileen—. Conoce a Daney mejor que cualquiera de nosotros.

—Esto podría acabar siendo tan complicado como la arqueología en Israel —dijo Fitz, una pesimista por naturaleza—. Todas las excavaciones están cargadas de implicaciones políticas. ¿Crees que Acción de Emergencia vendrá y lo cerrará usando la NAGPRA como excusa?

Mitch lo meditó, la deliberación lenta era básicamente todo de lo que era capaz últimamente, agotado por los acontecimientos del día.

—No creo que estén tan locos —dijo—. Pero el mundo entero es una caja de cerillas.

—Quizá deberíamos encender una —dijo Eileen.