Baltimore
Pronto, a las once, Kaye entró en la sala de conferencias del piso veinte de Americol, con Liz siguiéndola de cerca. Robert Jackson ya estaba en la sala. Su pelo había quedado salpicado de gris a lo largo de los años, pero por lo demás no había madurado excesivamente ni en apariencia ni en comportamiento. Todavía era guapo, con una piel pálida hasta el punto de ser azulada, con nariz y mentón bien definidos y sombra de pelo por barba. Sus ojos de cuarzo, de un gris oscuro, se clavaban en Kaye en cuanto se encontraban, ocasiones que ella intentaba reducir al mínimo.
Situados a ambos lados de Jackson, sentado en la esquina, posición que prefería, se encontraban dos de sus alumnos de postdoctorado —internos de investigación de Cornell y Harvard, de casi treinta años, tipo compactos de pelo castaño oscuro y la nerviosa distancia de la juventud.
—Marge llegará en unos minutos —le dijo Jackson a Kaye, medio poniéndose en pie durante un momento.
Jackson jamás le había perdonado un momento embarazoso en los primeros días del SHEVA, dieciséis años atrás, cuando daba la impresión de que Marge y Kaye se habían aliado contra él. Jackson al final había ganado ese asalto, pero era de natural rencoroso. Le apasionaba la política de oficina y el aspecto social de la investigación, tanto como la ciencia entendida como ideal y abstracción.
Con tan agudo sentido de lo social, Kaye se preguntaba por qué Jackson jamás había sido brillante en genética. Para Kaye, los procesos subyacentes eran muy similares; para Jackson, la idea era una herejía de repugnante magnitud.
Los representantes de otras divisiones de investigación también habían llegado antes que Kaye y Liz. Dos hombres y una mujer, los tres de cuarenta y tantos años, tenían las cabezas inclinadas examinando tablillas táctiles, repasando las perpetuas tareas del día conectados a la red. No levantaron la vista al entrar Kaye, aunque la mayoría de ellos la conocían y habían charlado con ella en las reuniones de Americol y en las fiestas de Navidad.
Kaye y Liz se sentaron dando la espalda a un largo ventanal que miraba al centro de Baltimore. Kaye sintió como una brisa del sistema de aire acondicionado le recorría la espalda. Jackson había tomado la mejor posición dejando a Kaye y a Liz a merced del aire.
Marge Cross entró, sola por una vez. Parecía atenuada. Cross tenía unos sesenta y cinco años, era corpulenta, y el pelo corto y escabroso teñido, su rostro con papada, su cuello un paisaje de arrugas colgantes. Poseía una voz que podía llenar toda una sala de conferencias, y sin embargo se movía con la desenvoltura de una bailarina de ballet, vestida con trajes cuidadosamente cosidos, y de alguna forma era capaz de atraer a las mariposas del cielo. Era difícil saber cuándo no le gustaba lo que oía. Como un rinoceronte, se decía que Cross era más peligrosa cuando permanecía quieta y en silencio.
La CEO de Americol y Eurocol se había vuelto más corpulenta y tenía la cara más regordeta con los años, pero todavía caminaba con grácil confianza.
—Que comiencen los juegos —dijo, con una voz tranquila mientras se dirigía a la ventana. Liz movió la silla al paso de Cross.
—No has traído tu lanza, Kaye —dijo Jackson.
—Compórtate, Robert —le advirtió Cross. Se sentó junto a Liz y cruzó los brazos sobre la mesa. Jackson se las arregló para parecer simultáneamente escarmentado y divertido por el codazo de familiaridad.
—Estamos aquí para juzgar nuestro éxito hasta el momento por contener los virus antiguos —empezó a decir Cross—. Los llamamos genéricamente ERV, retrovirus endógenos. También nos hemos ocupado de los parientes cercanos, transgenes, transposones, retrotransposones, elementos LINE y demás… todos elementos móviles, todos genes saltadores. No confundamos a nuestros ERV con los otros ERV: el equine rhinovirus, por ejemplo, o los retrovirus ectrópicos recombinantes, o algo que todos hemos experimentado en estas sesiones, una pérdida súbita de expiración de la reserva volumétrica.
Sonrisas corteses alrededor de la sala. Se agitaron algunos pies.
Cross se aclaró la garganta.
—Ciertamente no querríamos confundir a nadie —dijo, haciendo descender la voz una octava. La mayor parte del tiempo se debatía entre un soprano trémulo y un alto suave. Muchos la habían comparado con Julia Child, pero la comparación sólo era superficial, y con la edad y el pelo teñido, Cross había superado bastante a Julia alcanzando su propio nivel estratosférico de unicidad—. He examinado los informes de los equipos sobre nuestro proyecto de vacunación, y por supuesto los proyectos de desactivación de ERV en chimpancés y ratones. El informe del doctor Jackson era muy largo. Además, he repasado los informes y auditorías de los grupos de fertilidad e inmunología general. —La artritis de Cross la molestaba; Kaye lo sabía por la forma en que se masajeaba los nudillos hinchados de las manos—. El consenso parece ser que hemos fracasado en todo lo que intentamos hacer. Pero no estamos aquí para el análisis forense. Debemos decidir cómo proceder a partir de este punto. Bien. ¿Dónde estamos?
Un silencio abatido. Kaye miró directamente al frente, intentando evitar morderse el labio.
—Normalmente lanzamos una moneda y dejamos que comience el ganador. Pero todos, hasta cierto punto, conocemos este debate, y creo que es hora de hacer algunas preguntas. Yo decidiré quién empieza. ¿Vale?
—Vale —dijo Jackson con despreocupación, levantando las manos de la mesa.
—Vale —repitió Kaye.
—Bien. Todos estamos de acuerdo en que huele mal —dijo Cross—. Doctor Nilson, por favor, comience.
Lars Nilson, un hombre de mediana edad de gafas redondeadas, había ganado un Nobel veinte años atrás por su investigación de las citoquinas. En su momento estuvo muy implicado en los esfuerzos de Americol por resolver los problemas retrovirales en los xenotrasplantes —el trasplante de tejidos animales a receptores humanos—, idea que se había interrumpido de pronto con la aparición de SHEVA y el caso de la señora Rhine. Desde entonces se ocupaba de inmunología general.
Nilson miró a la sala con expresión seca, lo que a ojos de Kaye le daba el aspecto de un duendecillo gris y desconsolado.
—Presumo que se espera que hable primero por alguna idea de que Nobel oblige o algo todavía más terrible, como la edad.
Un hombre pequeño y muy delgado vestido con un traje gris y un yarmulke entró en la sala y miró a su alrededor por medio de unos ojos castaños amigables y arrugados, con un rostro permanentemente adornado por una sonrisa.
—No se preocupen por mí —dijo, y se sentó en la esquina opuesta, cruzando las piernas—. Lars ya no es el mayor —añadió en voz baja.
—Gracias, Maurie —dijo Nilson—. Me alegra que pudieses venir. —Maurie Herskovitz era otro de los premios Nobel de Cross, y quizás el biólogo más reputado de los que trabajaban en Americol. Su especialidad recibía la ambigua descripción de «complejidad genómica»; ahora actuaba como investigador itinerante. Kaye quedó sorprendida y algo nerviosa por su presencia. A pesar de su sonrisa (de serie, como la de un delfín) a Herskovitz se le conocía por ser un tirano exigente en el laboratorio. Nunca le había visto en persona.
Cross cruzó los brazos y respiró de forma muy audible.
—Sigamos —sugirió.
Nilson miró a su derecha.
—Doctor Jackson, sus vacunas contra el SHEVA tienen efectos secundarios inesperados. Cuando intenta bloquear la transmisión de partículas ERV entre las células de un tejido, mata a los animales experimentales, en parte aparentemente por la masiva reacción excesiva de sus sistemas inmunológicos innatos, ya sean ratas, cerdos o monos. Eso parece contraintuitivo. ¿Puede explicarlo?
—Creemos que nuestros esfuerzos interfieren o imitan algunos procesos esenciales para la rotura de ARN mensajero patogénica en las células somáticas. Las células parecen interpretar nuestras vacunas como un producto derivado de la aparición de ARN vírico, y detienen todas las transcripciones y traducciones. Mueren, aparentemente para proteger a otras células de la infección.
—Entiende que es posible que haya un problema con desactivar la función de las transposasas en las células T —siguió diciendo Nilson—. Todas las vacunas candidatas afectan aparentemente a RAG1 y RAG2.
—Como dije, todavía seguimos estudiando esa conexión —dijo Jackson como una seda.
—La mayoría de las expresiones de ERVs no provocan el suicidio celular.
Jackson asintió.
—Es un proceso complicado —dijo—. Como muchos patógenos, algunos retrovirus han desarrollado capacidades de ocultación y pueden evitar las defensas celulares.
—¿Entonces es posible que en este caso no se aplique el modelo de que todos los virus son intrusos o invasores?
Jackson se mostró vehementemente en desacuerdo. Su argumento era rígidamente tradicional: el ADN del genoma era un cianotipo bien delimitado y eficiente. Los virus simplemente eran parásitos y lapas, que provocaban desorden y enfermedades pero, en raras ocasiones, también creaban novedades útiles. Explicó que situar promotores víricos delante de un gen celular necesario podía hacer que se fabricase más cantidad de los productos de ese gen en un momento clave de la historia de la célula. Menos habitual, podían aterrizar, aleatoriamente, en células germinales —progenitores de óvulos o esperma— de tal forma como para producir variaciones fenotípicas o de desarrollo, en los hijos.
—Pero decir que cualquiera de esas actividades es ordenada, que parte de una reacción celular al ambiente, es ridículo. Los virus no son conscientes de sus actos, ni tampoco las células activan virus para algún maravilloso propósito. Eso ha sido evidente desde hace más de un siglo.
—¿Kaye? ¿Saben los virus lo que hacen? —preguntó Cross, volviéndose en la silla.
—No —dijo Kaye—. Son nodos en una red distribuida. Los propósitos mayores como tal se encuentran en la red, no en los nodos; y ni siquiera a la red se la puede describir como autoconsciente o deliberadamente resuelta, en el sentido en que el doctor Jackson tiene un propósito.
Jackson sonrió.
Kaye siguió hablando.
—Todos los virus parecen ser descendientes, directa o indirectamente, de elementos móviles. No surgieron del exterior; se liberaron desde el interior, o evolucionaron para portar genes y otra información entre células y entre organismos. Los retrovirus como el VIH en particular parecen muy emparentados con los retrotransposones y ERVs en las células de muchos organismos. Emplean herramientas genéticas similares.
—¿Así que el virus de la gripe, con ocho genes, deriva de un retrotransposón o retrovirus con dos o tres genes? —preguntó Nilson con cierto desdén. Su frente descendió a una expresión perpleja y tormentosa ante semejante absurdo.
—Al final, sí —dijo Kaye—. La ganancia o mutación de genes, o la pérdida, vienen mediadas por la necesidad. Un virus que penetra en un anfitrión nuevo o poco conocido puede tomar e incorporar genes útiles de la célula anfitriona, pero no es fácil. La mayoría de los virus simplemente no consiguen replicarse.
—Entran, ¿esperando recibir dádivas de la mesa de los genes? —preguntó Jackson—. Eso es lo que creía el doctor Howard Urnovitz, ¿no es así? ¿Las vacunas causaron el VIH, el síndrome de la Guerra del Golfo y todas las otras enfermedades conocidas por el hombre moderno?
—Las ideas del doctor Urnovitz parecen más cercanas a las suyas que a las mías —replicó Kaye con tranquilidad.
—Eso fue hace más de veinte años —dijo Cross, bostezando—. Historia antigua. Avancemos.
—Sabemos que muchos virus pueden incorporar genes de ERVs —dijo Kaye—. Herpes, por ejemplo.
—Las implicaciones de ese proceso no están claras —dijo Jackson. Una respuesta bastante débil, pensó Kaye.
—Lo lamento, pero simplemente no tiene nada de controvertido —insistió Kaye—. Sabemos que así fue como Shiver se produjo en todas sus variantes, y fue así como mutó el virus que causó a nuestros hijos una EMPB. Cogió genes endógenos víricos que sólo estaban presentes en individuos no SHEVA.
Jackson le concedió el punto.
—A algunos de nuestros hijos —la corrigió tranquilamente—. Pero estoy dispuesto a conceder que los virus pueden ser enemigos del interior. Razón de más para erradicarlos.
—¿Sólo enemigos? —preguntó Cross. Apoyó la barbilla en una mano y miró a Jackson protegida por sus pobladas cejas.
—Dije «enemigos», no criados o subcontratados —dijo Jackson—. Los genes saltadores causan problemas. Son bribones, no criados. Eso lo sabemos. Cuando están activos, producen defectos genéticos. Activan oncogenes. Están implicados en la esclerosis múltiple y en la esquizofrenia, en la leucemia y todo tipo de cánceres. Producen o exacerban enfermedades autoinmunes. Por mucho que yazgan dormidos en nuestros genes, son parte de una panoplia de plagas antiguas. Los virus son una maldición. Que ahora algunos estén tan domesticados como para pasar al anfitrión sin provocar daños importantes es simplemente la labor de la evolución de las enfermedades. Sabemos que los retrovirus VIH mutaron y saltaron de una especie de primate a otra, a nosotros. En los chimpancés, el precursor del VIH evolucionó para ser neutral, una carga genética y poco más. En nosotros, la mutación resultó ser muy inmunosupresiva y letal. SHEVA es un poco diferente. Los ERVs a los que nos enfrentamos simplemente no son útiles para el organismo de ninguna forma fundamental.
Kaye se sintió como si hubiese viajado en el tiempo, como si treinta años de investigación no se hubiesen producido. Jackson se había negado a cambiar a pesar de grandes avances; simplemente desestimaba lo que no podía creer. Y no estaba solo. El número de artículos producidos cada año sólo en virología podría llenar toda la sala de reuniones. Hasta el día de hoy, la mayoría de esos artículos se ceñía a un modelo de enfermedad tanto para virus como para elementos móviles.
Jackson se sentía seguro rodeado por los gruesos muros de la tradición, lejos de los vientos enloquecidos y aulladores de Kaye.
Cross se volvió a la única mujer del comité de revisión, Sharon Morgenstern. Morgenstern estaba especializada en investigación sobre fertilidad y biología del desarrollo. De aspecto nervioso, era una mujer delgada, supuestamente solterona, casi sin barbilla, dientes prominentes, pelo rubio fino, y un ligero acento de Carolina del Norte, también presidía el jurado de Americol que aprobaba los artículos antes de enviarlos a las revistas —una revisión corporativa, establecida en parte para evitar publicaciones que pudiesen revelar secretos de empresa.
—¿Sharon? ¿Alguna pregunta, ahora que estamos saltando arriba y abajo sobre Robert?
—Los animales experimentales, a los que se les administraron vacunas candidatas, también han sufrido pérdida o reducción de importantes características sexuales —empezó Morgenstern—. Parece extraordinariamente raro. ¿Cómo planea soslayar esos problemas?
—Hemos apreciado la reducción de ciertas características sexuales menores en los mandriles —dijo Jackson—. Podría no ser relevante en sujetos humanos.
Nilson intervino una vez más, pasando de la expresión irritada de Morgenstern. Deja que termine la mujer, pensó Kaye, pero no dijo nada.
—La vacuna del doctor Jackson podría tener una importancia inmensa en nuestros intentos por neutralizar los virus en tejidos de xenotrasplante —dijo Nilson—. Los trabajos de la doctora Rafelson también ofrecen promesas tremendas… desactivar todos los genes ERV en esos tejidos ha sido uno de los santos griales de los últimos quince años. Decir que estamos decepcionados con esos fracasos es un eufemismo. —Nilson se agitó en la silla y consultó sus notas antes de inclinarse de lado y mirar por el borde de las gafas, como un pájaro examinando una semilla—. Me gustaría hacer algunas preguntas sobre los fracasos de las vacunas del doctor Jackson.
—Las vacunas no fallan. Los organismos fallan —dijo Jackson—. Las vacunas triunfan. Bloquean la transmisión intercelular de todas las partículas ERV.
Nilson sonrió ampliamente.
—Vale. ¿Por qué fallan los organismos, una y otra vez? Y, en particular, ¿por qué se vuelven estériles si están bloqueando o frustrando una carga vírica… todos los elementos causantes de enfermedad en sus genomas? ¿No deberían experimentar un arranque de energía y productividad?
Jackson pidió que bajasen el retroproyector. Liz suspiró. Kaye le dio una patada ligera bajo la mesa.
La presentación de Jackson era la clásica. En tres minutos había empleado nueve acrónimos y seis términos científicos inventados que Kaye no conocía, sin definir ninguno de ellos; los había combinado todos en un mapa ingenioso de caminos y productos y algunas profundas suposiciones evolutivas que jamás habían sido demostradas fuera de un tubo de ensayo. Cuando se ponía a la defensiva, Jackson invariablemente revertía a demostraciones in vitro muy controladas empleando los cultivos de células tumorales que tanto gustaban a los laboratorios de investigación. Todos los experimentos que citó habían sido diseñados y controlados con precisión y todos, con demasiada frecuencia, daban los resultados predichos.
Marge Cross le concedió cinco minutos. Jackson notó su impaciencia y concluyó su inciso.
—Es evidente que los ERV han encontrado formas de colarse en la maquinaria genómica de su anfitrión. Conocemos muchos ejemplos en la naturaleza donde el intento de eliminar al parásito mata al anfitrión. Incluso es probable que hayan creado salvaguardias contra la eliminación: pseudogenes, copias múltiples, copias ocultas o comprimidas que pueden reensamblarse más tarde, mediación para evitar la actividad de la enzima de restricción, todo tipo de trucos astutos. Pero la prueba principal de la naturaleza malévola de todos los retrovirus, incluso de los llamados benévolos o benignos, es lo que el VIH y el SHEVA han hecho con nuestra sociedad.
Kaye levantó la vista de sus notas.
—Tenemos una generación de niños que no encaja —siguió diciendo Jackson—, que provocan odio y sospecha, y cuyas llamadas características adaptativas, aleatoriamente invocadas a partir de una panoplia de distorsiones posibles, sólo les causan aflicción. Los virus nos causan un daño doloroso. Con tiempo suficiente, nuestro grupo superará estos retrasos desafortunados y eliminará todos los virus de nuestras vidas. Los virus genómicos se tornarán pesadillas de un pasado desagradable y brutal.
—¿Eso es una conclusión? —preguntó Cross sin permitir que el gesto dramático de Jackson hiciese efecto.
—No —dijo Jackson, recostándose en la silla—. Más bien un estallido. Mis disculpas.
Cross miró a los interrogadores.
—¿Satisfechos? —preguntó.
—No —dijo Nilson, una vez más con ese fruncimiento olímpico que Kaye sólo había visto en científicos mayores, ganadores de premios Nobel—. Pero tengo una pregunta para la doctora Rafelson.
—Siempre se puede confiar en Lars para mantener las reuniones animadas —dijo Cross.
—Espero que el doctor Nilson le plantee a Kaye preguntas igualmente agudas —dijo Jackson.
—Cuenta con ello —dijo Nilson con sequedad—. Comprendemos lo difícil que es trabajar con embriones de mamífero en su primera fase, de ratón por ejemplo, y que es mucho más difícil hacerlo con primates y monos. Por lo que he podido comprobar, sus técnicas de laboratorio han sido creativas y habilidosas.
—Gracias —dijo Kaye.
Nilson desestimó el agradecimiento con un nuevo fruncimiento.
—También sabemos que hay muchas formas en que los embriones y los anfitriones, las madres, pueden colaborar para prevenir el rechazo del componente paterno de los tejidos embriónicos. ¿No es posible que al eliminar ERVs conocidos en los embriones de chimpancé también haya desactivado genes cruciales para esas otras funciones protectoras? Piense en particular en FasL, disparado por CRH, factor liberador de corticotropina, en la mujer embarazada. FasL causa la muerte celular en los linfocitos maternos cuando se disponen a atacar el embrión. Es esencial para nacer.
—FasL no está afectado por nuestro trabajo —dijo Kaye—. La doctora Elizabeth Cantrera, mi colega, invirtió un año en demostrar que FasL y los demás genes protectores conocidos siguen intactos y activos después de que desactivemos los ERVs. Es más, ahora estudiamos la posibilidad de que un elemento LINE transactivado por la hormona del embarazo regule FasL.
—No lo veo en sus referencias —dijo Nilson.
—Publicamos tres artículos en PNAS. —Kaye le dio las referencias y Nilson las apuntó pacientemente—. La función inmunosupresiva de las partículas derivadas de los retrovirus endógenos es una parte indiscutible del armamento protector del embrión. Lo hemos demostrado una y otra vez.
—Me preocupa en especial la evidencia de que una caída en el factor liberador de corticotropina después del embarazo induce la expresión rápida de los ERVs responsables de provocar la artritis y la esclerosis múltiple —dijo Nilson—. En este caso los ERVs responden a una caída súbita de hormonas, no a un incremento, y parecen provocar una enfermedad.
—Interesante —dijo Cross—. ¿Doctora Rafelson?
—Es una hipótesis razonable. El desencadenamiento de enfermedades autoinmunes por parte de los ERV es un área de investigación muy fructífera. Tal expresión podría venir regulada por hormonas relacionadas con el estrés, y eso explicaría el papel de dichas hormonas, y del estrés en general, en dichas enfermedades.
—¿Entonces qué son, doctora Rafelson? —preguntó Nilson, con los ojos directamente clavados en ella—. ¿Buenos virus o malos virus?
—Como todo en la naturaleza, uno u otro, o ambos, dependiendo de las circunstancias —dijo Kaye—. El embarazo es un periodo difícil tanto para la madre como para el hijo.
Cross se volvió hacia Sharon Morgenstern.
—La doctora Morgenstern me mostró antes algunas de sus preguntas —dijo—. Todas son contundentes. De hecho, son excelentes.
Morgenstern se inclinó y miró a Kaye y a Liz.
—Manifestaré desde un principio que a pesar de que a menudo estoy de acuerdo con el doctor Nilson, no encuentro que los procedimientos de laboratorio de la doctora Rafelson carezcan de parcialidad o error. Sospecho que la doctora vino aquí a demostrar que no se podía hacer nada, no que se pudiese hacer. Y ahora se supone que debemos creer que ha demostrado que los embriones no pueden llegar al parto, o incluso alcanzar la pubescencia, sin un conjunto completo de viejos virus en sus genes. En resumen, caminando hacia atrás, intenta demostrar una teoría controvertida sobre la evolución basada en virus que es concebible pudiese elevar el estatus social de su propia hija. Soy suspicaz cuando una motivación psicológica tan intensa se implica en un trabajo científico.
—¿Tiene alguna crítica específica? —preguntó Cross amablemente.
—Varias en realidad —dijo Morgenstern. Liz le pasó una nota a Kaye. Kaye miró rápidamente el mensaje garabateado. Morgenstern ha publicado veinte artículos con Jackson en los últimos cinco años. Ella es su contacto en el jurado de Americol.
Kaye levantó la vista y se guardó la nota en el bolsillo de la chaqueta.
—Mi primera duda… —dijo Morgenstern.
Era el comienzo real del asalto frontal. Todo lo anterior no había sido más que el calentamiento. Kaye tragó e intentó relajar los músculos del cuello. Pensó en Stella, al otro lado del continente, malgastando su tiempo en una escuela dirigida por fanáticos. Y en Mitch, conduciendo para reunirse con una antigua amante y colega en una excavación en medio de ninguna parte.
Durante un momento muy penoso, Kaye creyó que iba a perderlo todo de una sola vez. Pero se enderezó, miró directamente a Cross, y se concentró en el flujo de detalles técnicos perfectamente expresados y anonadadores que le lanzaba Morgenstern.