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Oregón

El amanecer del desierto era cálido y apenas eran las siete en punto. Mitch atravesó el aparcamiento del motel, tiró la bolsa en el asiento del pasajero de la vieja camioneta y se protegió los ojos del sol que colgaba bajo sobre las colinas grises al este. Una hora hasta el río Spent. Media hora hasta el campamento exterior. Había recibido las instrucciones de Eileen, y una advertencia adicional: No le digas ni una palabra a nadie. Ni a alumnos, ni a esposas, ni a novias, ni a perros, ni a gatos, ni a conejillos de indias: ¿Has entendido?

Lo había entendido.

Salió del aparcamiento del motel rayando la defensa. A la camioneta no le quedaban más que algunos miles de kilómetros; olía a aceite quemado y empezaba a soltar humo negro. A Mitch le encantaban las grandes camionetas viejas, así como los coches. Le entristecería su muerte.

El cartel rojo del motel se fue reduciendo en el retrovisor. La carretera era recta y a ambos lados había un territorio ondulante y marrón marcado con árboles de la grasa y salvia, pinos bajos y rechonchos, y alguna valla ocasional de madera, inclinada y abandonada, con los cables rotos y retorcidos como el pelo viejo.

El aire se refrescó a medida que la camioneta escalaba la pendiente suave para llegar a la zona alta. El río Spent no formaba parte del itinerario de la mayoría de los turistas. Rodeado de bosques, bajo la larga sombra del monte Hood, estaba formado por un cauce sinuoso y arenoso que cortaba los desfiladeros negros de lava, dejando islas y brazos muertos. El río en sí no fluía desde hacía miles de años. Los arqueólogos no lo conocían muy bien, y por buenas razones; la historia geológica de los flujos alternantes —cuencas de gravilla llenas de lava guijarrosa y fragmentos redondeados de granito y basalto— y las erupciones periódicas de lava lo convertirían en un infierno para excavar y una decepción para los que lo hacían. Los indios no habían vivido demasiado en esas zonas durante los últimos miles de años.

Lejos del tiempo, lejos del interés humano, pero ahora Eileen Ripper ha encontrado algo.

O quizás hubiese mirado demasiado tiempo al sol.

La carretera le hipnotizó después de un rato, pero recuperó la consciencia cuando empezó a ponerse difícil por los socavones. La tierra pasó a estar cubierta por arbolitos y hierba. El asfalto se convirtió en gravilla.

Vino y pasó un pequeño cartel estatal: ZONA DE RECREO RÍO SPENT: CINCO KILÓMETROS. El cartel tenía aspecto de llevar al menos cincuenta años al sol.

La carretera viró de pronto al oeste, y al girar, Mitch pilló un reflejo como a kilómetro y medio. Parecía un parabrisas de coche.

La vieja camioneta tosió humo azul al coger una pendiente corta, luego vio un Tahoe blanco y vio una figura rechoncha de pie junto al coche que le saludaba desde la portezuela abierta. Se fue a un lado de la carretera y dejó colgar el brazo por la ventanilla. Le quedaba fuerza suficiente en la mano para agarrar la estructura de la portezuela y hacer que el gesto pareciese casual.

El pelo de Eileen se había vuelto completamente gris. Su ropa, piel y pelo habían adoptado el color de la tierra aquí fuera.

—Reconocí tu gusto en camionetas —dijo Eileen, mientras atravesaba el arcén de gravilla—. Dios, Mitch, eres tan poco sutil como un marinero con un montón de billetes de dos dólares.

Mitch sonrió.

—Eres toda una madre tierra —dijo—. Al menos deberías llevar un pañuelo rojo.

Eileen se sacó un trapo del bolsillo y se lo ató al cinturón.

—¿Mejor así?

—Perfecto.

—¿Cómo está el brazo? —le preguntó, acariciándoselo.

—Inerte —dijo Mitch.

—Te asignaremos el uso del cepillo de dientes —dijo.

—Suena bien. ¿Qué tienes?

—Es apetitoso —dijo Eileen—. Es grande. —Dio unos pasos de baile en la gravilla—. Es mortalmente peligroso. ¿Quieres venir a verlo?

Mitch entrecerró los ojos durante un momento.

—¿Por qué no? —dijo.

—Está justo allí —dijo, señalando al norte—, como a unos quince kilómetros.

Mitch frunció el ceño.

—No estoy seguro de que la camioneta aguante.

—Te seguiré y recogeré las piezas.

—¿Cómo vas a decirme dónde girar? —preguntó Mitch.

—Es un juego, viejo amigo —dijo Eileen—. Tendrás que olisquearlo como lo hice yo —sonrió con malicia.

Mitch entrecerró los ojos aún más y negó con la cabeza.

—Por amor de Cristo, Eileen.

—Más antiguo que Cristo en al menos dieciocho mil años —dijo ella.

—Deberías usar gorras más gruesas —dijo Mitch.

Eileen parecía cansada bajo la fachada de fanfarronada.

—Es el grande, Mitch. En un par de horas, te lo juro por Dios, no sabrás ni quién eres.