Oregón
Eileen escoltó a Mitch pendiente abajo por una tosca escalera construida a base de tablones clavados al terreno. Mientras atravesaban un bosquecillo de pinos y subían un terraplén corto, obteniendo mejor visión del campamento, Mitch vio que una enorme excavación de unos mil metros cuadrados, en forma de L y cubierta por dos refugios unidos, quedaba oculta por maleza dispuesta sobre la red. Desde el aire, toda la excavación sería poco más que una mancha en el paisaje.
—Parece una base terrorista, Eileen. ¿Cómo ocultas la firma calórica? —preguntó medio en serio.
—Voy a aterrorizar la arqueología de Norteamérica —dijo Eileen—. Eso lo tengo claro.
—Ahora sí que me das miedo —dijo Mitch—. ¿Tengo que firmar un acuerdo de confidencialidad o algo así?
—Confío en ti —dijo Eileen. Le puso la mano sobre el hombro.
—Enséñamelo ya, Eileen, o déjame volver a casa.
—¿Dónde está tu casa? —preguntó.
—Mi camioneta —dijo Mitch.
—¿Ese montón?
Mitch en broma imploró perdón con sus manos de anchos dedos.
Eileen preguntó:
—¿Crees en la providencia?
—No —dijo Mitch—. Creo en lo que veo con los ojos.
—Eso podría llevar un tiempo. Ahora mismo estamos en exploración de alta tecnología. En realidad no hemos sacado ningún espécimen. Tenemos un benefactor. Se está gastando mucho dinero para ayudarnos. Creo que has oído hablar de él. Ahí está su contacto.
Mitch oyó abrirse una tienda como a unos quince metros. Una figura delgada y pelirroja salió, permaneció quieta, y se limpió el polvo de las manos. Se protegió los ojos y miró a su alrededor, para ver a la pareja en el acantilado y levantó la cabeza como saludo. Eileen se lo devolvió con la mano.
Oliver Merton corrió hacia ellos sobre el terreno agreste y pálido.
Merton era el periodista científico que había seguido la carrera y los pasos de Kaye durante los descubrimientos del SHEVA. Mitch nunca había estado seguro si considerar a Merton un amigo, un oportunista o simplemente un periodista jodidamente bueno. Probablemente fuese las tres cosas.
—¡Mitch! —gritó Merton—. ¡Qué genial volverte a ver!
Merton extendió la mano. Mitch la apretó con firmeza. La mano del escritor era cálida, seca y confiada.
—Dios, Eileen me dijo que iba a traer a alguien con experiencia. Cuán condenadamente acertado. El señor Daney estará encantado.
—Parece que siempre llegas por delante de mí —dijo Mitch.
Merton se protegió los ojos del sol.
—En las tiendas están manteniendo una especie de discusión de media tarde, si es la palabra correcta. En realidad, una riña. Eileen, creo que van a decidir desenterrar a alguna de las chicas y dar un vistazo directo. Has llegado justo a tiempo, Mitch. Yo tuve que esperar días para ver algo que no fuesen vídeos.
—¿Es una decisión de comité? —preguntó Mitch, volviéndose hacia Eileen.
—No podía soportar llevar todo el peso sobre mis hombros —le confesó Eileen—. Tenemos un buen equipo. Le gusta discutir. Y el dinero de Daney hace maravillas. Buena cerveza por las noches.
—¿Daney está aquí? —le preguntó Mitch a Merton.
—No todavía —dijo Merton—. Es tímido y odia las incomodidades. —Bajaron los hombros ante un remolino arenoso que soplaba por el cauce. Merton se limpió los ojos con un pañuelo—. Está lejos de ser uno de los lugares que le gustan.
La amplia red cubierta de maleza se agitaba bajo la brisa de la tarde, dejando caer trozos de ramas secas y hojas sobre sus cabezas al agacharse para entrar en el pozo. La excavación se extendía unos doce metros al norte, para luego girar al este y formar una L. La luz solar moteada se filtraba a través de la red. Descendieron cuatro metros en una escalera de metal hasta el suelo del pozo.
Vigas de aluminio cruzaban el pozo a intervalos de dos metros. Unas elevaciones en el pozo, como pequeñas mesas, estaban coronadas con rejillas metálicas.
Sobre las mesas, algunas de las vigas soportaban cajas blancas con lentes y otros aparatos sobresaliendo del fondo. Mientras Mitch observaba, la caja más cercana se desplazó unos centímetros a la derecha y volvió a zumbar.
—¿Escáner lateral? —preguntó.
Eileen asintió.
—Hemos retirado la mayor parte del lodo y estamos mirando a través de la última capa de tefra. Podemos ver unos sesenta centímetros en la zona dura —siguió caminando.
La estructura protectora —vigas de madera arqueadas cubiertas con láminas de acero estampado y acanalado y algunas láminas lechosas de fibra de vidrio— protegía el brazo largo de la L. La luz del sol penetraba a través de las láminas de fibra de vidrio. Caminaron sobre tierra plana y aprisionada y grupos desordenados de rocas fluviales entre las paredes altas e irregulares. Eileen permitió que Mitch fuese el primero, subiendo una escalera de tierra a la izquierda de una elevación plana que era examinada por otras dos cajas.
—No me atrevo a caminar bajo esas cosas —dijo Eileen—. Ya tengo bastantes manchas en la piel.
Mitch se agachó junto a la mesa para examinar las caras alternantes de arcilla y tefra, coronadas por arena y cieno. Vio una lluvia de ceniza —tefra— seguida por un lahar, un reguero rápido de lodo caliente formado por ceniza, tierra, y agua de glaciar. La arena y el cieno habían llegado con el tiempo. Al fondo de la mesa, vio más capas alternas de ceniza, lodo y depósitos fluviales: un libro profundo que se remontaba a mucho antes de la historia.
—Los ordenadores hacen sus cálculos y nos muestran lo que hay ahí abajo —dijo Eileen—. Discutimos si seguir cavando o cubrirlo todo de nuevo y presentar los vídeos y las lecturas de los sensores. Pero supongo que el comité se decidirá por una invasión tradicional.
Mitch movió la mano en un gesto que lo incluía todo.
—La ceniza cayó durante varios días —dijo—. Luego el lahar vino por la cuenca del río. Aquí, chocó, pero no se llevó los cuerpos.
—Muy bien —dijo Merton, sinceramente impresionado.
—¿Quieres ver nuestros grabados? —le preguntó Eileen.
Eileen desenrolló una hoja de monitor en la tienda de conferencias y la sintonizó con el ordenador de muñeca.
—Todavía me estoy acostumbrando a toda esta tecnología —murmuró—. Es maravillosa cuando funciona.
Merton miraba por encima del hombro de Mitch. Dos mujeres de unos treinta años, vestidas con vaqueros y camisas caquis de mangas largas, ocupaban el espacio posterior de la tienda larga y estrecha, discutiendo con voces bajas pero acaloradas. Eileen no consideró conveniente presentarlas, lo que a Mitch le indicó que ella no era la única antropóloga importante que trabajaba en esta excavación.
La pantalla relucía tenue bajo la media luz de la tienda. Eileen le dijo al ordenador que mostrase unas imágenes.
—Éstas son de ayer —dijo—. Hemos realizado unos veintisiete análisis completos. Redundancia y más redundancia, simplemente para asegurarnos de que no nos lo inventamos. Oliver dice que jamás ha visto un grupo de científicos con tanto miedo.
—Así es —afirmó Merton.
La primera imagen mostraba el fantasma pálido de un esqueleto colocado en posición fetal, rodeado por lo que parecían hojas de hierba, algunas piedras y una nube de guijarros.
—La primera. La llamamos Charlene. Como puedes ver, es Homo sapiens razonablemente moderno. Barbilla prominente, frente relativamente alta. Pero aquí tienes la reconstrucción tomográfica de los múltiples barridos. —Apareció una segunda imagen que mostraba un cráneo dolicocefálico, o largo. Eileen le indicó al ordenador que rotase la imagen.
Mitch frunció el ceño.
—Parece australiana —dijo.
—Probablemente lo sea —dijo Eileen—. De como unos veinte años. Atrapada y asfixiada en el lodo caliente. Hay otros cinco esqueletos, uno cerca de Charlene, los otros formando un grupo a unos cuatro metros. Todas mujeres. No hay niños. Y ni rastro de hombres. La estera de hojas se ha descompuesto, claro. Sólo quedan los moldes. Tenemos una sombra de molde alrededor de Charlene, una cubierta de cieno fino que atravesó el lodo y las cenizas y muestra los contornos de su cuerpo. Aquí tienes una imagen tomográfica de qué aspecto tendría, si pudiésemos extraerlo de la tefra y del resto del material.
El fantasma distorsionado de una cabeza, cuello y hombros apareció y rotó lentamente en la pantalla. Mitch se sintió extraño, de pie en una tienda que hubiese sido familiar para Roy Chapman Andrews e incluso para el propio Darwin, mientras miraba a una hoja desenrollada de pantalla de ordenador.
Le pidió a Eileen que volviese a rotar la imagen de Charlene.
Mientras la imagen daba vueltas, comenzó a distinguir rasgos faciales, un ojo cerrado, una oreja, pelo enmarañado y rizado, un indicio de carne cocida y distorsionada cayendo de la parte posterior del cráneo.
—Bastante horrible —dijo Merton.
—Se asfixiaron antes de recibir el calor —dijo Eileen—. O al menos, así lo espero.
—¿Habitantes primitivos de Tierra del Fuego? —preguntó Mitch.
—Eso es lo que cree la mayoría de nosotras. De las migraciones australianas a Sudamérica y América central.
Esas migraciones se habían registrado más y más a menudo en los últimos quince años; esqueletos australianos y artefactos asociados hallados cerca de la punta de Sudamérica habían sido datados en más de treinta mil años AP, antes del presente.
Las otras dos mujeres los esquivaron para llegar a la salida, tan serias y asociales como los puercoespines. Una mujer regordeta y pelirroja unos años más joven que Eileen les abrió la puerta y luego entró y se situó junto a Mitch.
—¿Éste es el famoso Mitch Rafelson? —le preguntó a Eileen.
—Mitch, te presento a Connie Fitz. Le conté que te haría venir.
—Encantada de conocerte, después de tantos años. —Fitz se limpió las manos en una toalla polvorienta que le colgaba del cinto antes de darle la mano—. ¿Le has mostrado lo bueno?
—A eso vamos.
—La mejor imagen de Gertie es del barrido 21 —le aconsejó Fitz.
—Lo sé —dijo Eileen irritada—. Es mi espectáculo.
—Lo lamento. Yo soy la gallina clueca —dijo Fitz—. Las otras siguen discutiendo.
—No me lo cuentes —dijo Eileen. Otra imagen tiñó sus caras de una luz verde pálida.
—Dile hola a Gertie —dijo Merton. Miró a Mitch aguardando su reacción.
Mitch tocó la superficie de la pantalla, haciendo que la luz se concentrase alrededor de su dedo. Levantó la vista, al borde de la furia.
—Me estás engañando. Esto es una broma.
—No es una broma —dijo Merton.
Mitch amplió la imagen. Luego, aclarándose la garganta, preguntó:
—¿Un fraude?
—¿Qué opinas? —preguntó Eileen.
—¿Están asociados? ¿No en capas diferentes?
Eileen asintió.
—Eran compañeras, probablemente viajasen juntas. No había bebés, pero como puedes ver, Gertie tenía unos quince o dieciséis años, y probablemente estuviese embarazada cuando la ceniza la cubrió.
—Eso o comía bebé —dijo Merton. Otro estremecimiento en los labios de Eileen.
—Oliver vive tiempo prestado —dijo Fitz.
—Matriarcado —le acusó Merton, con el rostro serio.
De pronto la tienda la parecía muy cargada. Mitch se hubiese sentado de haber habido una silla conveniente.
—Parece anterior. Diferente de Charlene. ¿Es un híbrido? —preguntó.
—Nadie está dispuesto a afirmarlo —respondió Eileen—. Te encantarán nuestros debates nocturnos. Hace unas semanas, cuando quería que vinieses, todas me acallaron a gritos. Ahora, nos mordemos las unas a las otras, y Oliver, me dicen, convenció a Daney de que era hora.
—Así fue —dijo Merton.
—Personalmente, me alegro de que estés aquí —añadió Eileen.
—Yo no —dijo Fitz—. Si los federales se enteran de que estás aquí, si hay publicidad y eso, la NAGPRA se nos echará encima.
—Cuéntame más, Mitch —le sugirió Eileen.
Mitch se masajeó la parte posterior del cuello y por novena vez miró cómo la imagen del cráneo giraba y rotaba.
—El cráneo parece comprimido. Tiene la cabeza larga, incluso más que los australianos. Tiene un pedernal cerca de la mano, y llevaba al hombro una especie de bolsa de hierba, si no me equivoco.
—No te equivocas.
—Llena con lo que parecen arbustos y pequeñas raíces de árboles.
—Dieta desesperada —dijo Fitz.
—Quizás ésa fuese su tarea: recoger raíces para la sopa de piedra.
Merton parecía confuso. Eileen le explicó la sopa de piedra.
—Qué colonial —dijo Merton.
—Nunca te cansas de ser el británico de películas de serie B, ¿eh? —dijo Fitz.
—Por favor, niños —dijo Eileen.
—Relativamente alta, más alta que Charlene, quizás, y bastante robusta, de huesos grandes —siguió diciendo Mitch, intentando no ver lo que veía—. Frente inclinada, un cráneo de tamaño medio o pequeño. Impresionantes protuberancias supraorbitales. Algo de quilla sagital, incluso una protuberancia occipital. Me gustaría dar un vistazo más de cerca a los incisivos.
—En forma de pala —dijo Eileen.
Mitch se frotó la mano inerte para calmar el hormigueo y miró a los otros como si todos ellos estuviesen locos.
—Gertie es demasiado antigua. Parece sacada de Broken Hill 1. Es Homo erectus.
—Evidentemente —dijo Fitz con una aspiración.
—Llevan extinguidos más de trescientos mil años —dijo Mitch.
—Aparentemente no —dijo Eileen.
Mitch rio y se enderezó de un golpe como si hubiese estado observando una avispa que de pronto hubiese levantado el vuelo.
—Dios.
—¿Nada más? —preguntó Eileen—. ¿Es todo lo que puedes decir? —bromeaba, pero el tono era de urgencia.
—Tú has tenido más tiempo para hacerte a la idea —dijo Mitch.
—¿Quién dice que me haya hecho a la idea? —preguntó Eileen.
—¿Qué hay del feto?
—Demasiado pronto y muy pocos detalles —dijo Fitz—. Probablemente sea una causa perdida.
—Creo que deberíamos pasar un tubo, tomar una pequeña muestra, y usar PCR para extraer ADN mitocondrial de los integumentos restantes —dijo Merton.
—Iluso —dijo Fitz—. Tienen veinte mil años. Además, el lahar los cocinó.
—No hasta convertirlos en papilla —argumentó Merton.
—Piensa como un científico, no como un periodista.
—Silencio —dijo Eileen, en deferencia a Mitch, quien seguía mirando a la pantalla, hipnotizado—. Esto es lo que tenemos del grupo central —dijo, y pasó a otro conjunto de imágenes fantasmales—. Gertie y Charlene distanciadas. Estos cuatro con Hildegard, Natasha, Sonya y Penelope. Hildegard probablemente era la mayor, de treinta y tantos años y ya aquejada de artritis.
Hildegard, Natasha y Sonya eran claramente Homo sapiens. Penelope era otro Homo erectus. Se encontraban entremezclados, como si hubiesen muerto abrazándose las unas a las otras, formando un mandala de huesos, elegante con cierta tristeza.
—Algunas de la línea dura lo llaman una deposición de restos no asociados —dijo Fitz.
—¿Cómo les responderías tú? —desafió Eileen a Mitch, volviendo a ser su profesora de antaño.
Mitch todavía intentaba recordar respirar.
—Son totalmente articulados —dijo—. Tienen los brazos unos alrededor de otros. No se encuentran en ángulos extraños, apilados. No es ni de lejos un depósito.
Mitch se sorprendió al ver que Fitz y Eileen se abrazaban.
—Esas mujeres se conocían —aceptó Eileen, con lágrimas de alivio que le corrían por las mejillas—. Trabajaban juntas, viajaban juntas. Una banda nómada, atrapadas en un campamento por el eructo del monte Hood. Puedo sentirlo.
—¿Estás con nosotras? —preguntó Fitz, con ojos brillantes y suspicaces.
—Homo erectus. Norteamérica. Hace veinte mil años —dijo Mitch. Luego, frunciendo el ceño, preguntó—: ¿Dónde están los hombres?
—A la mierda con ellos —Fitz echaba humo—. ¿Estás con nosotras?
—Sí —dijo Mitch, sintiendo la tensión y la incomodidad de Eileen ante su vacilación—. Estoy con vosotras. —Mitch pasó el brazo bueno por los hombros de Eileen, compartiendo la emoción.
Oliver Merton aplaudió como un niño que anticipa la Navidad.
—Comprendéis que esto puede ser una bomba política —dijo.
—¿Para los indios? —preguntó Fitz.
—Para todos nosotros.
—¿Por qué?
Merton sonrió como un pillo.
—Dos especies diferentes viviendo juntas. Es como si alguien nos estuviese enseñando una lección.