21

Baltimore

Las preguntas de Morgenstern eran precisas y difíciles de responder. Kaye hizo todo lo que pudo, pero le quedó la impresión de que había fallado estrepitosamente en algunas de las respuestas. Se sentía como un ratón en una habitación llena de gatos. Jackson parecía cada vez más confiado.

—El grupo de fertilidad concluye que Kaye Rafelson no es la persona adecuada para continuar las investigaciones sobre desactivación de ERVs —concluyó Morgenstern—. Su prejuicio es evidente. Su trabajo es sospechoso.

Un momento de silencio. La acusación no fue refutada; todos consideraban sus opciones en el mapa de minas político que les rodeaba.

—Vale —dijo Cross, con un rostro tan sereno como el de un bebé—. Sigo sin saber dónde estamos. ¿Debemos seguir financiando las vacunas? ¿Deberíamos seguir buscando la forma de crear organismos sin carga vírica? —Nadie respondió—. ¿Lars? —preguntó Cross.

Nilson negó con la cabeza.

—Me desconciertan las afirmaciones de la doctora Morgenstern. A mí el trabajo de la doctora Rafelson me parece impresionante. —Se encogió de hombros—. Sé fehacientemente que los embriones humanos se implantan en los úteros de sus madres con la ayuda de viejos genes víricos. Sin duda la doctora Morgenstern conoce el campo, probablemente mejor que yo.

—Lo conozco muy bien —dijo Morgenstern con confianza—. La utilización de genes virales endógenos de sincitina en el desarrollo de los simios es interesante, pero puedo citar docenas de artículos que demuestran que esa incidencia aleatoria no sigue ninguna lógica. Hay coincidencias más asombrosas en la larga historia de la evolución.

—¿Y el modelo Temin de contribuciones víricas al genoma?

—Brillante, viejo, hace tiempo que se demostró falso.

Nilson formó un montón con las notas y papeles dispersos, lo cuadró y lo dejó caer sobre la mesa.

—Durante toda mi vida —dijo—, he llegado a considerar los principios básicos de la biología como el equivalente a un acto de fe. Credo, en esto creo: que la cadena de instrucciones que va de ADN a ARN a las proteínas no se invierte jamás. El Dogma Central. McClintock, Temin y Baltimore, entre muchos otros, demostraron la falsedad del Dogma Central, probando que los genes pueden producir productos que insertan copias de ellos mismos, que los retrovirus pueden escribirse a sí mismos en el ADN como provirus y permanecer ahí durante millones de años.

Kaye vio que Jackson miraba a Nilson con profundos ojos grises. Golpeaba el lápiz en silencio. Los dos sabían que Nilson estaba actuando y que eso no impresionaría a Cross.

—Hace cuarenta años perdimos el carro —siguió diciendo Nilson—. Yo fui uno de los que se opuso a las ideas de Temin. Nos llevó años reconocer el potencial de los retrovirus para causar estragos, y cuando llegó el VIH, no estábamos preparados. No disponíamos de un bouquet alocado y creativo de teorías para escoger; las habíamos matado todas, o las habíamos desestimado, que viene a ser lo mismo. Decenas de millones de nuestros pacientes sufrieron a causa de nuestro terco orgullo. Howard Temin tenía razón; yo estaba equivocado.

—Yo no lo llamaría fe, lo llamaría procedimiento y razón —le interrumpió Jackson, golpeando el lápiz con más fuerza—. Nos evita cometer errores aún peores, como Lysenko.

Nilson no se lo tragó.

—¡Ah, ponte a mi espalda, Lysenko! Fe, razón, dogma, al final todo suma terca ignorancia. Treinta años antes de aquello, perdimos el tren con Barbara McClintock y sus genes saltadores. ¿Y cuántos otros? ¿Cuántos investigadores, posdoctorandos e internos desanimados? Fue orgullo, ahora lo comprendo, ocultar nuestra debilidad y fastidiar a nuestros enemigos fundamentalistas. Impusimos nuestra infalibilidad frente a comisiones educativas, políticas, corporaciones, inversores, pacientes, cualquiera que creyésemos nos iba a desafiar. Fuimos arrogantes. Fuimos hombres, señora Cross. La biología era un patriarcado increíble y arcaico formado por viejos conocidos: saludos secretos, claves, rituales de adoctrinamiento. Subyugamos, al menos durante un tiempo, a algunos de nuestros mejores y más brillantes miembros. Sin excusas. Y una vez más no vimos el monstruo que se aproximaba. El VIH nos pasó por encima, y luego SHEVA nos arrolló. Resultó que no sabíamos nada sobre el sexo y la variedad evolutiva, nada. Y a pesar de ello, algunos de nosotros siguen actuando como si lo supiesen todo. Bien, hemos fracasado. Fracasamos al no ver la verdad. Estos informes resumen nuestro fracaso.

Cross parecía divertida.

—Gracias, Lars. Te ha salido del corazón, no lo dudo. Pero quiero saber, ¿qué hacemos ahora? —Golpeó la mesa con el puño resaltando cada palabra.

Todavía oculto en la esquina, alejado de la mesa, con su característica chaqueta gris y el yarmulke, Maurie Herskovitz levantó la mano.

—Creo que tenemos un evidente problema de epistemología —dijo.

Cross cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz.

—Oh, por favor, Maurie, lo que sea menos eso.

—Escúchame, Marge. El doctor Jackson intentó crear un positivo, una vacuna contra el SHEVA y otros ERVs. Fracasó. Si, como la acusa la doctora Morgenstern, la doctora Rafelson vino a Americol a demostrar que los bebés no pueden nacer si suprimimos sus genes víricos, pues ha conseguido dejarlo bien claro. No ha nacido ni uno. Independientemente de sus motivos, su trabajo es preciso. Es científico. El doctor Jackson sigue insistiendo en una hipótesis que los resultados de su propio trabajo parecen haber demostrado falsa.

—Maurie, ¿qué hacemos ahora? —repitió Cross, con la mejillas sonrosadas.

Herskovitz levantó las manos.

—Si pudiese, pondría a la doctora Rafelson en la dirección de las investigaciones víricas de Americol. Pero eso no haría más que condenarla a tareas administrativas y con menos tiempo en el laboratorio. Por tanto, le daría lo que precise para realizar sus experimentos como le parezca mejor, y permitiría que el doctor Jackson se concentrase en lo que se le da mejor. —Miró feliz a Jackson—. La administración. Marge, tú y yo podemos asegurarnos de que lo hace bien. —A continuación Herskovitz miró a todos en la sala intentando parecer serio.

Los rostros de la mesa eran hieráticos.

La piel de Jackson había adoptado un tono marfil tirando a azulado. A Kaye le preocupó durante un segundo que pudiese estar al borde del infarto. Se pasó el bolígrafo en un rasurado rápido.

—Agradezco, como siempre, las opiniones de los doctores Nilson y Herskovitz. Pero no creo que Americol quiera tener a cargo de esa área de investigación a una mujer que podría estar perdiendo la cabeza.

Cross se recostó como si hubiese recibido una ráfaga de aire frío. La mirada acuosa de Morgenstern se centró finalmente en Jackson con una actitud de expectativas temerosas.

—Doctora Rafelson, la pasada noche pasó dos horas con nuestro radiólogo jefe en el laboratorio de imagen. Vi la petición de facturación cuando esta mañana recogía unos resultados de radiología. Pregunté en qué concepto, y me contaron que usted buscaba a Dios.

Kaye se las arregló para seguir sosteniendo el lápiz y no dejarlo caer al suelo. Lentamente, colocó las manos sobre la mesa.

—Estaba sufriendo una experiencia inusual —dijo—. Quería encontrar la causa.

—Le contó al radiólogo que creía tener a Dios dentro. Tiene esas experiencias desde hace un tiempo, desde que Acción de Emergencia se llevó a su hija.

—Sí —dijo Kaye.

—¿Ver a Dios?

—He estado experimentando ciertos estados psicológicos —dijo Kaye.

—Oh, vamos, el doctor Nilson nos acaba de sermonear sobre la verdad y la honradez. ¿Va a negar a Dios tres veces, señora Rafelson?

—Lo que sucedió fue privado y no influye en mi trabajo. Me horroriza que se discuta en esta reunión.

—¿No es relevante? ¿Aparte de los gastos, unos siete mil dólares en pruebas no autorizadas?

Liz parecía sorprendida.

—Estoy dispuesta a pagarlo —dijo Kaye.

Jackson levantó un montón de facturas unidas por un clip y lo agitó en el aire.

—No veo nada que me haga pensar que va a pagar.

La mirada tranquila de Cross quedó reemplazada por una de indignación irritada —pero contra quién, Kaye no lo sabía.

—¿Es cierto?

Kaye tartamudeó.

—Es un estado mental personal, de interés científico. Casi la mitad…

—¿Dónde encontrará a Dios a continuación, Kaye? —preguntó Jackson—. ¿En sus ingeniosos virus, moviéndose por ahí como trinquetes divinos, obedeciendo leyes que sólo usted comprende, explicando todo lo que no comprende? Si Dios fuese mi mentor, estaría encantado, todo sería tan fácil…, pero no soy tan afortunado. Tengo que depender de la razón. Aun así, es un honor trabajar con alguien que puede simplemente pedirle a un poder superior dónde está la verdad aguardando a ser descubierta.

—Asombroso —dijo Nilson. En la esquina, Herskovitz se levantó. Su sonrisa parecía de escayola.

—No es así —dijo Kaye.

—Ya basta, Robert —dijo Cross.

Jackson no se había movido desde el comienzo de las acusaciones. Se sentó medio caído sobre la silla.

—Ninguno de nosotros puede permitirse renunciar a los principios científicos —dijo—. Especialmente ahora.

Cross se puso de pie abruptamente. Nilson y Morgenstern mirando a Jackson, luego a Cross, y luego a sus pies, empujando las sillas.

—Tengo lo que me hace falta —dijo Cross.

—Doctora Rafelson, ¿está Dios detrás de la evolución? —gritó Jackson—. ¿Posee todas las respuestas, nos mueve por ahí como títeres?

—No —dijo Kaye, sin fijar la vista.

—¿Pero está realmente segura, de una forma vedada a los demás, con su conocimiento especial?

—¡Robert, ya basta! —rugió Cross. Muy rara vez alguno de ellos había oído a Cross cuando estaba furiosa, y su voz era dolorosa por su intensidad. Dejó que el montón de artículos que tenía en las manos cayesen sobre la mesa y de ahí al suelo. Miró con furia a Jackson, para a continuación levantar los puños al techo—. ¡Absolutamente increíble!

—Asombroso —repitió Nilson, en voz mucho más baja.

—Mis disculpas —dijo Jackson, para nada compungido. Le había vuelto el color. Parecía vigoroso y saludable.

—Se ha acabado —declaró Cross—. Todo el mundo a casa. Ahora.

Liz ayudó a Kaye a salir de la sala. Jackson no se dignó mirarlas al salir.

—¿Qué coño pasa? —le preguntó Liz a Kaye en un murmullo mientras se acercaban al ascensor.

—Estoy bien —dijo Kaye.

—¿De qué coño hablaba La Robert?

Kaye no sabía por dónde empezar.