Nuevo México
Dicken mostró el pase en la entrada principal del Patogénico. Los tres jóvenes y fornidos guardias —con los rifles automáticos a los hombros— le indicaron que pasase. Llevó el carrito hasta la zona de aparcamiento y presentó el pase para su coche.
—Voy a tomar una copa —le dijo a la mujer de mediana edad de rostro serio que examinó su permiso.
—¿Le he preguntado? —Le ofreció una sonrisa curtida de desafío.
—No —admitió él.
—No nos diga nada —le aconsejó—. Tenemos que informar de todo. ¿Vodka, vino blanco o cerveza local?
Dicken debió de adoptar una expresión confusa.
—Es una broma —dijo—. Volveré en unos minutos.
Regresó conduciendo el Malibu alquilado, adaptado para conductores minusválidos.
—Buen montaje, todo eso del volante —dijo—. Me llevó un rato descubrir cómo iba.
Dicken aceptó el pase de inspección, se aseguró de que estaba perfectamente cumplimentado —ayer había habido algunos problemas con esos detalles— y lo colocó en el soporte especial del visor. El sol perduraba sobre las colinas de rocas grises y marrones que había más allá del complejo Patogénico.
—Gracias —dijo.
—Que se divierta —dijo la ayudante.
Cogió la carretera principal para alejarse del complejo y condujo a través de la hora punta, siguiendo el carril familiar para llegar a Albuquerque hasta entrar en el aparcamiento del Marriott. Los grillos empezaban a cantar y el aire era tolerable. El hotel se elevaba sobre el aparcamiento como un pilar sin gracia, tan blanco frente al azul profundo de la noche, iluminado orgullosamente por grandes cañones de luz distribuidos por los jardines de un verde profundo. Dicken se dirigió al restaurante, fue al baño y luego salió y giró a la izquierda para entrar en el bar.
El bar empezaba a animarse. Había dos habituales sentados en el bar —una mujer de unos treinta y tantos años, que tenía aspecto de que su compañero vital le hubiese hecho pasar un mal trago, y un hombre mayor de aspecto simpático de larga nariz y ojos muy juntos—. La mujer agotada se reía de algo que el hombre de nariz larga acababa de decir.
Dicken se sentó en un taburete alto cerca de una mesa diminuta y también alta junto a una planta de plástico en una maceta de adobe. Pidió una Michelob cuando la camarera se le acercó, luego se dedicó a mirar cómo entraba y salía la gente, acunando la cerveza y sintiéndose terriblemente fuera de lugar. Nadie fumaba, pero el aire parecía frío y cargado, con cierto olor a cerveza y licor.
Dicken metió la mano en el bolsillo y la volvió a sacar, luego, bajo la mesa, desdobló una servilleta roja. Colocó la servilleta sobre la servilleta que ya había sobre la mesa, también roja, y la dejó ahí.
A las ocho, después de hora y media, con la cerveza casi evaporada y la camarera mirándole ya con aire depredador, apartó el taburete, indignado.
Alguien le tocó el hombro y Dicken dio un salto.
—¿Cómo lo hace James Bond? —preguntó un tipo jovial con una chaqueta deportiva verde y pantalones beige. Con la calva incipiente, nariz redonda de Santa Claus, camisa de golf verde lima deformada en la barriga, y un cinturón bien apretado para reclamar algo de cintura, el hombre de mediana edad parecía un turista presuntuoso. También olía así.
—¿Hacer qué? —preguntó Dicken.
—Conseguir a las chicas cuando saben que van a morir. —El hombre calvo examinó a Dicken con ojos acuosos y cínicos—. No puedo entenderlo.
—¿Le conozco? —preguntó Dicken con seriedad.
—Tengo amigos vigilando todas las salidas. Conocemos a los chivatos locales, y este sitio no está tan infectado como otros.
Dicken dejó la cerveza.
—No sé de qué me habla —dijo.
—¿El doctor Jurie es su colega? —preguntó el hombre en voz baja, acercando otro taburete.
Dicken derribó su taburete por las prisas al ponerse en pie. Salió del bar con rapidez, atento ante cualquiera demasiado acicalado, demasiado vigilante.
El calvo se encogió de hombros, alargó la mano al otro lado de la mesa para coger un puñado de cacahuetes, y luego arrugó la servilleta roja de Dicken y se la metió en el bolsillo.
Dicken se alejó del hotel y aparcó brevemente en una calle lateral junto a un local de coches usados. Respiraba pesadamente.
—Dios, Dios, Dios —dijo en voz baja, esperando a que su corazón se ralentizase.
Sonó el móvil y dio un salto, luego lo abrió.
—¿Doctor Dicken?
—Sí —intentó sonar fríamente profesional.
—Soy Laura Bloch. Creo que tenemos una cita.
Dicken se situó tras el Chevrolet y apagó las luces y el motor. El desierto que rodeaba Tramway Road estaba tranquilo y el aire era cálido y estaba inmóvil; las luces de la ciudad iluminaban cúmulos bajos al sur. En el Chevrolet se abrió una portezuela y salió un hombre vestido de traje oscuro y fue a mirar por su ventanilla.
—¿Doctor Dicken?
Dicken asintió.
—Soy el agente especial Bracken, Servicio Secreto. Una identificación, por favor.
Dicken le mostró el carné de conducir de Georgia.
—¿Una identificación federal?
Dicken levantó la mano y el agente le pasó un escáner por el dorso. Seis años atrás le habían puesto un chip. El agente miró la pantalla del escáner y asintió.
—Muy bien —dijo—. Laura Bloch está en el coche. Por favor, tome asiento en la parte de atrás.
—¿Quién era el tipo del bar? —preguntó Dicken.
El agente especial Bracken negó con la cabeza.
—Estoy seguro de no tener ni la más remota idea, señor.
—¿Una broma? —preguntó Dicken.
Bracken sonrió.
—Era lo mejor que pudimos obtener con tan poco tiempo. Ahora mismo la buena gente con experiencia no abunda, si comprende lo que quiero decir. Muy poco que ganar para la gente honrada.
—Sí —dijo Dicken. El agente especial Bracken abrió la portezuela y Dicken fue hasta el Chevrolet.
Le sorprendió el aspecto de Bloch. Nunca la había visto en fotografías y al principio no se sintió impresionado. Con sus ojos prominentes y expresión fija, se parecía a un doguillo triste. Le ofreció la mano y se saludaron antes de que Dicken pudiese sentarse a su lado en el asiento trasero, apartando la pierna de la estructura de la puerta.
—Gracias por reunirse conmigo —dijo.
—Parte de mi misión, supongo.
—Siento curiosidad por saber por qué Jurie le escogió a usted —dijo Bloch—. ¿Alguna teoría?
—Porque soy el mejor —dijo Dicken.
—Claro.
—Y quiere tenerme donde pueda vigilarme.
—¿Lo sabe?
—¿Que el INS le está vigilando? Sin duda. Que ahora mismo estoy hablando con usted, espero que no.
Bloch se encogió de hombros.
—A la larga importa muy poco.
—Debería regresar pronto. Probablemente ya haya estado fuera demasiado tiempo.
—Sólo nos llevará unos minutos. Me han dicho que le informe.
—¿Quién?
—Mark Augustine dijo que debería estar preparado antes de que empezasen a pasar cosas.
—Dígale hola a Mark —dijo Dicken.
—Nuestro hombre en Damasco —dijo Bloch.
—¿Perdone? No pillo la referencia.
—Vio la luz en el camino a Damasco. —Miró a Dicken con ojos entrecerrados—. Ha sido muy valioso. Nos dice que pronto Acción de Emergencia se verá obligada a hacer algunas cosas cuestionables. Su base científica está sufriendo un importante escrutinio. Tienen que dar de lleno durante una cierta ventana de miedo público, y esa ventana podría estar cerrándose. El público empieza a cansarse de ir de puntillas a los dictados de gente como Rachel Browning. Browning ha depositado todas sus esperanzas en el Patogénico de Sandia. Por ahora, mantiene al Congreso entretenido invocando el miedo, la seguridad nacional, y la defensa nacional, todo envuelto en secreto. Pero Mark cree que el Patogénico tendrá que violar algunas leyes importantes para obtener lo que quieren, si lo que buscan existe.
—¿Qué leyes?
—Eso lo dejaremos abierto por el momento. Lo que vengo a decirle es que los vientos políticos están a punto de cambiar. La Casa Blanca envía señales al Congreso sobre la posibilidad de rescindir el mandato ilimitado de Acción de Emergencia. Los casos llegan al Tribunal Supremo.
—Apoyarán a ACEM. Seis contra tres.
—Exacto —dijo Bloch—. Pero según nuestras encuestas, estamos bastante seguros de que el tiro les saldrá por la culata. ¿Qué aspecto tiene la ciencia desde tan lejos, desde la perspectiva de Sandia?
—Interesante. Nada muy útil para Browning. Pero no conozco qué hacen con todas las muestras que trajeron de Arizona…
—La Escuela de Sable Mountain —dijo Bloch.
—Ésa es la fuente principal.
—El maldito cabrón es consistente.
Dicken se reclinó y esperó que la expresión de asco y furia desapareciese del rostro de Bloch y luego concluyó:
—No hay pruebas de que la interacción social o el estrés estén provocando recombinaciones víricas. No en los niños SHEVA.
—¿Entonces por qué persiste Jurie?
—Por inercia sobre todo. También miedo. Miedo de verdad. Jurie está convencido de que la pubertad será el desencadenante. Eso, y los embarazos.
—Dios —dijo Bloch—. ¿Qué opina usted?
—Lo dudo. Pero sigue siendo una posibilidad.
—¿Sospechan que trabaja para intereses externos? Quiero decir, ¿más allá del INS?
—Claro —dijo Dicken—. Serían unos idiotas si no lo pensasen.
—Entonces, ¿qué le pasa a Jurie… deseos de muerte?
Dicken negó.
—Un riesgo calculado. Cree que yo podría ser útil, pero me informará sólo cuando sea necesario, y ni un segundo antes. Mientras tanto, me mantiene ocupado haciendo cosas muy alejadas.
—¿Qué sienten los demás sobre lo que hace el Patogénico?
—Nervios.
Bloch apretó los dientes.
Dicken vio actuar los músculos de la mandíbula.
—Lamento no poder ayudar más —dijo.
—Nunca comprenderé a los científicos —murmuró Bloch.
—Yo no comprendo a la gente —dijo Dicken—. A nadie.
—Es justo. Vale —dijo Bloch—. Tenemos como una semana y media. El Tribunal Supremo emitirá su decisión sobre Remick contra el estado de Ohio. El senador Gianelli quiere estar preparado cuando la Casa Blanca se vea obligada a llegar a un acuerdo.
Dicken la miró a los ojos y levantó la mano.
—¿Puedo decir algo?
—Por supuesto —dijo Bloch.
—Nada de medidas a medias. Desmóntenlo todo a la vez. Digan a los jefes que el Departamento de Salud y Servicios Humanos precisa revocar la excepción total de seguridad nacional de ACEM para la 45 CFR 46, protección de sujetos humanos, y las excepciones a 21 CFR parte 40 y… enmendar, ¿cuál es?, ¿312?, ¿321? Renuncia informada para emergencias víricas nacionales —dijo Dicken—. ¿Lo van a hacer?
Bloch sonrió, impresionada.
—21 CFR 50.24 se sigue aplicando. No lo sé. Tenemos algunos comités de supervisión institucional que se ponen de nuestro lado, pero se trata de un proceso lento. ACEM todavía paga por un montón de investigaciones. Consíganos lo que sea que podamos usar como munición. No quiero sonar extremista, pero necesitamos indignación, doctor Dicken. Necesitamos algo más que unos huesos en un cajón.
Dicken agarró nervioso la manilla de la puerta.
—Nos encontramos en el filo del cuchillo de la opinión pública. Podría ir a cualquier lado. ¿Lo comprende? —añadió Bloch.
—Sé lo que necesitan —dijo Dicken—. Simplemente me asquea que haya llegado tan lejos, y que ahora sea tan difícil conmocionarnos.
—No afirmamos encontrarnos en mejor posición moral, pero ni el senador ni yo buscamos ventajas políticas —dijo Bloch—. Los índices de popularidad del senador son los más bajos de su carrera, treinta y cinco por ciento, veinte por ciento de indecisos, y se debe precisamente a que habla claramente sobre este tema. Empiezan a desagradarme nuestros electores, doctor Dicken. En serio.
Bloch le ofreció una mano pequeña y pálida. Él hizo una pausa, la miró a los firmes ojos oscuros, y luego la tomó y regresó al coche.
El agente especial Bracken le cerró la portezuela y se inclinó al nivel de la ventanilla.
—Algunos amigos de la policía estatal de Nuevo México me dicen que los ciudadanos de por aquí no se sienten muy felices con lo que pasa en Sandia —dijo—. Ellos, la policía, y quizá también los ciudadanos, planean actos de desobediencia civil; no sé lo que eso implica. No hay mucho que podamos hacer, y hay muy pocos detalles. Sólo un aviso.
—Gracias —dijo Dicken.
Bracken dio un golpe en la capota del coche.
—Puede irse, doctor Dicken.