Baltimore
El despacho del laboratorio de imagen estaba separado del dispositivo de resonancia magnética —la Máquina— por dos habitaciones. Las fuerzas inducidas por los imanes toroidales de la Máquina eran asombrosas.
A los visitantes se les advertía que no caminasen por el pasillo sin quitarse primero de los bolsillos cualquier dispositivo mecánico y electrónico, pocket PCs, carteras, teléfonos móviles, tarjetas de seguridad, gafas, relojes. Acercarse a la Máquina exigía cambiar las prendas de diario por ropas sin metal —ni cremalleras, ni botones metálicos, o hebillas; nada de anillos, alfileres, o gemelos.
Todo lo que estaba suelto a unos pocos metros de la Máquina estaba fabricado de madera o plástico. Los operarios llevaban cinturones elásticos y zapatillas especialmente seleccionadas.
Cinco años atrás, en estas mismas instalaciones, una científica se había olvidado de las advertencias y había visto cómo le arrancaban los anillos de los pezones y el clítoris. O eso decía la historia. La gente con marcapasos, modificaciones del nervio óptico, o cualquier tipo de implante neurológico no podía acercarse a la Máquina.
Kaye estaba libre de tales limitaciones, y eso fue lo primero que le dijo a Herbert Roth al encontrarse en la puerta de su despacho.
Pequeño, con calvicie, de cuarenta y pocos años, Roth le dedicó una sonrisa de perplejidad mientras dejaba el lápiz y apartaba un montón de papeles.
—Me alegra oírlo, señora Rafelson —dijo—. Pero la Máquina está apagada. Además, pasamos varios días escaneando a Wishtoes y ya conozco ese aspecto de su persona.
Roth sacó una silla de plástico para Kaye y ésta se sentó al otro lado de la mesa de madera. Kaye tocó la superficie plana. Roth le había contado que su padre la había fabricado de arce sólido, sin clavos, usando sólo cola. Era hermosa.
Todavía tiene padre.
Sintió el río helado en la espalda, la sensación de aprobación y deleite totales, y cerró los ojos durante un momento. Roth la miró con preocupación.
—¿Día largo?
Negó con la cabeza, preguntándose por dónde empezar.
—¿Wishtoes está embarazada?
—No —dijo Kaye. Se lanzó de cabeza—. ¿Te sientes muy científico?
Roth miró nervioso a su alrededor, como si no reconociese del todo la habitación.
—Depende —dijo bajando la vista pero sin poder evitar darle un repaso a Kaye.
—¿Científico y discreto?
Los ojos de Roth se agrandaron con algo similar al pánico.
—Perdóneme, señora Rafelson…
—Kaye, por favor.
—Kaye. Creo que eres muy atractiva, pero… si es por la Máquina, ya tengo una lista de sitios web que muestran… Quiero decir, ya se ha hecho. —Lanzó lo que esperaba fuese una risa galante—. Demonios, yo lo he hecho. No solo, quiero decir.
—¿Hacer qué? —preguntó Kaye.
Roth se puso de color escarlata y empujó su silla con un rasgueo hueco de las patas.
—No tengo ni idea de qué demonios hablas.
Kaye sonrió. No pretendía nada más específico que la sonrisa, pero vio que Roth se relajaba. Su expresión cambió a una de preocupación perpleja y el exceso de color desapareció de su cara. Hay algo en mí, algo en esto, pensó. Es un momento encantado.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Roth.
—Te ofrezco una oportunidad única. —Kaye se sentía imposiblemente nerviosa, pero no iba a permitir que eso la detuviese. Por lo que sabía, nunca había habido una oportunidad como ésta en la historia de la ciencia… al menos nada confirmado, o incluso rumoreado—. Estoy teniendo una epifanía.
Roth arqueó una ceja, desconcertado.
—¿Sabes qué es una epifanía? —preguntó Kaye.
—Soy católico. Es una fiesta que celebra la divinidad de Jesús. O algo así.
—Es una manifestación —dijo Kaye—. Dios está dentro de mí.
—Guau —dijo Roth. La palabra colgó entre ellos durante varios segundos, durante los que Kaye no apartó la mirada de los ojos de Roth. Él fue el primero en parpadear—. Supongo que es genial —dijo—. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Dios viene a la mayoría de nosotros. He leído a William James y otros libros sobre este tipo de experiencia. Al menos la mitad de la especie humana lo experimenta en algún momento. No se parece a nada que haya sentido. Cambia tu vida, incluso si es muy… muy inconveniente. E inexplicable. No lo pedí, pero no puedo, no negaré que es real.
Roth escuchó a Kaye con una expresión fija, la frente fruncida, los ojos abiertos, la boca abierta. Se envaró en la silla y cruzó los brazos sobre la mesa.
—¿No es una broma?
—No es una broma.
Lo meditó algo más.
—Aquí todos estamos bajo presión.
—No creo que sea nada relacionado con eso —dijo Kaye. Luego, lentamente, añadió—: He considerado esa posibilidad, de verdad. No creo que sea eso.
Roth se lamió los labios y evitó la mirada.
—Entonces, ¿qué tiene que ver conmigo?
Kaye alargó la mano para tocarle el brazo y él rápidamente lo retiró.
—Herbert, ¿alguien ha escaneado a alguien tocado por Dios? ¿Alguien que tiene una epifanía?
—Muchas veces —dijo Roth a la defensiva—. La investigación de Persinger. Estados de meditación, ese tipo de cosas. Está en la literatura.
—Los he leído a todos. Persinger, Damasio, Posner, y Ramachandran —fue señalando la lista con los dedos—. ¿Crees que no lo he investigado?
Roth sonrió avergonzado.
—Estados de meditación, unidad, dicha, todos se pueden inducir con la práctica. Están bajo control personal en cierta medida… Pero esto no. Lo he mirado. No se puede inducir, por mucho que reces. Va y viene con voluntad propia.
—Dios no se limita a hablarnos —dijo Roth—. Es decir, incluso si creyese en Dios, algo así sería muy raro, y es posible que no haya sucedido en un par de miles de años. Los profetas. Jesús. Esa gente.
—No es raro. Recibe muchos nombres y la gente reacciona de formas diferentes. Te produce algo. Le da la vuelta a tu vida, le ofrece dirección y sentido. En ocasiones rompe a la gente. —Agitó la cabeza—. La madre Teresa lloraba porque Dios no la visitaba regularmente. Deseaba confirmación continua de la valía de su trabajo, su dolor, su sacrificio. Sin embargo nadie sabe si la madre Teresa experimentaba lo que yo experimento… —Respiró profundamente—. Quiero descubrir qué me pasa. A nosotros. Necesitamos una línea cero para comprender.
Roth intentó encajarlo en algún catálogo de quid pro quos sociales, pero no pudo.
—Kaye, ¿realmente éste es ese lugar? ¿No se supone que investigamos sobre virus? ¿O crees que Dios es un virus?
Kaye miró a Roth incrédula.
—No —dijo—. No es un virus. No es algo genético, y probablemente no sea biológico. Excepto en la medida en que me toca.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Kaye volvió a cerrar los ojos. No necesitaba buscar. La sensación la arrolló, llegándole en oleadas de asombro, o de alegría infantil y consternación adulta, todas sus emociones y reacciones no eran recibidas con tolerancia, ni siquiera con diversión, sino con una aceptación tan infantil como infinitamente madura y sabia.
Algo sorbía del alma de Kaye Lang, y la encontraba deliciosa.
—Porque es mayor que todo lo demás —dijo al fin—. No tengo ni idea de cuánto va a durar, pero sea lo que sea, ya ha sucedido antes a mucha gente, muchas veces, y ha dado forma a la historia humana. ¿No quieres ver qué aspecto tiene?
Roth suspiró mientras examinaba las imágenes en el monitor grande.
Habían pasado dos horas y media; eran casi las diez de la noche. Kaye había pasado por siete variedades de resonancia magnético nuclear, tomografía de emisión de positrones, y escáneres tomográficos computerizados. Le habían inyectado, aislado, inyectado de nuevo, girado como a un pollo en el espetón, virado boca abajo. Durante un rato, se preguntó si Roth no se estaría vengando de su imposición.
Finalmente, Roth le había envuelto la cabeza en un casco de plástico blanco y la había pasado por un último, y según él muy caro, escáner CT, capaz, murmuró vagamente, de detalles extraordinarios, centrándose en el hipocampo, y luego, en otro barrido, en el tallo cerebral.
Ahora estaba sentada recta, con las muñecas envueltas en bandas, con la cabeza y el cuello magullados por los calambres, sintiendo la vaga necesidad de vomitar. En algún momento al final de los procedimientos, el comunicador simplemente se había evaporado, como una señal de radio de onda corta del otro lado del mar. Kaye se sentía tranquila y relajada, a pesar del dolor.
También se sentía triste, como si una amiga querida se hubiese ido, y no estuviese segura de cuándo se volverían a ver.
—Bien, sea lo que sea —dijo Roth—, no habla. Ninguno de los escáneres manifiesta ningún incremento del procesamiento del habla, más allá del diálogo interno normal y mis propias preguntas de valoración. Pareces, no es sorprendente, un poco nerviosa… pero no menos que otros pacientes. Estoica podría ser la palabra. Manifiestas una gran cantidad de actividad cerebral profunda, lo que indica una respuesta emocional muy intensa. ¿Te avergüenzas con facilidad?
Kaye lo negó.
—También hay indicaciones de algo similar a la excitación, pero yo no lo llamaría excitación sexual, no exactamente. Nada como un orgasmo o un éxtasis usual como, por ejemplo, podrías encontrar en alguien que usase drogas para alterar la consciencia. Tenemos grabaciones, películas, de gente meditando, haciendo el amor, colgada, incluyendo LSD y cocaína. Tus escáneres no se ajustan a ninguno de ellos.
—No puedo imaginarme haciendo el amor en ese tubo.
Roth sonrió.
—En su mayoría jóvenes entusiastas —le explicó—. Aquí vamos… llegan los resultado del CT. —Quedó profundamente absorto en las imágenes en falso color de su cerebro: un campo oscuro de gris que mostraba pájaros Rorschach simétricos, tocados aquí y allá con diminutos carboncillos de actividad metabólica, mapas de ideas, personalidad y profundos procesos subconscientes—. Vale —dijo, parando la animación—. ¿Qué es esto? —Tocó tres borrones amarillos pulsantes, un poco mayores que una uña, puntos de un escáner tomado a mitad de la sesión. Tarareó un poco, para luego pasar a una biblioteca online de otras exploraciones, algunas de hacía años y décadas, hasta parecer satisfecho de tener lo que buscaba.
Roth empujó la silla arañando el suelo y señaló a una sección sagital azul y verde de una cabeza, pequeña y de extraña forma. La amplió y rotó la imagen en 3—D, y Kaye distinguió el contorno del cráneo de un bebé y la neblina de cerebro en su interior. Campos radiantes de actividad mental se entretejían entre las curvas fantasmales de huesos y tejidos.
De la boca del bebé parecía surgir una masa grisácea e indefinida.
—No tiene mucho detalle, pero el ajuste es muy bueno —dijo Roth—. Un famoso experimento en Japón, de hará unos diez años. Escanearon un parto normal. La mujer ya tenía otros cuatro niños. Una veterana. La máquina no le molestaba.
Roth examinó la imagen. Tarareó durante un momento, luego entrechocó las uñas como castañuelas.
—Éste es el escáner del cerebro del bebé mientras conocía a su madre. Yo diría que mamando. —Usó el dedo para señalar la masa gris, amplió los centros de actividad en el cerebro del bebé, lo rotó hasta tener el azimut adecuado, y luego superpuso el escáner del bebé sobre el de Kaye.
Los centros de actividad se superponían a la perfección.
Roth sonrió.
—¿Qué piensas? ¿Un ajuste?
Kaye quedó perdida durante un momento, recordando la primera vez que Stella mamó, la sensación maravillosa de un bebé en el pezón, de su leche saliendo.
—Parecen iguales —dijo—. ¿Es un error?
—No lo creo —dijo Roth—. Podría realizar algunas comparaciones con cerebros de animales. En los últimos años se ha trabajado en el vínculo entre gatitos y cachorrillos, incluso algunos con mandriles, pero no son muy buenos. No se quedan quietos.
—¿Qué significa? —preguntó Kaye. Agitó la cabeza todavía perdida—. Sea lo que sea, no usa el habla… eso ha quedado claro desde el principio. De hecho, es molesto.
—¿Murmullos desde la zarza ardiente? —dijo Roth—. Y nada de tablas de piedra.
—Ni discursos, ni proclamas, nada —le confirmó Kaye.
—Mira, esto es lo más cercano que puedo encontrar —dijo Roth.
Con el dedo, Kaye siguió el contorno del pájaro de Rorschach en el cerebro del niño.
—Sigo sin comprender.
Roth inclinó la cabeza.
—A mí me parece que estás conectando a lo grande. Estás sufriendo la impronta con alguien o algo. Vuelve a ser un bebé, señora Rafelson.