Arizona
Tardaron horas en permitir que Stella viese a Mitch. Primero Stella recibió la visita de una enfermera que la reconoció, tomó muestras de las mejillas, y le sacó unos centímetros cúbicos de sangre.
Stella apartó la vista cuando la enfermera le pinchó con la aguja. Podía oler la ansiedad de la mujer; sólo tenía unos años más que Stella y no le gustaba la situación.
Después, la señorita Kantor llevó a Stella a la zona de visitas. Lo primero que Stella apreció fue que habían eliminado la barrera de plástico. Mesas y sillas, nada más. Algo había cambiado, y le preocupó por un momento. Tocó el algodón que llevaba pegado a la zona interior del codo. Después de una hora, la señorita Kantor regresó con un montón de cómics.
—X—Men —dijo—. Te gustarán. Todavía están reconociendo a tu padre. Dame el algodón.
Stella retiró el esparadrapo y se lo entregó a la señorita Kantor, quien abrió una bolsa plástica para guardarlo.
—Pronto terminará —dijo la señorita Kantor con su sonrisa ensayada.
Stella pasó de los cómics y se quedó de pie en la sala desnuda con su papel pintado de flores y la única mesa con dos sillas de plástico. Había una fuente de agua en una esquina y un par de sofás, remendados y sucios. Stella llenó un vaso con agua. La ventana daba a la oficina principal, y otra ventana miraba al aparcamiento. Nada de café o té caliente, nada de platos calientes de cocina —ningún utensilio—. No se suponía que las visitas familiares fuesen a durar mucho o ser especialmente agradables.
Arrugó el vaso de papel entre las manos y pensó alternativamente en Will y en su padre. Pensar en Will mandaba a su padre al fondo de su mente, aunque fuese sólo un momento, y a Stella no le gustaba. No quería ser caótica. No quería ser impredecible; quería ser fiel al objetivo de organizar un deme estable, lejos de la escuela, lejos de las interferencias humanas, y eso exigiría concentración y constancia emocional.
No sabía nada de Will. Ni siquiera conocía su apellido. Puede que él no la recordase. Quizás estuviese de paso, para que le hiciesen un chequeo o pasar alguna cuarentena de camino a otra escuela.
Pero si iba a quedarse…
Joanie abrió la puerta.
—Tu padre está aquí —dijo. Joanie siempre intentaba ocultar su olor con mucho polvo de talco. Su expresión era agradable pero vacía. Hacía lo que se le antojaba a la señorita Kantor y rara vez manifestaba su opinión.
—Vale —dijo Stella, y tomó asiento en una de las sillas de plástico. Esperaba que la mesa estuviese entre ellos. Se retorció incómoda y nerviosa. Tenía que acostumbrarse a la idea de volver a ver a Mitch.
Joanie indicó el camino a través de la puerta y Mitch entró. Le colgaba el brazo izquierdo a un lado. Stella miró al brazo, con los ojos abiertos, y luego a la chaqueta y vaqueros de Mitch, gastados y algo polvorientos. Y luego le miró a la cara.
Mitch se obligaba a mostrar una sonrisa nerviosa. Él tampoco sabía qué hacer.
—Hola, cariño —dijo.
—Se puede sentar en la silla —dijo Joanie—. Tómese su tiempo.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó Mitch a Joanie. Stella odió el gesto. Le recordaba fuerte y al mando, y que tuviese que preguntar algo así estaba mal.
—Hoy no tenemos muchas visitas programadas. Hay cuatro salas. Por tanto… tómese su tiempo. Un par de horas. Hágame saber si precisa algo. Estaré en la oficina de ahí fuera.
Joanie cerró la puerta y Mitch miró la silla, la mesa. Luego a su hija.
—¿No quieres un abrazo? —le preguntó a Stella.
Stella se puso en pie, con las mejillas leonadas por la emoción. Mantuvo las manos a un lado. Mitch atravesó lentamente la sala, y ella le siguió con los ojos como si fuese un animal salvaje. Luego las corrientes de aire de la sala le trajeron su olor, y soltó un grito antes de que pudiese contenerlo. Mitch dio el último paso, la agarró y la aplastó entre los brazos. Los ojos de Stella se llenaron de lágrimas y mojaron la chaqueta de Mitch.
—Eres tan alta… —murmuró Mitch, agitándola lentamente de un lado al otro, rozando la punta de los zapatos de Stella contra el linóleo.
Stella plantó los pies, le hizo retroceder e intentó controlar sus emociones, pero no podía volver a guardarlas, ya no encajaban. Habían estallado como las palomitas.
—Nunca me he rendido —dijo Mitch.
Los largos dedos de Stella le agarraron la chaqueta. Su olor era arrollador, confortable y familiar; le hacía sentirse como si volviese a ser una niña pequeña. Él era básico y simple, nada de elaboraciones, predecible y memorable; él era el olor de su hogar en Virginia, de todo lo que había intentado olvidar, todo lo que había creído perdido.
—No podía venir a verte —dijo—. No me lo permitían. Parte de la libertad condicional.
Stella asintió, chocando ligeramente su mentón contra el hombro de Mitch.
—Le envié mensajes a tu madre.
—Me los entregó.
—No había ninguna pistola, Stella… mintieron —dijo Mitch, y por un momento le pareció no mayor que ella misma, simplemente otro niño desencantado.
—Lo sé. Kaye me lo dijo.
Mitch alejó un poco a su hija.
—Eres preciosa —dijo, juntando las gruesas cejas. Tenía el rostro quemado por el sol. Stella podía oler el daño de la piel, el endurecimiento. Olía a cuero y polvo por encima de la base fundamental de ser Mitch. En su olor (y en el de Kaye) podía detectar algo de sus propios olores fundamentales, como un número de licencia compartido en los genes, una clave común para las emociones.
—Quieren que nos sentemos… ¿aquí? —preguntó Mitch, agitando un brazo hacia la mesa.
Stella se envolvió con los brazos, todavía alterada por dentro. No sabía qué hacer.
Mitch sonrió.
—Limitémonos a estar juntos un rato —dijo.
—Vale —dijo Stella.
—Intentemos acostumbrarnos el uno al otro.
—Vale.
—¿Te están tratando bien? —preguntó Mitch.
—Probablemente eso creen.
—¿Qué opinas tú?
Encogimiento, dedos largos enrollándose alrededor de sus muñecas, creando pequeñas jaulas para manos y brazos.
—Nos tienen miedo.
Mitch apretó la mandíbula y asintió.
—Nada nuevo.
Los ojos de Stella eran hipnóticos cuando intentaba expresarse. Sus pupilas cambiaban de tamaño y las motas doradas se movían como burbujas de champaña.
—No quieren que seamos quienes somos.
—¿Qué quieres decir?
—Nos trasladan de un dormitorio a otro. Emplean oledores. Si aromamos, nos castigan. Si nubearomamos o febriaromamos, nos separan y nos aíslan.
—He leído sobre eso —dijo Mitch.
—Creen que intentaremos persuadirles. Quizá teman que intentemos escapar. Llevan tapones en la nariz, y en ocasiones llenan los dormitorios de olor falso a fresa o melocotón cuando realizan una inspección sanitaria. Antes me gustaban las fresas, pero ahora es terrible. Lo peor de todo es el Pine—Sol —se llevó la palma a la nariz e hizo ruidos como si se ahogase.
—También he oído que las clases son aburridas.
—Temen que aprendamos algo —dijo Stella, y se rio. Mitch sintió un hormigueo. Ese sonido había cambiado y el cambio no era sutil. Stella sonaba prudente, más madura… pero había algo más.
La risa era un indicador clave de psicología y cultura. Su hija era muy diferente de la niña pequeña que había conocido.
—He aprendido mucho de los otros —dijo Stella, componiendo la cara. Mitch siguió las ligeras marcas de líneas por debajo y junto a sus ojos, y en los bordes de los labios, fascinado por el baile de pistas de sus emociones. Un control muscular más preciso que el que había tenido de joven… capaz de producir expresiones que él no podía ni interpretar.
—¿Te va bien? —le preguntó Mitch, muy serio.
—Me va mejor de lo que a ellos les gustaría —dijo—. No está tan mal, porque nos las arreglamos. —Miró al techo, se tocó el lóbulo de la oreja, guiñó un ojo. Claro, los estaban vigilando; no quería revelar ningún secreto.
—Me alegra oírlo —dijo Mitch.
—Pero evidentemente, hay cosas que ya saben —añadió en voz baja—. Te las contaré si quieres.
—Claro, cariño —dijo Mitch—. Lo que quieras.
Stella mantuvo la vista sobre la mesa mientras le hablaba a Mitch de los grupos de veinte o treinta que se autodenominaban demes.
—Significa «el pueblo» —dijo—. En los demes somos como hermanas. Pero no permiten que los chicos duerman en los mismos dormitorios, los mismos barracones. Así que tenemos que cantar por las noches para intentar reclutar chicos en nuestros demes.
—Probablemente sea mejor así —dijo Mitch. Arqueó una ceja y apretó los labios.
Stella negó con la cabeza.
—Pero no comprenden. Un deme es como una gran familia. Nos ayudamos mutuamente. Hablamos, resolvemos problemas y paramos las discusiones. Somos tan inteligentes cuando estamos en un deme… Juntos nos sentimos bien. Quizá por eso…
Mitch se echó hacia atrás cuando su hija de pronto habló en dos flujos simultáneos.
—Necesitamos estar juntos. Somos más sanos cuando estamos juntos.
»Todos se preocupan de todos. Todo el mundo es feliz con todos los demás.
»La tristeza proviene de la ignorancia. La tristeza se produce en la separación.
Le asombró la absoluta claridad de los dos flujos. Si los pillaba inmediatamente y los analizaba, podía encadenarlos en una afirmación en serie, pero era evidente que en más de unos segundos de conversación le resultaría confuso. Y no tenía duda de que ahora Stella podía continuar así indefinidamente.
Stella le miró directamente, la piel en la parte exterior de su cuenca ocular introduciéndose con un plegamiento que no podía ni duplicar ni interpretar. Se formaron pecas en las órbitas exteriores e inferiores como pequeñas estrellas doradas; relucía como no la había visto nunca.
Se estremeció tanto de admiración como de preocupación.
—No sé lo que significa, cuando… haces eso —dijo—. Quiero decir, es hermoso, pero…
—¿Hago qué? —preguntó Stella, y los ojos volvieron a ser normales.
Mitch tragó.
—Cuando estáis en un deme, ¿cuántos de vosotros habláis de esa forma… simultáneamente?
—Formamos círculos —dijo Stella—. Hablamos con los demás en el círculo y entre círculos.
—¿Cuántos en un círculo?
—Cinco o diez —dijo Stella—. Separados, claro. Los chicos tienen reglas. Las chicas tienen reglas. Podemos crear nuevas reglas, pero algunas de las reglas parecen estar ahí. La mayor parte del tiempo seguimos las reglas, a menos que creamos que hay una emergencia… alguien se siente serrado.
—Serrado.
—No formar parte de la nube. Cuando nubamos nos sentimos todavía más como hermanos y hermanas. Algunos de nosotros se convierten también en papá y mamá, y podemos dirigir la nube, pero papá y mamá nunca nos hacen hacer lo que no queremos hacer. Decidimos juntos.
Miró al techo, destacando el hoyuelo de la barbilla.
—Ya lo sabes. Kaye te lo contó.
—Parte, y he leído otra. Recuerdo cuando probabas algunas de esas… técnicas con nosotros. Recuerdo intentar mantenerme a tu altura. No se me daba muy bien. A tu madre se le daba mejor.
—Su cara… —empezó a decir Stella—. Veo su cara cuando me convierto en mamá en una nube. Su cara se convierte en mi cara. —Sus cejas formaron unos elegantes e irresistibles arcos dobles, simultáneamente grotescos y hermosos—. Es difícil de explicar.
—Creo que comprendo —dijo Mitch. Se le calentaba la piel. Estar cerca de su hija le hacía sentirse fuera de lugar, incluso inferior; ¿cómo se sentían sus consejeros, sus guardianes?
En este zoo, ¿quiénes eran realmente los animales?
—¿Qué sucede cuando alguien está en desacuerdo? ¿Lo obligáis?
Stella reflexionó unos segundos.
—En una nube todos son libres, pero cooperan. Si no están de acuerdo, se guardan la duda hasta el momento correcto, y luego la nube escucha. En ocasiones, si se trata de una emergencia, la duda aparece de inmediato, pero eso nos ralentiza. Mejor que sea buena.
—¿Y disfrutas estando en las nubes?
—Estar en nube —le corrigió Stella—. Todas las nubes son una parte de cada uno, simplemente externalizada. Arreglamos las diferencias y demás más tarde, cuando los demes se sincronizan. Pero no lo hacemos muy a menudo, así que la mayoría de nosotros no sabe realmente cómo es. Simplemente lo imaginamos. Pero en ocasiones dejan que pase.
No le contó a Mitch que ésas eran las ocasiones tras las que llevaban a casi todos al hospital para sacarles sangre.
—Suena muy amistoso —dijo Mitch.
—En ocasiones hay odio —dijo Stella con sobriedad—. Tenemos que tratar con eso. Una nube siente dolor igual que un individuo.
—¿Sabes lo que siento ahora mismo?
—No —dijo Stella—. Tu rostro es muy neutro —sonrió—. Los consejeros huelen a coles cuando hacemos algo inesperado./ Olían a brécol cuando pillamos un resfriado hace unos días./
»Ya me he recuperado del resfriado y no fue muy grave pero actuamos como si estuviésemos peor para preocuparles.
Mitch se rio. La entonación cruzada de resentimiento e irónica superioridad le divertía.
—Muy bueno —dijo—. Pero no os paséis.
—Lo sabemos —dijo Stella formal, y de pronto Mitch vio a Kaye en su cara, y sintió una oleada de orgullo de verdad, de que esa joven todavía proviniese de ellos. Espero que eso no la limite.
También sintió una súbita añoranza de Kaye.
—¿La cárcel es como esto? —preguntó Stella.
—Bien, la cárcel es incluso un poco más dura que esto.
—¿Por qué no estás ahora con Kaye?
Mitch se preguntó cómo iba a explicarlo.
—Cuando estaba en la cárcel… ella estaba pasando por un momento muy difícil, tomando decisiones duras. Yo no podía formar parte de esas decisiones. Decidimos que seríamos más efectivos si actuábamos por separado. Nosotros no… no podíamos nubarnos, supongo que dirías tú.
Stella negó con la cabeza.
—Eso es fundir, como gotas de lluvia golpeándose las unas a las otras. Evadir es cuando las gotas se separan. Nubar es algo mayor.
—Oh —dijo Mitch—. ¿Cuántas palabras para nieve?
La expresión de Stella se convirtió en una de simple falta de comprensión, y durante un momento Mitch vio a su hija como había sido diez años atrás, y la amó con locura.
—Tu madre y yo hablamos cada pocas semanas. Ahora está ocupada, trabajando en Baltimore. Hace ciencia.
—¿Intenta convertirnos en humanos?
—Sois humanos —dijo Mitch mientras se le enrojecía el rostro.
—No —dijo Stella—. No lo somos.
Mitch decidió que no era ni el momento ni el lugar.
—Intenta descubrir cómo producimos a los nuevos niños —dijo—. No es tan simple como creíamos.
—Niños del virus —dijo Stella.
—Sí, bien, si lo entiendo bien, los virus hacen de todo. Lo descubrimos cuando examinamos SHEVA. Ahora… es muy confuso.
Stella parecía, en todo caso, ofendida por ese hecho.
—¿No somos nuevos?
—Claro que sois nuevos —dijo Mitch—. Realmente no lo comprendo muy bien. Cuando nos volvamos a reunir, tu madre sabrá lo suficiente para explicárnoslo. Aprende todo lo rápido que puede.
—Aquí no nos enseñan biología —dijo Stella.
Mitch apretó los dientes. Mantenlos sometidos. Mantenlos encerrados bajo llave. En caso contrario, puede que se les fundan los plomos.
—¿Eso te enfurece? —preguntó Stella.
No pudo responder durante un momento. Tenía los puños sobre la mesa.
—Claro —dijo.
—Haz que nos dejen ir. Sácanos a todos de aquí —dijo Stella—. No sólo a mí.
—Lo intentamos —dijo Mitch, pero sabía que no era sincero del todo. Como un criminal convicto, tenía un espectro de opciones muy limitado. Y sus propios sentimientos de resentimiento y daño reducían su efectividad en los grupos. En sus momentos más oscuros, pensaba que era por eso que Kaye y él ya no vivían juntos.
Se había convertido en una carga política. En un lobo solitario.
—Aquí tengo muchas familias, y están creciendo —dijo Stella.
—Nosotros somos tu familia —dijo Mitch.
Stella le observó durante un momento, confundida.
Joanie abrió la puerta.
—Se ha acabado el tiempo —dijo.
Mitch se giró sobre la silla y se tocó el reloj.
—Ha pasado menos de una hora —dijo.
—Habrá más tiempo mañana si quiere volver —dijo Joanie.
Mitch se volvió hacia Stella, abatido.
—No puedo quedarme hasta mañana. Hay algo…
—Ve —dijo Stella, y se puso en pie. Fue al otro lado de la mesa mientras Mitch se ponía en pie y volvió a abrazar a su padre, vigorosa y fuertemente—. Ahora todos tenemos mucho trabajo.
—Ya eres tan adulta… —dijo Mitch.
—Todavía no —dijo Stella—. Ninguno de nosotros sabe cómo será. Probablemente no nos dejen descubrirlo.
Joanie emitió un chasquido, y escoltó a Mitch y a Stella fuera de la sala. Se separaron en el pasillo de ladrillo. Mitch la saludó con el brazo bueno.
Mitch se quedó sentado en el interior caliente de la camioneta, bajo el sol de Arizona, sudando y cerca de la desesperación, más solo de lo que se había sentido en su vida.
A través de la verja, más allá de la maleza y la arena, vio a más niños —a cientos— caminando entre los bungalows. Su mano golpeaba el volante.
Stella seguía siendo su hija. Todavía podía ver a Kaye en sus ojos. Pero las diferencias eran sobrecogedoras. Mitch no sabía qué había esperado; había esperado diferencias. Pero no sólo estaba creciendo. El comportamiento de Stella era elegante y brillante, como un penique nuevo. No era una desconocida, para nada distante, ni antipática, simplemente estaba concentrada en otra cosa.
La única conclusión a la que podía llegar, al arrancar el motor de la vieja camioneta Ford, era una observación interna.
Su propia hija le daba miedo.
Después de que la enfermera llenase otro tubo con su sangre, Stella fue hasta el bungalow donde verían vídeos de niños humanos jugando, hablando, sentados en clase. Se llamaba urbanidad. La intención era cambiar el comportamiento de los nuevos niños cuando estaban juntos. Stella odiaba urbanidad. Ver gente sin saber cómo olían, y observar las jóvenes caras humanas con su limitado abanico de emociones, la alteraba. Pero si no miraban la televisión, la señorita Kantor se ponía muy desagradable.
Stella mantuvo deliberadamente la mente en blanco, pero una lágrima se le escapó del ojo izquierdo y descendió por la mejilla. No por el ojo derecho. Sólo el izquierdo.
Se preguntó qué significaría.
Mitch había cambiado mucho. Y olía como si le hubiesen dado de patadas.