Kaye abrió el apartamento, entró y usó la cartera para evitar que la puerta se cerrase. Tecleó el código de seis cifras para desactivar la alarma, luego se quitó el suéter, lo colgó en el armario, y se quedó en el pasillo, respirando profundamente para no sollozar. No sabía cuánto tiempo más podría soportarlo. Los vacíos de su vida eran como desiertos que no podía atravesar.
—¿Qué hay de ti? —le preguntó al aire vacío. Entró en el salón a oscuras—. Tal y como lo entiendo, si eres una especie de gran papaíto, proteges a los que amas, evitas que sufran daño. ¿Cuál es… cuál es la maldita —al fin gritó—, la maldita excusa?
Sonó el teléfono. Kaye dio un salto, apartó los ojos de la esquina del techo a la que le hablaba, se acercó a la encimera de la cocina y alargó la mano para coger el teléfono.
—¿Kaye? Soy Mitch.
Kaye tomó aliento, casi de miedo, ciertamente de culpa, antes de hablar.
—Aquí estoy. —Se sentó muy envarada en el sillón y tapó el auricular al decirle a las luces que se encendiesen. El salón era pequeño y ordenado, excepto los montones de revistas y reimpresiones dispuestos en ángulos sobre la mesita de café. Había otros montones dispersos por el suelo alrededor del sofá.
—¿Estás bien?
—Noooo —dijo lentamente—. No lo estoy. ¿Y tú?
Mitch no respondió. Bien por él, pensó Kaye.
—Vuelvo a estar en la carretera —dijo.
Una pausa.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Oregón. El caballo tuvo un problema y pensé en llamarte, preguntarte si tenías… no sé. Herraduras sobrantes. —Sonaba aún más agotado que ella. Kaye interceptó algo más en el tono y arrancó de nuevo llena de esperanza.
—¿Has visto a Stella?
—Me permitieron ver a Stella. Un chico con suerte, ¿no?
—¿Está bien?
—Me dio un gran abrazo. Tiene muy buen aspecto. Lloró, Kaye.
Kaye sintió el nudo en la garganta. Apartó el teléfono y tosió en un puño.
—Te echa de menos. Lo lamento. Tengo la garganta seca. Necesito algo de agua. —Entró en la cocina para sacar una botella de agua de la nevera.
—Nos echa de menos a los dos —dijo Mitch.
—No puedo estar allí. No puedo protegerla. ¿Qué va a echar de menos?
—Sólo quería llamarte y hablarte de ella. Está creciendo. Me hace sentir perdido, pensando que ya casi es mayor y yo no estaba con ella.
—No fue culpa tuya —dijo Kaye.
—¿Cómo va el trabajo?
—Pronto estará acabado —dijo Kaye—. No sé si me creerán. Muchos siguen en sus trece.
—¿Robert Jackson?
—Sí, él también.
—Tienes suerte de trabajar en lo que se te da mejor —dijo Mitch—. Escucha, yo…
—No te mereces lo que te pasó, Mitch.
Otra pausa. No te merecías que te abandonasen, añadió para sí misma. Kaye volvió a mirar a la esquina vacía y siguió hablando:
—Te echo de menos. —Tensó los labios para evitar que le temblasen—. ¿Qué hay en Oregón?
—Eileen tiene algo en marcha, muy misterioso, así que abandoné la excavación en Tejas. Confundí una almeja con un buccino. Me hago viejo, Kaye.
—Tonterías —dijo Kaye.
—Dame la orden, iré directamente a Maryland —dijo Mitch con voz acerada—. Lo juro. Iremos a recuperar a Stella.
—Para —dijo Kaye, aunque con repentina suavidad—. Quiero hacerlo, lo sabes. Debemos ceñirnos al plan.
—Cierto —dijo Mitch, y Kaye fue dolorosamente consciente de que él no había tomado parte en la elaboración del plan. Quizás hasta ahora Mitch no hubiese sido informado de la existencia de un plan. Y eso era culpa de Kaye. No había podido proteger a su esposo o a su hija, la gente más importante de la Tierra. Por tanto, ¿a quién debo acusar?
—¿A qué se dedican las chicas? ¿Cómo ha cambiado? —preguntó Kaye.
—Forman grupos. Los llaman demes. Las escuelas intentan mantenerlos desorganizados y desmembrados. Asumo que están encontrando la forma de evitarlo. Hay muchos olores implicados, claro, y Stella habla de nuevos tipos de lenguas, pero no tuvimos tiempo para los detalles. Parece que tiene buena salud, es inteligente, y no parece demasiado estresada.
Kaye se concentró en esa parte con tal intensidad que sus ojos se cruzaron.
—Intenté llamar la semana pasada. Se negaron a pasármela.
—Cabrones —dijo Mitch con tono áspero.
—Ve a ayudar a Eileen. Pero no dejes de llamar. Necesito saber de ti.
—Eso es una buena noticia.
Kaye dejó caer la barbilla contra el pecho y estiró las piernas.
—Me estoy relajando —dijo—. Oírte me relaja. Dime qué aspecto tiene.
—En ocasiones se mueve, actúa y habla como tú. A veces me recuerda a mi padre.
—De eso me di cuenta hace años —dijo Kaye.
—Pero en gran medida es única —dijo Mitch—. Me gustaría que pudiésemos tener nuestra propia escuela, reuniendo a muchos chicos. Creo que ésa sería la única forma de ser feliz para Stella.
—Nos equivocamos al aislarla.
—No teníamos elección.
—En cualquier caso, eso ya no importa. ¿Es feliz?
—Quizá más feliz, pero no exactamente feliz —dijo Mitch—. Ahora llamo por una línea terrestre, pero déjame darte un nuevo código telefónico.
Kaye cogió un cuaderno y apuntó la lista de números codificados según un libro que conservaba en la maleta.
—¿Crees que siguen escuchando?
—Claro. Hola, señora Browning, ¿cómo está?
—No tiene gracia —dijo Kaye—. Me encontré con Mark Augustine en el Capitolio. Eso fue… —Le llevó unos segundos acordarse—. Ayer. Lo lamento, estoy cansada.
—¿Qué tal con él?
—Parecía arrepentido. ¿Tiene eso sentido?
—Le dieron una patada en el culo —dijo Mitch—. Merece estar arrepentido.
—Sí. Pero algo más…
—¿Crees que la atmósfera está cambiando?
—Browning estaba allí, y le trató como un general romano mirando a un galo moribundo.
Mitch rio.
—Dios, es tan agradable de oír… —dijo Kaye, golpeando el bloc de mensajes con el bolígrafo y dibujando curvas alrededor de los números, por toda la página.
—Una palabra, Kaye. Sólo una palabra.
—Oh, Dios —dijo Kaye, y tomó aliento a pesar del nudo en la garganta—. Odio tanto estar sola…
—Sé que vas por el buen camino —dijo Mitch, y Kaye apreció la reserva en su voz, llenándole, incluso si significa dejarme a mí de lado.
—Quizá —dijo Kaye—. Pero es tan duro… —Quería contarle lo demás, lo del laboratorio de imagen, persiguiendo al visitante, al comunicador, y no ser capaces de encontrar nada concluyente. Pero recordó que Mitch no había reaccionado bien a sus intentos de hablar aquella última noche en la cabaña.
También recordaba el sexo, familiar y dulce y algo desesperado. Se le estremeció el cuerpo.
—Sabes que quiero estar contigo —dijo Kaye.
—Eso es lo que me digo —la voz de Mitch contenía esperanza y fragilidad.
—Estarás en la excavación de Eileen. Es una excavación, ¿no?
—No lo sé todavía.
—¿Qué crees que ha encontrado?
—No lo dice —dijo Mitch.
—¿Dónde está?
—No puedo decírtelo. Mañana recibiré las últimas indicaciones.
—Está siendo más cautelosa de lo habitual, ¿no?
—Sí. —Oyó como Mitch se movía, respirando sobre el aparato. También podía oír el viento soplando a su espalda y a su alrededor, pudiendo casi imaginarse a su hombre, robusto, alto, con la cabeza iluminada por la luz de la cabina. Si se trataba de una cabina. El teléfono podría estar junto a una gasolinera o un restaurante.
—No puedo expresar lo agradable que me resulta esta llamada —dijo Kaye.
—Claro que sí.
—Está tan bien…
—Debería haber llamado antes. Simplemente me sentía fuera de lugar o algo.
—Lo sé.
—Algo ha cambiado, ¿no?
—No hay mucho más que pueda hacer en Americol. El enfrentamiento es mañana. De hecho, Jackson dejó caer hoy su plan de juego, es así de creído. O prestarán atención a la verdad o pasarán de ella. Quiero… Volaré para reunirme contigo. Resérvame una pala.
—Se te encallecerán las manos.
—Me encantan las manos encallecidas.
—Creo en ti, Kaye —dijo Mitch—. Lo harás. Ganarás.
No sabía cómo responder, pero su cuerpo se estremeció. Mitch murmuró su amor y Kaye respondió a sus palabras, y luego cortaron la conexión.
Kaye permaneció sentada un momento bajo el cálido resplandor amarillo del pequeño salón, examinando las paredes desnudas, el mobiliario normal alquilado, los montones de papel.
—Estoy pasando por la impronta —susurró—. Algo dice que me ama y cree en mí, pero ¿cómo puede algo llenar una cáscara vacía? —Expresó la pregunta de otra forma—: ¿Cómo puede algo o alguien creer en una cáscara vacía?
Reclinando la cabeza, sintió un hormigueo cálido. Con algo de asombro comprendió que no había pedido ayuda, pero que la ayuda había llegado. Sus carencias —al menos algunas de ellas— habían recibido respuesta.
Y en ese momento, Kaye dejó finalmente escapar sus emociones y comenzó a llorar. Todavía llorando, se preparó la cama, se sirvió una taza de chocolate caliente, ahuecó la almohada y la apoyó contra la cabecera, se quitó la bata y se puso un pijama de satén, para luego coger un montón de reimpresiones del salón para leer. Las palabras aparecían borrosas tras las lágrimas, y apenas podía mantener los ojos abiertos, pero tenía que prepararse para el día siguiente. Debía ir con la armadura completa, todos los hechos perfectamente identificados.
Por Stella. Por Mitch.
Cuando no pudo aguantar más y el sueño robaba sus últimos pensamientos, dio la orden de apagar las luces, se dio la vuelta en la cama, y movió los labios, Gracias. Espero.
Eres la esperanza.
Pero no pudo evitar hacer más preguntas: ¿Por qué lo haces? ¿Por qué hablar con nosotros?
Miró a la pared al otro lado del dormitorio, para luego bajar la vista a la colcha que se elevaba sobre la cama por efecto de las rodillas. Sus ojos se abrieron más y se le ralentizó la respiración. A través del gris impreciso de la sábana, Kaye parecía mirar a una fuente invisible e infinita. La fuente emitía algo que sólo podía describir como amor, ninguna otra palabra se le ajustaba, por inadecuada que ésa fuese; amor sin fin e incondicional. El corazón le martillaba en el pecho. Durante un momento sintió miedo —jamás podría merecer tal amor, nunca podría encontrarlo en esta Tierra.
Amor sin condiciones —sin deseo, dirección, o cualquier otra cualidad excepto su pureza.
—No sé lo que significa —dijo—. Lo lamento.
Kaye sintió que la visión, si era eso, se alejaba y se desvanecía —no por resentimiento o furia o decepción, sino porque era hora de concluir—. Dejó atrás un sereno resplandor de paz, como velas tan gruesas como estrellas tras sus ojos.
El milagro, el asombroso milagro, fue demasiado para ella. Kaye dejó descansar la cabeza y miró a la oscuridad hasta que concilió el sueño.
Casi de inmediato, le pareció, soñó con recorrer un campo de nieve en lo alto de las montañas. No importaba que estuviese perdida y sola. Iba a conocer a alguien maravilloso.