Arizona
A las once de la mañana, Stella fue con todas las chicas desde los barracones, atravesando una puerta en la verja de espinos para llegar a un campo abierto, asistidas por la señorita Kantor, Joanie y otras cinco adultas.
Una vez a la semana, los consejeros y profesores permitían que los dos sexos de niños SHEVA se mezclasen en un patio de juegos y bajo los toldos de las mesas del almuerzo.
Las chicas se mostraban inusualmente calladas. Stella sentía la tensión. Un año atrás, atravesar la verja para relacionarse con los chicos no había sido nada importante. Ahora, toda chica que se imaginaba edificadora de un deme tramaba con sus compañeras qué chico sería mejor para el grupo. Stella no sabía qué pensar. Observaba los demes formarse y desintegrarse y reformarse en los dormitorios de las chicas, y sus propios planes cambiaban en su cabeza de un día para otro; era todo muy confuso.
El cielo estaba salpicado de nubes rotas. Se cubrió los ojos y levantó la vista para ver a la luna colgando del azul puro del verano, una cara macilenta e inexpresiva a la que le divertían las tonterías de las chicas. Stella se preguntó a qué olía la luna. Parecía muy amable. De hecho, parecía un poco simple.
—Una sola fila. Vamos a la sección sur cinco —les dijo la señorita Kantor, y agitó la mano para indicarles la dirección. Las chicas se desplazaron hacia donde indicaba, con las mejillas en blanco.
Stella vio a los chicos salir en su propia fila desde la línea opuesta de barracas. Se tocaban las cabezas, se entremezclaban y señalaban a las chicas que veían. Sonreían como idiotas, con mejillas marrones en la distancia, con los colores indistinguibles.
—Oh, genial —dijo Celia apática—. Lo mismo de siempre.
A los sexos se les permitiría interaccionar durante una hora bajo una estricta supervisión.
—¿Está aquí? —preguntó Celia. Stella le había hablado sobre Will la noche anterior.
Stella no lo sabía. No le había visto todavía. No lo consideraba probable. Indicó todo eso con un silbido bajo, algunas pecas irregulares, y un estremecimiento de los hombros.
—Vaya, la verdad es que eres susceptible —dijo Celia. Entrechocaba los hombros con Stella mientras caminaban. A Stella no le importaba.
—No sé qué esperan que hagamos en una hora —dijo Stella.
Celia rio.
—Podríamos intentar besar a uno.
La frente de Stella formó una pareja irregular de curvas y se le oscureció el cuello. Celia no prestó atención.
—Podría besar a James Callahan. El año pasado casi le permití cogerme la mano.
—El año pasado éramos críos —dijo Stella.
—¿Qué somos ahora? —preguntó Celia.
Stella miraba a una fila de chicos dispuesta bajo el sol junto a los toldos de las mesas de almorzar. Al más alto lo reconoció de inmediato.
—Ahí está —dijo, y se lo indicó a Celia. Otras tres chicas se movieron y siguieron el dedo, todas oliendo a curiosidad: humo y tierra.
Will miraba al suelo con los hombros caídos y las manos bien metidas en los bolsillos. Los otros chicos parecían pasar de él, lo que era de esperar; los chicos no nubaban tan rápido con los nuevos como las chicas. Le llevaría a Will unos días formar uniones fuertes con sus compañeros de barracones.
O quizá no, pensó Stella, observándole. Quizá nunca lo hiciese.
—No es muy guapo —dijo Felice Miller, una chica pequeña de pelo castaño de brazos delgados y fuertes y piernas más gruesas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ellie Gow—. No puedes olerle desde aquí.
—Tampoco olería muy bien —dijo Felice desdeñosa—. Es demasiado alto.
Ellie hizo un rictus. Era conocida por su sensibilidad a los sonidos y una preferencia por hablar mientras se ocultaba bajo las sábanas.
—¿Qué tiene eso que ver con un pedo de gato?
Felice sonrió tolerante.
—Bigotes —dijo.
Stella no les prestó atención.
—Alguien a quien conoces en la juventud puede tener una gran influencia —continuó Felice.
—No le vi durante mucho tiempo —admitió Stella.
Celia relató con rapidez la historia de Stella y Will, hablando en su doble entrecortado, mientras los consejeros y profesores se reunían y acordaban las reglas de la plática. Las reglas cambiaban de una semana para otra. Hoy, en los bordes del campo, había tres hombres que les observaban con binoculares.
Nueve meses atrás, tras el encuentro, habían apartado a Stella y la habían llevado al hospital con otras cinco niñas. Todas habían dado sangre y una, Nor Upjohn, había sufrido otras humillaciones que no estaba dispuesta a describir, y después había olido a naranjas mohosas, un olor de peligro.
Las chicas formaron, cuatro largas columnas de cincuenta. Los consejeros no intentaron evitar que hablasen, y Stella vio que algunos de ellos —posiblemente todos— habían desactivados sus oledores.
Will miró al otro lado de la hierba y la gravilla marrones hacia las líneas de chicas. Su frente formó una línea recta y estrecha, y parecía estar chupando algo amargo. Tenía el pelo enmarañado cortado irregularmente y sus mejillas eran pozos vacíos, como si hubiese perdido algunos dientes. Parecía mayor que los otros, y cansado. Parecía derrotado.
—No es guapo, es feo —dijo Felice, y con un encogimiento de hombros dedicó su atención a los chicos que no había visto antes. Stella había contado a los recién llegados en el autobús: cincuenta y tres. Tenía que admitir que Felice tenía razón. No importaba lo que recordase de Strong Will, este chico no era la idea que una tenía de un buen compañero de deme.
—¿Quieres nubar con él? —preguntó Celia incrédula.
—No —dijo Stella, y apartó la vista con una intensa punzada de decepción.
Ahora los bosques quedaban muy lejos para los dos.
—¿Qué tiene que ver con la piel de sapo? —preguntó Ellie nerviosa mientras los profesores gritaban para acercar las filas y columnas.
—Un cuervo en el camino —respondió Felice.
—¿Qué tiene que ver con plumas de manzana? —respondió Ellie en un acto reflejo.
—Oh, vamos crece —dijo Celia. Tenía la cara arrugada como un melocotón seco en un súbito ataque de timidez—. Crece bien grande y escóndeme.
Las líneas se colocaron frente a las mesas del almuerzo y los chicos se sentaron, tres a un lado, dejando el lado opuesto vacío.
—¿Qué vamos a decir? —preguntó Ellie, ocultando los ojos al aproximarse.
—Lo que decimos siempre —dijo Stella—. Hola y cómo estás. Y les preguntamos cómo van creciendo sus demes y cómo van las cosas al otro lado de la verja.
—Harry, Harry, muy al contrario —cantó Felice en infratono—, ¿cómo crece tu jardín? Vello púbico y miradas licenciosas, provocando el flujo de hormonas.
Ellie le dijo que se callase. La señorita Kantor se paseó frente a la fila de sus barracones.
—Muy bien, niñas —dijo—. Podéis hablar, podéis mirar. Pero nada de tocar.
Sin embargo los oledores están apagados, pensó Stella. Las chicas se separaron de las colas. Stella miró a las cámaras montadas sobre los largos postes de acero, moviéndose lentamente de derecha a izquierda.
Le llegó el turno a Ellie y corrió a unirse a una mesa de chicos que, por lo que Stella sabía, no había visitado antes. Vaya con la timidez. Le llegó el turno a Stella, y efectivamente al contrario de lo que hubiese pensado antes, se dirigió hacia la mesa donde Will estaba sentado con dos chicos más jóvenes.
Will estaba inclinado sobre la mesa, mirando las viejas manchas de comida. Los dos chicos más pequeños y jóvenes la miraron acercarse con cierto interés y se mostraron pecas el uno al otro. Stella creyó oír algo de infratono, pero era difícil estar segura a esa distancia, y Will levantó la vista. No pareció reconocerla.
Stella fue la única chica que se sentó a su mesa. Dijo hola a los dos chicos, y luego se concentró en Will. Will apoyó las mejillas en las palmas de su mano. Stella no podía ver sus patrones, pero vio que se le oscurecía el cuello.
—Está en nuestro barracón —dijo el chico de la derecha, fuerte pero bajo, Jason o James; el chico a la izquierda de Will se llamaba Philip. Stella se había sentado con Philip tres semanas antes. Era bastante agradable, aunque Stella pronto descubrió que no quería nubar con él. Ni Jason/James ni Philip olían de la forma adecuada. Formó con las pecas un saludo de mariposa para Philip, amistoso pero no abierto, sin pretender ofenderle, etc…
—¿Por qué te has sentado aquí? —preguntó Philip frunciendo el ceño—. ¿Nadie más quiere sentarse aquí?
—Quiero hablar con él —dijo Stella. No se le daba muy bien tratar con los chicos, pero la verdad es que a muy pocas chicas se les daba bien. Había reglas implícitas, no escritas, reglas todavía por descubrir, pero esta forma de hacer las cosas nunca iba a hacer que las reglas fuesen más claras.
—No habla mucho —dijo Jason/James.
—Las chicas juegan con nosotros —dijo Philip resentido.
—Nada como las chicas humanas —murmuró Will, y la miró. La mirada fue breve, pero Stella supo que recordaba su último encuentro—. Te cortan como cuchillos y nunca descubres por qué.
—Cierto —dijo Philip—. Will vivió entre salvajes. —Jason/James se rio, y ejecutó un gesto de dedos entrelazados que Stella no supo interpretar.
—Pasé —dijo Will.
—¿Fue en el bosque? —preguntó Stella, con la esperanza irradiando como una pequeña chispa.
—¿Qué? —preguntó Will.
—Lo frotaron antes de venir a nuestros barracones —dijo Philip, para ser informativo—. Tenía la piel roja por el jabón.
—¿Te quedaste con tus padres? —preguntó Will. Levantó la vista y le permitió verle las mejillas. Estaban inexpresivas, oscuras y magulladas. La mayor parte del cuello y la cara de Will estaba rojo y magullado. Stella inhaló, lo que era amable dado las circunstancias, y todavía podía oler el desinfectante y el jabón sobre la piel y la ropa.
—Sólo durante unos días —dijo Stella—. Me puse enferma.
—Yo no sufrí roña —dijo Will, tocándose entre los dedos. Los niños SHEVA se referían a la enfermedad que había matado a tantos de ellos como «roña» o «el achaque».
—Nos vamos a otra mesa —dijeron Jason/James casi al unísono.
—Deberíais estar a solas —añadió Philip bruscamente—. Nos queda claro.
Stella quería pedirles que se quedasen, pero Will se encogió de hombros, por lo que ella hizo lo mismo.
—Están rompiendo las reglas —dijo Stella después de que se hubiesen ido.
—Pueden encontrar una mesa en la que falten chicos —sugirió Will—. Están inventando reglas en los barracones. Algo sobre demes. ¿Qué son demes?
—Demes son familias —dijo Stella—. Nuevas familias. Intentamos descubrir cómo serán cuando hayamos crecido.
Will volvió a mirarla directamente, y Stella apartó la vista, y luego se cubrió sus propias mejillas.
—No importa —dijo Will—. No me importa.
—Vine a decir hola —dijo Stella. Él no podía saber lo que sus palabras habían significado para ella—. Debiste escapar. —Lo miró ansiosa, esperando que contase su historia.
—Estamos hablando en habla humana. ¿Conoces el infra y el hiper?
—Sí —dijo Stella—. ¿Tú lo hablas de la misma forma?
—No como lo hacen en los barracones —admitió Will con un estremecimiento del brazo—. En el camino… es diferente. Más intenso, más rápido.
—¿Y en el bosque? —preguntó Stella.
—No existe el bosque —dijo Will, con el rostro retorciéndose como si hubiese dicho una obscenidad.
—Cuando escapaste, ¿adónde fuiste?
Will miró al cielo.
—Aquí se puede comer mucho —dijo—. Me haré mejor, más fuerte, aprenderé a aromar, a hablar las dos lenguas. —Convirtió los puños en bolas y las hizo rebotar ligeramente sobre la mesa, luego una contra la otra, pulgar contra pulgar, como si jugase a un juego—. ¿Por qué dejan que nos juntemos las chicas y los chicos?
—No lo sé. A veces extraen sangre y hacen preguntas.
Will asintió.
—¿Sabes qué hacen? —preguntó Stella.
—Ni idea —dijo Will—. No enseñan nada, como en todas las escuelas. ¿Cierto?
—Leemos algunos libros y aprendemos algunas habilidades. No podemos nubar o aromar porque nos castigan.
Will sonrió.
—Estúpidos inexpresivos —dijo.
Stella hizo una mueca.
—Intentamos no insultarles.
Will apartó la vista.
—¿Cuánto tiempo estuviste libre? —preguntó Stella.
—Me pillaron hace una semana —dijo Will—. Viví por mi cuenta, y con huidos y chicos de la calle. Me cubrí las mejillas con tatuajes de henna. El cuello también. Algunos chicos humanos se marcan la cara para parecerse a nosotros, pero todo el mundo lo sabe. También afirman tener mejores cerebros y ser capaces de leer la mente. Como creen que hacemos nosotros. Dicen que es chulo, pero sus pecas no se mueven.
Stella todavía podía ver algo de marrón manchando las zonas magulladas de la cara de Will.
—¿Cuántos de nosotros hay en el exterior?
—No muchos —dijo Will—. A mí me entregaron unos humanos a cambio de un paquete de cigarrillos, incluso después de que yo evitase que les diesen una paliza. —Movió la cabeza lentamente—. Allá afuera es terrible.
Stella olió a Joanie cerca, bajo la máscara de los polvos de talco. Will se envaró al acercarse la joven consejera bajita.
—Nada de uno a uno —Stella oyó que decía Joanie—. Conocéis las reglas.
—Los otros se fueron —dijo Stella, volviéndose para explicarlo, y deteniéndose cuando Joanie le agarró el hombro. Tocada y retenida, se negó a mirar a la consejera a los ojos.
Will se puso en pie.
—Me iré —dijo.
Luego, hablando en dos flujos simultáneos, el hiper un flujo de galimatías juvenil, dijo:
—Nos veremos, dile hola a Cory en el seis —no había Cory en el seis, y—: mantén controlado, mantén recluido, compra con papaíto, ¿vale?
El infra:
—¿Qué sabes de un lugar llamado Sandia?
Mezcló ambos flujos con tal destreza que a Stella le llevó un momento darse cuenta de que le había hecho una pregunta. Para Joanie probablemente sonó como mala pronunciación.
Luego, con un gesto de la mano, mientras Joanie se llevaba a Stella, Will dijo en un único flujo:
—Descúbrelo, ¿vale?
Stella observó cómo se llevaban a Ellie para extraerle sangre. Ellie fingió que no tenía importancia, pero sí la tenía. Stella se preguntó si sería porque hoy Ellie había atraído a un montón de chicos, cinco a la mesa donde se habían sentado ella y Felice. El resto de las chicas fueron a las últimas clases de la mañana, donde les mostraron películas sobre la historia de Estados Unidos, tipos con pelucas y mujeres con grandes vestidos, caravanas, mapas y un poco sobre los indios.
Mitch le había enseñado a Stella sobre los indios. La película no les dijo nada importante.
Felice estaba sentada en el pasillo junto al suyo.
—¿Qué tienen que ver los bichos verdes? —susurró, compensando por la ausencia de Ellie.
Nadie respondió. El juego ya estaba pasado. En esta ocasión, estar con los chicos les había hecho daño, y de alguna forma Stella y las demás sabían que empeoraría. Llegaba el momento en que tendrían que dejarles solos, chicos y chicas juntos, para arreglar las cosas por sí mismos.
Stella no creía que los humanos permitiesen que pasase. Los mantendrían separados, como animales en un zoológico, para siempre.
—Estás aromando —le advirtió Celia, a su espalda, con un susurro—. La señorita Kantor conectó su oledor.
Stella no sabía cómo parar. Podía sentir la llegada de los cambios.
—Tú también lo haces —le susurró Felice a Celia.
—Maldición —dijo Celia, y se frotó tras las orejas, con los ojos muy abiertos.
—Chicas —gritó la señorita Kantor—. Callaos y mirad la película.